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Tenar se alegró cuando Alondra le contó todo eso, pero no le prestó mayor atención. Trabajaba afanosamente; y desde que había regresado a casa, casi sin darse cuenta, había resuelto no permitir que el recuerdo de Diestro y de ninguno de esos rufianes la dominara o dominara a Therru. No podía hacer que la niña se quedara con ella en todo momento, reavivando su terror, recordándole constantemente aquello que no podía recordar y seguir viviendo. La niña debía ser libre y saber que era libre, para crecer armoniosamente.

Poco a poco había ido perdiendo su actitud retraída, temerosa, y ya recorría toda la granja y los caminos apartados e incluso llegaba sola hasta la aldea. Tenar no le hacía ninguna advertencia, incluso cuando tenía que hacer un esfuerzo para evitarlo. Therru estaba a salvo en la granja, en la aldea, nadie iba a hacerle daño: eso debía ser algo incuestionable. Y en realidad Tenar no la interrogaba a menudo. Con ella y Shandy y Arroyo Claro siempre cerca, y Sis y Tiff en la casa de abajo y la familia de Alondra en toda la aldea, ¿qué daño podía sufrir la niña en el dulce otoño del Valle Central?

Tenar se había conseguido un perro, también, cuando había oído hablar de uno como el que quería: un gran perro ovejero gris de Gont, de esos con gesto astuto y pelaje rizado en la cabeza.

De tanto en tanto pensaba, como en Re Albi: «¡Debería enseñarle a la niña! Ogion me lo dijo». Pero por algún motivo lo único que al parecer le iba enseñando era a trabajar en la granja e historias, al atardecer, desde que las noches habían empezado a alargarse y habían comenzado a sentarse junto al fuego, en la cocina, después de cenar y antes de acostarse. Quizás Haya tenía razón y habría que enviar a Therru donde una bruja para que aprendiera lo que sabían las brujas. Era mejor que convertirla en aprendiza de un tejedor, como se le había ocurrido hacer a Tenar. Pero no mucho mejor. Y no había crecido bastante; y era muy ignorante para su edad, porque no le habían enseñado nada antes de que llegara a la Granja de los Robles. Había sido como un animalito que apenas sabía hablar y que no había aprendido ningún oficio como los demás seres humanos. Aprendía de prisa y era doblemente obediente y aplicada que las indisciplinadas niñas y los niños risueños y perezosos de Alondra. Era capaz de limpiar y servir a la mesa e hilar, cocinar un poco, coser un poco, cuidar las aves de corral, ir a buscar a las vacas y trabajar muy bien en el establo. Una perfecta granjerita, la llamaba el viejo Tiff, lisonjeándola un poco. Tenar también lo había visto hacer el gesto para conjurar el mal, subrepticiamente, cuando Therru pasaba a su lado. Como la mayoría de la gente, Tiff creía que uno es aquello que le sucede. Los ricos y los poderosos sin duda eran virtuosos; una víctima del mal tenía que ser mala y se la podía castigar con razón.

En ese caso, no habría servido de mucho que Therru se hubiese convertido en la mejor granjerita de Gont. Ni siquiera la prosperidad mitigaría el estigma patente de lo que le habían hecho. De modo que a Haya se le había ocurrido que fuera una bruja, que aceptara y aprovechara ese estigma. ¿Era eso lo que quería decir Ogion cuando había dicho «No lo de Roke»?… Cuando había dicho «Le temerán»? ¿Era eso solamente?

Un día, cuando un calculado azar las hizo encentrarse en la calle de la aldea, Tenar le dijo a Hiedra: —Hay algo que quiero preguntaros, señora Hiedra. Algo relacionado con su oficio.

La bruja la miró. Tenía una mirada severísima.

—¿Con mi oficio? Tenar asintió, resuelta.

—Venid entonces —le dijo, encogiéndose de hombros y adelantándosele por la Callejuela del Molino rumbo a su cabaña.

