Se despertaron al alba. Una tenue luz plateada brillaba en las ramas oscuras y semidesnudas de los robles, del otro lado de la ventana. Tenar estiró todo el cuerpo para sentir la tibieza de Ged. Al cabo de un rato murmuró: —Aquí estaba él. Merluza. Debajo de donde estamos.
Ged dejó escapar una débil protesta.
—Ahora eres un verdadero hombre —dijo ella—. Primero llenas a otro hombre de agujeros y después te acuestas con una mujer. Supongo que ése es el orden correcto.
—¡Chsss! —murmuró Ged, volviéndose hacia ella y apoyando la cabeza en su hombro—. No hables de eso.
—Sí, Ged. ¡Pobre hombre! No tengo compasión, sólo deseo que se haga justicia. No me enseñaron a sentir compasión. El amor es lo único bueno que tengo. ¡Oh, Ged, no me tengas miedo! ¡Tú eras un hombre cuando te vi por primera vez! Ni un arma ni una mujer pueden hacer de alguien un hombre, y tampoco la magia, ni hay poder alguno que lo haga, nada salvo él mismo.
Se quedaron tendidos, sumidos en la tibieza y en. un dulce silencio.
—Dime algo.
Él asintió con un murmullo, soñoliento.
—¿Cómo llegaste a oír lo que decían? Merluza y Diestro y el otro. ¿Por qué estabas allí precisamente, en ese preciso momento?
Él se apoyó en un hombro para mirarla a la cara. La serenidad y la plenitud y la ternura le daban a su rostro una expresión tan franca y vulnerable que ella sintió el impulso irrefrenable de extender la mano y tocarle la boca, allí donde lo había besado por primera vez, meses antes, y eso lo hizo abrazarla nuevamente y el diálogo no continuó con palabras.
Había que ocuparse de ciertas formalidades. La más importante era decirle a Arroyo Claro y a los demás inquilinos de la Granja de los Robles que ella había sustituido al «viejo amo» por un empleado. Lo hizo rápidamente y sin ambages. No podían hacer nada al respecto y la situación no suponía ninguna amenaza para ellos. Una viuda podía disponer de las propiedades de su esposo siempre que no hubiese un heredero o un hombre que se considerara con derechos sobre ellas. El hijo de Pedernal, el marino, era su heredero, y la viuda de Pedernal se limitaba a conservar la granja para él. Si ella moría, Arroyo Claro conservaría la granja para el heredero; si Chispa no la reclamaba nunca, pasaría a manos de un primo lejano de Pedernal que vivía en Kahedanan. De acuerdo con la costumbre de Gont, ningún hombre que viviera con la viuda, ni siquiera si se casaba con ella, podía expulsar a las dos parejas que no eran dueñas de la tierra pero que tenían derecho a seguir trabajando y recibiendo las ganancias que dejara la granja durante toda su vida; pero Tenar temía que tomasen a mal el que no le hubiese sido fiel a Pedernal, al que después de todo habían conocido por más tiempo que ella. Se tranquilizó al ver que no ponían ninguna objeción. «Halcón» se había granjeado su aceptación con sólo enterrar una horquilla. Además, era razonable que una mujer quisiese tener en casa un hombre que la protegiera. Si se acostaba con él…, y bien, la avidez de las viudas era algo proverbial. Y, después de todo, era una forastera.
La reacción de los aldeanos fue muy parecida. Unas cuantas murmuraciones y risas disimuladas, pero poco más que eso. Aparentemente, ser respetable era más fácil de lo que pensaba Musgo; o tal vez lo que sucedía era que los objetos usados tenían poco valor.
Ella se sintió tan mancillada y rebajada por su aceptación como se habría sentido por su desaprobación.
Alondra era la única que la liberaba de su humillación no dando opiniones ni definiendo lo que observaba con palabras —hombre, mujer, viuda, forastera—, sino simplemente observando, mirandolos a ella y a Halcón con interés, con curiosidad, envidia y generosidad.
Como Alondra no veía a Halcón a través de las palabras pastor, empleado, hombre de la viuda, sino que lo veía a él mismo, observaba muchas cosas que la desconcertaban. Su dignidad y su sencillez no eran más notorias que las de otros hombres que había conocido, pero tenían algo diferente; había algo imponente en él, pensaba, algo que no era su altura ni su corpulencia, naturalmente, sino su alma y su mente. Le dijo a Hiedra: —Ese hombre no ha vivido entre cabras toda la vida. Sabe más del mundo que de una granja.
