Se pusieron en marcha nuevamente y la niña siguió caminando, entretenida con las pasas. Goha iba cantando para que las dos se distrajeran, cantos de amor y cantos de pastores y baladas que había aprendido en el Valle Central; pero de pronto se quedó en silencio en medio de una canción. Se detuvo, extendiendo la mano en un gesto de advertencia.
Los cuatro hombres que iban delante de ellas las habían visto. No servía de nada tratar de esconderse entre los árboles hasta que siguieran su camino o pasaran a su lado.
—Viajeros —le dijo a Therru serenamente, y siguió caminando. Empuñó la vara de aliso.
Lo que Alondra había dicho sobre las pandillas y los ladrones no era sólo la queja de todas las generaciones de que las cosas ya no son como antes y de que el mundo está cada vez peor. En los últimos años, se había perdido algo de la paz y la confianza que había en los pueblos y los campos de Gont. Los hombres jóvenes actuaban como forasteros entre los suyos, abusando de la hospitalidad, robando, vendiendo lo que robaban. La mendicidad se había convertido en algo corriente allí donde antes era algo poco común y los mendigos insatisfechos amenazaban con actuar violentamente. A las mujeres no les gustaba andar solas por las calles o los caminos, y tampoco les gustaba esa pérdida de libertad. Algunas muchachas huían para unirse a las pandillas de ladrones y cazadores furtivos. Generalmente regresaban a sus hogares antes de un año, taciturnas, magulladas y preñadas. Y entre los hechiceros y las brujas de las aldeas corría el rumor de que algo andaba mal en las cosas de su oficio: los hechizos que siempre habían sanado ya no curaban; los sortilegios para encontrar cosas no ayudaban a encontrar nada, o hacían encontrar lo que no se buscaba; las pociones de amor hacían que los hombres cayeran en desvarios, no de amor sino de celos asesinos. Y, lo que era aún peor, decían que gentes que no sabían nada de las artes mágicas, de sus leyes y sus límites y de los riesgos de transgredirlos, se hacían llamar personas con poder, prometiendo prodigios de riqueza y salud a sus seguidores, prometiéndoles incluso hacerlos inmortales.
Hiedra, la bruja de la aldea de Goha, había comentado con tono misterioso este debilitamiento de la magia, y también lo había hecho Haya, el brujo de Valmouth. Era un hombre astuto y modesto, que había ido a ayudar a Hiedra a hacer lo poco que podía hacerse para aliviar el dolor y las heridas de las quemaduras que había sufrido Therru. Le había dicho a Goha: —Una época en la que pueden suceder estas cosas debe ser una época de destrucción, el fin de una era. ¿Cuántos cientos de años han pasado desde que hubo un rey en Havnor? Esto no puede seguir así. Debemos regresar al centro o estaremos perdidos, habrá luchas entre las islas, luchas entre los hombres, los padres lucharán contra sus hijos… —Le había echado una mirada, con cierta timidez, pero con su típica expresión segura, astuta.— El Anillo de Erreth-Akbé ha sido restituido a la Torre de Havnor —dijo—. Sé quién lo llevó allí… Ésa fue la señal, sin duda, ¡la señal de la nueva era! Pero la hemos desaprovechado. No tenemos rey. No tenemos un centro. Debemos encontrar nuestro corazón, nuestra fuerza. Quizás el Archimago haga algo por fin. —Y había añadido con confianza:— Después de todo, él es de Gont.
Pero no se había oído hablar de ninguna proeza del Archimago ni de ningún heredero al Trono de Havnor; y las cosas habían seguido mal.
Por eso, Goha vio con temor y profunda cólera cómo los cuatro hombres que estaban en el camino delante de ella se apartaban, poniéndose dos a cada lado, para que ella y la niña tuvieran que pasar entre ellos.
Mientras avanzaban resueltamente, Therru se mantuvo pegada a Goha, con la cabeza gacha, pero sin cogerla de la mano.
