—Sólo queremos hablar contigo.
—Sólo quiere ver a su niña.
Soltó el postigo y tiró de él con esfuerzo hasta cubrir la ventana. Pero si rompían el vidrio podrían empujar los postigos y abrirlos desde afuera. El pestillo no era más que un gancho que se zafaría de la madera si lo forzaban.
—Déjanos entrar y no te haremos daño —dijo una de las voces.
Oyó sus pasos en la tierra helada, haciendo crujir las hojas caídas. ¿Therru estaba despierta? El golpe de los postigos al cerrarse podría haberla despertado, pero ella no había hecho ruido. Tenar se quedó en la puerta entre su cuarto y el de Therru. Estaba oscuro como boca de lobo, silencioso. Tenía miedo de tocar a la niña y despertarla. Tenía que quedarse en el cuarto con ella. Tenía que defenderla. Había tenido el atizador en la mano, ¿dónde lo había dejado? Lo había soltado para cerrar los postigos. No podía encontrarlo. Buscó a tientas en la negrura de ese cuarto que parecía no tener muros.
La puerta de entrada, que comunicaaba con la cocina, crujió como si trataran de arrancarla del marco.
Si encontraba el atizador se quedaría allí, lucharía con ellos.
—¡Aquí! —gritó uno de ellos y Tenar comprendió qué había encontrado. El hombre observaba la ventana de la cocina, ancha, sin postigos, accesible.
Se acercó a la puerta del cuarto, aparentemente muy despacio, a tientas. Ahora estaba en el cuarto de Therru. Había sido la habitación de sus hijos. El cuarto de los niños. Por eso no tenía cerrojo por el lado de adentro. Para que los niños no lo cerraran y se alarmaran si el cerrojo se trababa.
Al otro lado de la colina, más allá del huerto, Arroyo Claro y Shandy estarían durmiendo en su cabana. Si les gritaba, quizá Shandy la oiría. Si abría la ventana de la habitación y gritaba… o si despertaba a Therru y salían por la ventana y atravesaban corriendo el huerto… Pero los hombres estaban allí, allí mismo, esperando.
Era más de lo que podía soportar. El terror paralizante que la había inmovilizado se disipó y corrió furiosa a la cocina, que le parecía ser una sola luz incandescente, cogió el largo y afilado cuchillo de cocina del tajo, abrió el cerrojo de golpe y se quedó de pie en la puerta. —¡Entrad ahora! —dijo.
Mientras lo decía oyó un alarido y un profundo jadeo, y un hombre gritó: —¡Cuidado! —Y otro chilló:— ¡Aquí! ¡Aquí!
Luego silencio.
La luz que se escapaba por la puerta abierta brillaba en el hielo negro de las pozas, resplandecía en las ramas negras de los robles y en las hojas de plata caídas, y cuando sus ojos pudieron distinguir con más claridad vio que algo se arrastraba hacia ella por el sendero, una masa negra o un bulto oscuro se arrastraba hacia ella, con un gemido penetrante, sollozante. Detrás de la luz vio una silueta negra que se echaba a correr, moviéndose como una flecha, y vio el brillo de cuchillas negras.
—¡Tenar!
—Detente —dijo ella, alzando el cuchillo.
—¡Tenar! ¡Soy yo…, Halcón, Gavilán!
—Quédate allí—dijo ella.
La silueta negra que se había movido rápidamente se quedó quieta junto a la masa negra tumbada en el sendero. La luz que salía por la puerta se reflejó tenuemente en un cuerpo, un rostro, una horquilla de dientes largos con la punta hacia arriba, como la vara de un hechicero, pensó. —¿Eres tú? —dijo.
Estaba arrodillado junto a la cosa negra que había en el sendero.
—Creo que lo maté —dijo. Miró por sobre el hombro, se puso en pie. No quedaban rastros de los otros hombres.
—¿Dónde están?
—Huyeron. Ayúdame, Tenar.
Tomó el cuchillo en una mano. Con la otra cogió el brazo del hombre que yacía ovillado en el sendero. Ged lo tomó por debajo del hombro y, arrastrándolo, lo colocaron sobre el peldaño y lo entraron en la casa. Estaba tumbado en el piso empedrado de la cocina, y del pecho y el vientre le brotaba la sangre como agua de una jarra. Tenía arriscado el labio superior y sólo se le veía el blanco de los ojos.
