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—¿Dos contra dos? Y tenemos la horquilla.

Ella bajó la voz para decir en un susurro, aterrorizada: —La podadera y las guadañas están en el colgadero del granero.

Él sacudió la cabeza. —Huyeron. Os vieron… a él… y a ti en la puerta.

—¿Qué hiciste?

—El me atacó. Así que lo ataqué.

—Antes, quiero decir. En el camino.

—Les dio frío, mientras caminaban. Empezó a llover y les dio frío, y empezaron a hablar de venir aquí. Antes de eso era uno solo el que hablaba de la niña y de ti, de enseñarles, de darles un escarmiento… —Se quedó sin voz.— Tengo sed —dijo.

—Yo también. La tetera no está hirviendo todavía. Sigue.

Tomó aliento y trató de contar la historia con coherencia. —Los otros dos no le prestaban mucha atención. Posiblemente ya habían oído todo eso antes. Tenían prisa. Querían llegar a Valmouth. Como si alguien los persiguiera. Como si hubiesen ido huyendo. Pero empezó a hacer frío y él siguió hablando de la Granja de los Robles, y el de la gorra dijo: «Y bien, ¿por qué no vamos allá y pasamos la noche con…?».

—Con la viuda, ¿verdad?

Ged se cubrió la cara con las manos. Ella esperó.

Él contempló el fuego y siguió hablando resueltamente. —Entonces los perdí de vista por un rato. El camino se internó en el valle y no pude seguir por donde venía, por el bosque, poco más atrás que ellos. Tuve que apartarme, ir por los sembrados, por donde no pudieran verme. No conozco estos lugares, sólo el camino. Tenía miedo de perderme, de no ver la casa si tomaba un atajo por los sembrados. Y estaba oscureciendo. Pensé que no había visto la casa, que había pasado rápidamente por un costado. Regresé al camino y casi me crucé con ellos… en ese recodo. Habían visto pasar al viejo. Decidieron esperar hasta que oscureciera y estaban seguros de que nadie más iba a venir. Esperaron en el granero. Me quedé afuera. La pared era lo único que me separaba de ellos.

—Debes de estar congelado —dijo Tenar con voz apagada.

—Hacía frío. —Acercó las manos al fuego como si el solo recuerdo lo hubiese hecho sentir frío nuevamente.— Encontré la horquilla al lado de la puerta del colgadero. Cuando salieron se fueron hacia el fondo de la casa. Podría haber venido hasta la puerta de entrada para advertirte, eso es lo que debería haber hecho, pero en lo único que pensaba era en cogerlos desprevenidos…, sentía que ésa era mi única ventaja, el sorprenderlos… Pensé que la casa estaría cerrada con cerrojos y que tendrían que entrar por la fuerza. Pero entonces los oí entrar, por el fondo, por allí. Entré… al establo…, detrás de ellos. Acababa de salir cuando se acercaron a la puerta que estaba cerrada con cerrojo. —Lanzó una especie de carcajada.— Pasaron a mi lado en la oscuridad. Podría haberles hecho una zancadilla… Uno de ellos tenía un pedernal y un eslabón, quemaba un poco de yesca cuando querían echarle una mirada a un cerrojo. Vinieron hasta la entrada de la casa. Te oí cerrar los postigos; sabía que los habías oído. Dijeron que iban a romper la ventana en la que te habían visto. Entonces el de la gorra vio la ventana…, la ventana… —Señaló con la cabeza la ventana de la cocina con el alto y ancho antepecho en el interior.— Dijo: «Traéme una piedra, la voy a hacer añicos», y los otros se le acercaron y estaban a punto de alzarlo hasta el antepecho. Así que lancé un grito y se dejó caer, y uno de ellos, éste, se abalanzó sobre mí.

—¡Ah, ah! —dijo resollando el hombre tumbado en el suelo, como si estuviese relatando la historia de Ged. Ged se levantó y se inclinó sobre el hombre.

—Creo que está agonizando.