—Yo diría que es un hechicero al que le echaron una maldición o que perdió sus poderes de alguna manera —dijo la bruja—. A veces sucede.
—¡Ah! —dijo Alondra.
Pero la palabra «archimago» era demasiado importante y solemne como para traerla de pompas y palacios distantes y aplicársela al hombre de ojos oscuros y cabellos canos que vivía en la Granja de los Robles, y nunca lo hizo. De haberlo hecho, nunca se habría sentido tan cómoda con él como se sentía. La sola idea de que hubiese sido un hechicero la inquietaba un poco, la palabra se interponía entre ella y el hombre, hasta que volvió a verlo. Estaba subido a uno de los viejos manzanos que había en el huerto, cortando ramas secas, y la saludó al verla entrar en la granja. El hombre le venía bien, pensó al verlo sentado allá arriba, y lo saludó con la mano y sonrió sin detenerse.
Tenar no había olvidado la pregunta que le había hecho junto al hogar, bajo la pelliza de oveja. Volvió a hacérsela pocos días o meses después; el tiempo transcurría muy dulce y serenamente en la casa de piedra, en la granja rodeada por el invierno. —Nunca me dijiste —le dijo— cómo fue que los oíste hablar en el camino.
—Creo que te lo dije. Me había apartado un poco y estaba oculto, cuando oí que unos hombres venían detrás de mí.
—¿Por qué?
—Estaba solo y sabía que andaban algunas pandillas merodeando.
—Sí, por supuesto… ¿Pero Merluza iba hablando de Therru precisamente cuando pasaron a tu lado?
—Creo que dijo «la Granja de los Robles».
—Es perfectamente posible. Pero parece tan oportuno.
Sabiendo que ella no ponía en duda sus palabras, se recostó, esperando.
—Es el tipo de cosas que les suceden a los magos —dijo ella.
—Y a los demás.
—Tal vez.
—Querida, ¿no estarás tratando de…, de convertirme en mago nuevamente?
—No. No, en absoluto. ¿Seria razonable? ¿Estarías aquí si fueras un mago?
Estaban en la vieja cama de roble, bien cubiertos con pieles de oveja y colchas de plumas, porque la habitación no tenía chimenea y esa noche caía una fuerte helada sobre la nieve.
—Pero lo que quiero saber es esto. ¿Existe algo además de lo que tú llamas poder…, algo que ya exista antes tal vez? ¿O algo que se pueda utilizar de muchas maneras, entre otras con el poder? Como esto. Ogion dijo una vez que incluso antes de recibir ningún conocimiento y ninguna instrucción para llegar a ser mago, ya lo eras. Que habías nacido siendo mago, eso dijo. Por eso me imagino que para tener poder primero hay que tener un espacio para recibir el poder. Un vacío que hay que llenar. Y cuanto más grande sea el vacío mayor es el poder que puede llenarlo. Pero si nunca se tuvo poder, o si alguien fue despojado del poder o si renunció a él… eso sigue existiendo.
—Ese vacío —dijo él.
—Vacío es sólo una manera de llamarlo. Quizá no sea la palabra adecuada.
—¿Capacidad? —dijo él y sacudió la cabeza—. Algo que es capaz de ser…, de transformarse.
—Pienso que por eso estabas en ese camino, precisamente allí y en ese momento… Porque eso es lo que te sucede. No hiciste que sucediera. No lo provocaste. No ocurrió por tu «poder». Te sucedió. Por tu… vacío.
Al cabo de un rato, él dijo: —No hay una gran diferencia entre esto y lo que me enseñaron en Roke cuando era muchacho: que la verdadera magia consiste en hacer solamente lo que se debe hacer. Pero esto iría más allá. No hacer, pero que te hagan…
—No creo que sea eso. Más bien es como aquello de lo que surge la acción justa. ¿No viniste aquí y me salvaste la vida?… ¿No le enterraste una horquilla a Merluza? Eso fue «hacer», ¡bien!, hacer lo que se debe hacer…