—Échale cerrojo a la puerta —dijo Ged, y ella corrió el cerrojo.
—Ropa blanca en el armario —dijo ella, y él sacó una sábana y la rasgó para hacer vendas con las que ella rodeó una y otra vez el vientre y el pecho del hombre, en los que se habían enterrado profundamente tres de los cuatro dientes de la horquilla, abriendo tres agujeros dentados por los que se escapaba y salía a chorros la sangre mientras Ged sujetaba el torso del hombre para que ella pudiera vendarlo.
—¿Qué haces aquí? ¿Viniste con ellos?
—Sí. Pero no lo sabían. Eso es todo lo que puedes hacer, Tenar. —Dejó que el cuerpo del hombre se doblara y se echó hacia atrás, jadeando, secándose la cara con el dorso de la mano ensangrentada.— Creo que lo maté —dijo nuevamente.
—Quizá lo hiciste. —Tenar miró las brillantes manchas rojas que iban extendiéndose lentamente en el grueso trozo de lino que rodeaba el pecho delgado y velludo y el vientre del hombre. Se puso de pie y se tambaleó, muy mareada.— Acércate al fuego —dijo—. Debes de estar muriéndote.
Ella no sabía cómo lo había reconocido en la oscuridad del exterior. Posiblemente por su voz. Llevaba un grueso gabán para pastorear en invierno, hecho con un trozo de vellón con el cuero por fuera, y una gorra de lana para pastorear bien encasquetada; tenía el rostro ajado y curtido por la intemperie, los cabellos largos y color acero. Olía a humo de maderos, y a helada y a ovejas. Tiritaba, todo el cuerpo le temblaba. —Acércate al fuego —le dijo ella nuevamente—. Échale leños.
Él le obedeció. Tenar llenó la tetera y la dejó balanceándose en su asa de hierro sobre las llamas.
Tenía la falda manchada de sangre y cogió un trozo de lino empapado en agua fría para limpiarla. Le pasó el trapo a Ged para que se quitara la sangre de las manos. —¿Qué quieres decir —le preguntó— con eso de que viniste con ellos pero que no lo sabían?
—Venía bajando. De la montaña. Por el camino que baja de los manantiales del Kaheda. —Hablaba en un tono apagado, como sin aliento, y los escalofríos lo hacían farfullar.— Oí a unos hombres que venían más atrás y me hice a un lado. Me interné en el bosque. No quería hablar. No sé. Tenían algo. Me daban miedo.
Ella sacudió la cabeza con impaciencia y se sentó al otro lado del hogar, frente a él, inclinándose para escuchar, con las manos empuñadas en el regazo. Sentía el frío de la falda húmeda en las piernas.
—Oí que uno de ellos decía «la Granja de los Robles» al pasar. Después de eso los seguí. Uno de ellos no dejaba de hablar. De la niña.
—¿Qué dijo?
Él se quedó en silencio. Al cabo dijo: —Que la iba a recuperar. A castigarla, dijo. Y que se iba a vengar de ti. Por haberla robado, dijo. Dijo… —Se detuvo.
—Que me iba a castigar también.
—Todos hablaban. De… de eso.
—Ése no es Diestro. —Señaló con la cabeza al hombre tendido en el suelo.— Es el…
—Dijo que la niña le pertenecía. —Ged también miró al hombre y volvió a mirar el fuego.— Está agonizando. Deberíamos ir a pedir ayuda.
—No se va a morir —dijo Tenar—. En la mañana mandaré a llamar a Hiedra. Los demás están allá afuera todavía…, ¿cuántos son?
—Dos.
—Me da igual que se muera o siga vivo. Ninguno de los dos va a salir de aquí. —Se puso en pie de un salto, en un espasmo de miedo.— ¿Entraste la horquilla, Ged?
Él le mostró la horquilla apoyada en la pared junto a la puerta, con los cuatro dientes relucientes.
Ella se sentó nuevamente en la solera del hogar, pero ahora se sacudía, temblaba de pies a cabeza, como había hecho él antes. Él se estiró por sobre el hogar para tocarle el brazo. —¡No te preocupes! —dijo.
—¿Y si todavía están allá afuera?
—Huyeron.
—Podrían regresar.