—No, no está agonizando —dijo Tenar. No podía dejar de tiritar del todo, pero lo que tenía ahora era sólo un temblor interno. La tetera silbaba. Hizo un pote de té y apoyó las manos en la gruesa cerámica del pote mientras se hacía la infusión. Sirvió dos tazones y luego un tercero, en el que puso un poco de agua fría—. Está muy caliente —le dijo a Ged—, espera un minuto antes de beberlo. Voy a ver si puede tragarlo. —Se sentó en el suelo junto a la cabeza del hombre, lo apoyó en un brazo, le acercó el tazón de té tibio a la boca, le separó los dientes con el borde del tazón. El líquido caliente le entró en la boca; lo tragó.— No se va a morir —dijo ella—. El suelo está frío como el hielo. Ayúdame a acercarlo al fuego.

Ged se acercó a coger la manta que había en el banco apoyado a lo largo del muro que separaba la chimenea del pasillo. —No uses eso, es un buen tejido —dijo Tenar y fue hasta el armario, y sacó una gastada manta de fieltro que extendió para hacerle una cama al hombre. Arrastraron el cuerpo inerte hasta dejarlo sobre la manta, lo cubrieron con los bordes plegados. Las húmedas manchas rojas que cubrían las vendas no se habían extendido.

Tenar se puso de pie y se quedó inmóvil.

—Therru —dijo.

Ged miró en torno, pero la niña no estaba allí. Tenar salió precipitadamente del cuarto.

El cuarto de los niños, el cuarto de la niña, estaba perfectamente a oscuras y silencioso. Se acercó a tientas a la cama y apoyó la mano en la curva cálida de la manta sobre el hombro de Therru.

—¿Therru?

La niña respiraba serenamente. No se había despertado. Tenar alcanzaba a sentir el calor de su cuerpo, como un resplandor en el cuarto frío.

Al salir, pasó la mano por sobre el baúl y rozó un metal frío: el atizador que había dejado allí al cerrar los postigos. Lo llevó de vuelta a la cocina, pasó por encima del cuerpo del hombre y colgó el atizador en su gancho soore la chimenea. Se quedó contemplando el fuego.

—No podía hacer nada —dijo—. ¿Qué debería haber hecho? Huir… inmediatamente…, gritar y correr hasta la casa de Arroyo Claro y Shandy. No habrían tenido tiempo para hacerle daño a Therru.

—Habrían estado dentro de la casa con ella y tú habrías estado afuera, con los dos viejos. O podrían haberla cogido y haberse marchado con ella. Hiciste lo que pudiste. Hiciste lo que había que hacer. En el momento preciso. La luz de la casa y tú saliendo con el cuchillo y yo allí… Alcanzaron a ver la horquilla en ese momento… y al hombre caído. Por eso echaron a correr.

—Los que pudieron —dijo Tenar. Se volvió y movió un poco la pierna del hombre con la punta del zapato, como si fuese un objeto por el que sentía cierta curiosidad, cierta repugnancia, como una víbora muerta—. Tú hiciste lo que había que hacer —dijo.

—No creo que la haya alcanzado a ver. Tropezó de frente con ella. Fue como… —No dijo cómo había sido. Dijo:— Bébete el té. —Y se sirvió más del pote apoyado sobre los ladrillos del hogar para que no se enfriara.— Está bueno. Siéntate —dijo él, y ella se sentó.

—Cuando era niño —dijo al cabo de un rato— los kargos atacaron mi aldea. Llevaban lanzas… largas, con plumas atadas a la empuñadura…

Ella asintió. —Guerreros de los Hermanos de Dios —dijo.

—Urdí un conjuro tramanieblas. Para confundirlos. Pero algunos de ellos siguieron avanzando. Vi a uno de ellos darse de bruces con una horquilla…, como éste. Sólo que en ese caso lo traspasó de lado a lado. Debajo de la cintura.

—Chocaste con una costilla —dijo Tenar.

Él asintió.

—Fue el único error que cometiste —dijo ella. Ahora le castañeteaban los dientes. Bebió del té—. Ged —dijo—, ¿y si regresan?

—No van a regresar.

—Podrían prenderle fuego a la casa.

—¿A esta casa? —Miró las paredes de piedra que los rodeaban.

—El henil…

—No van a regresar —dijo él obstinadamente.

—No.

Sujetaban los tazones con cuidado, calentándose las manos con ellos.

—Therru no se despertó en ningún momento.

—Menos mal.

—Pero lo verá… aquí… por la mañana. Se miraron fijamente.