Uno de los hombres, un individuo de pecho prominente y con un bigote negro e hirsuto que le caía sobre la boca, comenzó a hablar con una leve sonrisa: —¡Oye, tú! —le dijo, pero Goha habló al mismo tiempo y en voz más alta—. ¡Apártate de mi camino! —le dijo, alzando la vara de aliso como si fuese la vara de un hechicero—. ¡Tengo que ver a Ogion! —Pasó caminando a trancos largos entre los hombres y siguió sin desviarse, con Therru trotando a su lado. Los hombres, que interpretaron su atrevimiento como una brujería, no hicieron un solo movimiento. Tal vez el nombre de Ogion seguía siendo poderoso. O tal vez había cierto poder en Goha, o en la niña. Porque cuando las dos hubieron pasado, uno de los hombres dijo: —¿Visteis eso? —Y escupieron e hicieron un gesto para conjurar el mal.
—¡Esa bruja y su mocosa monstruosa…! —dijo otro—. Dejadlas pasar.
Otro hombre, un hombre con gorra y gabán de cuero, se quedó quieto, mirando por un instante mientras los demás seguían indolentemente su camino. Su rostro tenía un aspecto enfermizo y dolorido, pero parecía que iba a volverse para seguir a la mujer y la niña cuando el hombre del bigote lo llamó: —¡Ven, Diestro! —Y él obedeció.
Después de desaparecer tras el recodo del camino, Goha tomó a Therru en brazos y avanzó presurosa con ella hasta que tuvo que soltarla y detenerse jadeando. La niña no hizo ninguna pregunta y no trató de que se quedaran allí. Apenas Goha pudo retomar la marcha, la niña comenzó a caminar a su lado lo más rápidamente que podía, cogida de su mano.
—Estás roja —le dijo—. Como una llama.
Rara vez hablaba y no lo hacía con claridad, porque tenía una voz muy ronca; pero Goha la entendía.
—Estoy enfadada —dijo Goha con una especie de carcajada—. Cuando estoy enfadada me pongo roja. Como vosotros, vosotros, los rojos, los bárbaros de las tierras del oeste… ¡Mira!, allá adelante hay un pueblo, debe de ser Manantial de los Robles. Es la única aldea que hay en este camino. Nos detendremos allí y descansaremos un poco. Tal vez consigamos algo de leche. Y entonces, si podemos seguir, si crees que puedes caminar hasta el Nido del Halcón, llegaremos allá al caer la noche, espero.
La niña asintió. Abrió la bolsa de pasas y nueces, y comió unas pocas. Siguieron caminando fatigosamente.
El sol ya se había puesto hacía mucho cuando atravesaron la aldea y llegaron a la casa de Ogion en la cima del risco. Las primeras estrellas brillaban sobre una oscura masa de nubes en el poniente, sobre el alto horizonte del mar. Soplaba un viento marino que inclinaba las cortas hierbas. Una cabra balaba en la pradera que se extendía detrás de la casa baja y pequeña. La única ventana brillaba con una tenue luz amarilla.
Goha apoyó su vara y la de Therru en el muro, junto a la puerta, y cogió la mano de la niña, y golpeó una sola vez.
No hubo respuesta.
Empujó la puerta. El fuego del hogar se había apagado, convirtiéndose en carbonilla y cenizas grises, pero en la mesa una lámpara de aceite despedía un minúsculo rayo de luz, y desde su jergón extendido en el suelo, en el rincón más alejado del cuarto, Ogion dijo:
—Entra, Tenar.
3. Ogion
Acostó a la niña en el catre que había en el nicho del poniente. Atizó el fuego. Fue a sentarse junto al jergón de Ogion, con las piernas cruzadas en el suelo.
—¡Nadie te está cuidando!
—Les dije que se fueran —musitó.
Su rostro tenía la misma expresión misteriosa y dura de siempre, pero tenía el cabello ralo y blanco, y el tenue brillo de la lámpara no despertaba ni una chispa de luz en sus ojos.
—Podrías haber muerto solo —le dijo impetuosamente.
—Ayúdame a hacerlo —dijo el anciano.
—No todavía —le suplicó, agachándose, apoyando la frente en su mano.
—No esta noche —accedió—. Mañana.