Levantó la mano para echarle pestillo. La bajó y se obligó a apartarse de él, dejándolo abierto.
—Gavilán está en tu cuarto —le informó Therru al regresar a la cocina con los huevos que había sacado de la bodega.
—Pensaba decirte que estaba aquí…, lo siento.
—Lo conozco —dijo Therru, mientras se lavaba la cara y las manos en la despensa. Y cuando Ged entró, con los párpados hinchados y desgreñado, se le acercó sin titubear y alzó los brazos.
—Therru —dijo él, y la tomó en brazos y la abrazó. Ella se aferró a él por unos instantes, luego se escabulló.
—Sé el comienzo de La Creación —le dijo.
—¿Me lo vas a cantar? —Mirando una vez más a Tenar para pedirle permiso, se sentó en su lugar ante el hogar.
—Sólo puedo decirlo hablando. Él asintió y esperó, con una expresión más bien severa. La niña dijo:
La voz de la niña parecía un cepillo de metal frotado contra metal, era como hojas secas, como el silbido de llamas ardientes. Siguió hablando hasta el final de la primera estrofa:
Ged asintió con un gesto de rápida y decidida aprobación. —Bien —dijo.
—Anoche —dijo Tenar—. La aprendió anoche. Parece como si hubiese pasado un año.
—Puedo aprender más —dijo Therru.
—Aprenderás más —le dijo Ged.
—Ahora termina de limpiar la calabaza —dijo Tenar, y la niña obedeció.
—¿Qué puedo hacer? —preguntó Ged. Tenar se quedó en silencio, mirándolo.
—Necesito que alguien llene la tetera y la ponga al fuego.
Él asintió y partió con la tetera a sacar agua.
Prepararon la cena y la comieron y quitaron la mesa.
—Recita otra vez La Creación, todo lo que sabes —le dijo Ged a Therru junto al hogar—, y seguiremos desde ahí.
Therru recitó la segunda estrofa una vez con él, una vez con Tenar y una vez sola.
—A la cama —dijo Tenar.
—No le contaste a Gavilán del rey.
—Cuéntale tú —dijo Tenar, divertida ante ese pretexto para no ir a acostarse todavía.
Therru se volvió hacia Ged. Su rostro, mitad herido y mitad sano, con el ojo que veía y el ojo ciego, tenía una expresión atenta, apasionada. -—El rey vino en un barco. Tenía una espada. Me dio el delfín de hueso. Su barco volaba, pero yo me sentía mal porque Diestro me había tocado. Pero el rey me tocó aquí y la marca desapareció. —Le mostró el brazo redondeado y delgado. Tenar lo miró fijamente. Se había olvidado de la marca.
—Algún día me gustaría ir volando a donde vive. —Le dijo Therru a Ged. Él asintió.— Lo voy a hacer—dijo—. ¿Lo conoces?
—Sí. Lo conozco. Hice un largo viaje con él.
—¿Dónde fueron?
—A donde no sale el sol y las estrellas no se ocultan. Y regresamos de ese lugar.
—¿Volando?
Él negó con la cabeza. —Sólo puedo caminar —dijo
.
La niña se quedó unos instantes pensativa y luego, como si se sintiera satisfecha, dijo: —Buenas noches —y se marchó a su cuarto. Tenar la siguió; pero Therru no quería que le cantara para hacerla dormir—. Puedo recitar La Creación en la oscuridad —dijo—. Las dos estrofas.
Tenar regresó a la cocina y se sentó nuevamente frente a Ged, al otro lado del hogar.
—¡Está cambiando tanto! —dijo—. Demasiado rápido para mí. Estoy vieja para criar a un niño. Y ella… Me obedece, pero sólo porque desea hacerlo.
—Ésa es la única justificación de la obediencia —observó Ged.
—¿Pero qué voy a hacer cuando se le meta en la cabeza la idea de desobedecerme? Hay algo indómito en ella. A veces es mi Therru, a veces es distinta, inalcanzable. Le pregunté a Hiedra si querría enseñarle. Me lo sugirió Haya. Hiedra dijo que no. «¿Por qué no?», le pregunté. «¡Le tengo miedo!», me dijo… Pero tú no le temes. Y ella tampoco te teme. Tú y Lebannen son los únicos hombres a los que les ha permitido tocarla. Yo dejé que ese…, ese Diestro… No puedo hablar de eso. ¡Ay, estoy fatigada! No entiendo nada…
Ged colocó el nudo de un tronco en el fuego para que no ardiera demasiado y se consumiera lentamente, y los dos se quedaron observando los brincos y el parpadeo de fas llamas.
—Me gustaría que te quedaras aquí, Ged —dijo ella—. Si quieres.
Él no le respondió de inmediato. Ella dijo: —Tal vez pienses seguir hacia Havnor…
—No, no. No tengo adonde ir. He estado buscando trabajo.
—Y bien, aquí hay mucho que hacer. Arroyo Claro no lo va a reconocer, pero su artritis no le permite hacer casi nada más que ocuparse del huerto. He estado necesitando alguien que me ayude desde que regresé. Podría haberle dicho al viejo testarudo lo que pensaba de él por haberte mandado así a la montaña, pero no serviría de nada. No me escucharía.
—Me hizo bien —dijo Ged—. Me dio el tiempo que necesitaba.
—¿Estuviste pastoreando ovejas?
—Cabras. En lo alto de las praderas. El muchacho que habían contratado se enfermó y Serry me contrató, me mandó allá arriba el primer día. Dejan a las cabras muy arriba y hasta muy tarde, para que les crezca una lana gruesa. Este último mes estuve casi todo el tiempo solo en las montañas. Serry me mandó esa pelliza y algunas provisiones, y me dijo que mantuviera al rebaño lo más arriba que pudiera y por todo el tiempo que pudiera. Eso hice. Era un lugar hermoso.
—Solitario —dijo ella.
Él asintió con una semisonrisa.
—Siempre has estado solo.
—Sí, siempre he estado solo.
Ella no dijo nada. Él la miró.
—Me gustaría trabajar aquí—dijo.
—No hay más que hablar, entonces —dijo ella. Al cabo de un rato agregó—: Por el invierno, al menos.
Esa noche caía una helada más fuerte. Su mundo estaba sumido en un perfecto silencio que sólo rompía el murmullo del fuego. El silencio era como una presencia entre los dos. Ella alzó la cabeza y lo miró.
—Y bien —dijo—, ¿en qué cama duermo, Ged? ¿En la de la niña o en la tuya?
Él respiró profundamente. Habló en voz baja.
—En la mía, si quieres.
—Sí.
El silencio lo inmovilizaba. Ella se daba cuenta del esfuerzo que hacía para escapar de ese silencio. —Si me tienes paciencia… —dijo él.
—He sido paciente contigo durante veinticinco años —dijo ella. Lo miró y se echó a reír—. Ven, ven, querido… ¡Más vale tarde que nunca! No soy más que una vieja… Nada se pierde, nada se pierde jamás. Tú me lo enseñaste. —Ella se puso de pie y él se levantó; ella extendió las manos y él se las tomó. Se rodearon con los brazos, y se estrecharon. Se abrazaron con tal intensidad, con tal cariño, que todo lo que los rodeaba desapareció. Poco importó en qué lecho hubiesen pretendido dormir. Esa noche se tendieron en las piedras que rodeaban el hogar y allí Tenar le enseñó a Ged el misterio que ni siquiera los hombres más sabios podrían enseñarle.
Él reavivó el fuego una vez y cogió la manta gruesa de la banqueta.
Tenar no se opuso esta vez. La capa de ella y la pelliza de él fueron sus cobijas.