No era una cueva infame y llena de pollos, como la casa de Musgo, pero era la casa de una bruja, las vigas estaban cubiertas de hierbas secas y puestas a secar, el fuego ardía bajo un montículo de ceniza gris con un carbón minúsculo que parpadeaba como un ojo rojo, un gato ágil, gordo y negro de bigotes blancos dormía sobre un estante, y por doquier había una profusión de cajitas, tiestos, jarras, bandejas y botellas tapadas, todo lleno de aromas, agrios o dulces o extraños.

—¿Qué puedo hacer por vos, señora Goha? —le preguntó Hiedra, muy secamente, una vez que entraron.

—Decidme, si queréis, si Therru, mi pupila, tiene algún don para vuestro arte… Si tiene algo de poder.

—¿Ella? ¡Por supuesto! —dijo la bruja.

Tenar se sintió algo intimidada por la rápida y despectiva respuesta. —Y bien —dijo—. Al parecer, eso pensaba Haya.

—Un murciélago ciego dentro de una cueva sería capaz de verlo —dijo Hiedra—. ¿Eso es todo?

—No. Deseo pediros un consejo. Cuando os haya preguntado, me podréis decir cuál es el precio de la respuesta. ¿Está bien?

—Está bien.

—¿Debería hacer que Therru aprendiera el oficio de bruja cuando sea un poco mayor?

Hiedra se quedó en silencio por un minuto, calculando cuánto cobrar, pensó Tenar. En lugar de decirle cuánto cobraría, respondió la pregunta:

—Yo no la aceptaría —le dijo.

—¿Porqué?

—Tendría miedo —respondió la bruja, mirando súbitamente a Tenar con ojos furibundos.

—¿Miedo? ¿De qué?

—De ella. ¿Qué es?

—Una niña. ¡Una niña de la que han abusado!

—Eso no es todo.

Una cólera maligna se apoderó de Tenar y le dijo: —¿Una aprendiza de bruja debe ser virgen, entonces?

Hiedra la miró fijamente. Al cabo de un instante dijo: —No fue eso lo que quise decir.

—¿Qué quisisteis decir?

—Lo que quiero decir es que no sé qué es. Lo que quiero decir es que cuando me mira con el ojo sano y con el ojo ciego no sé qué ve. Veo que vais por todas partes con ella como si fuese una niña como las demás y me pregunto: «¿Qué son?». «¿Qué fortaleza tiene esa mujer, porque no es insensata, para coger a una llama de la mano, para hilar un remolino de viento?». Dicen, señora, que cuando erais niña vivisteis con los Arcanos, las Potestades Tenebrosas, los Poderes Subterráneos, y que fuisteis reina y sirvienta de esos poderes. Quizá por eso no le temáis a esa niña. No digo, no sé qué poder tiene. Pero no podría enseñarle, lo sé… ¡Ni Haya ni ningún otro brujo o hechicero que conozca! Os daré un consejo, señora, sin cobraros nada. Éste es el consejo: ¡Cuidaos! ¡Cuidaos de ella cuando descubra su fuerza! Eso es todo.

—Os agradezco, señora Hiedra —dijo Tenar con toda la formalidad de la Sacerdotisa de las Tumbas de Atuan, y salió del cuarto cálido al débil y penetrante viento de fines del otoño.

Aún se sentía furiosa. Nadie le ayudaría, pensó. Sabía que ella no podía hacerlo, no tenían que decírselo… pero nadie le ayudaría. Ogion había muerto y la vieja Musgo desvariaba, Hiedra le advertía, Haya se mantenía alejado y Ged —el único que realmente podría haberle ayudado—, Ged había huido. Había huido como un perro apaleado y nunca le había mandado una señal ni un mensaje, nunca pensaba en ella ni en Therru, sólo pensaba en su propia y preciada humillación. La humillación era su criatura, su recién nacido. Era lo único que le importaba. Nunca se había preocupado por ella ni había pensado en ella, sólo le importaba el poder… El poder de ella, el poder de él, cómo podía usarlo, cómo podía aprovechar ese poder para acrecentarlo. Unir el Anillo roto, rehacer la Runa, poner a un rey en el trono. Y después de perder su poder, seguía siendo lo único en que podía pensar: en que se había agotado, había desaparecido, dejándole solamente su ser, su humillación, su vacío.