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Él reflexionó nuevamente y al cabo le preguntó:

—¿Eso es lo que te enseñaron cuando eras Sacerdotisa de las Tumbas?

—No. —Ella se estiró un poco, contemplando la oscuridad.— A Arha le enseñaron que para ser poderosa debía oficiar sacrificios. Sacrificarse y sacrificar a otros. Era un trueque: dar para recibir. Y no podría decir que no es cierto. Pero mi alma no puede vivir en ese espacio limitado: esto por lo otro, diente por diente, muerte por vida… Hay una libertad que va más allá de eso. Más allá del castigo, de la recompensa, de la expiación…, más allá de todos los trueques y los equilibrios, allí hay libertad.

La puerta que los separa —dijo él muy quedamente.

Esa noche Tenar tuvo un sueño. Soñó que veía la puerta de La Creación de Ea. Era un ventanuco de vidrio rugoso, empañado, grueso, que estaba en la parte baja del muro del poniente de una vieja casa empinada sobre el mar. La ventana estaba cerrada. Le nabían echado cerrojo. Quería abrirla, pero había una palabra o una clave, algo que había olvidado, una palabra, una clave, un nombre; sin eso no podía abrirla. Se puso a buscar en habitaciones de piedra cada vez más pequeñas y oscuras hasta que sintió que Ged la abrazaba, tratando de despertarla y tranquilizarla diciéndole: —No tengas miedo, mi amor, no hay nada que temer.

—¡No puedo escapar! —gritó, aferrándose a Ged.

El la consoló acariciándole los cabellos; se recostaron juntos y él musitó: —Mira.

La vieja luna había salido. Su blanco brillo sobre la nieve se reflejaba en la habitación, porque aunque hacía mucho frío, Tenar nunca cerraba los postigos. Por encima de ellos todo el aire resplandecía. Se quedaron acostados en la sombra, pero parecía que el techo no era más que un velo tendido entre ellos y los infinitos y serenos abismos de luz plateada.

Ese fue un invierno de fuertes nevadas en Gont, y un largo invierno además. La cosecha había sido buena. Había alimentos para la gente y para los animales, y era poco lo que se podía hacer fuera de comer y abrigarse.

Therru había aprendido toda La Creación de Ea. El día del Retorno del Sol recitó el Villancico y La Gesta del Joven Rey. Sabía qué hacer con la masa para pasteles, hilar en el torno y hacer jabón. Conocía el nombre de todas las plantas que asomaban entre la nieve, y sabía muchas otras cosas sobre las hierbas y las palabras que Ged había ido guardando en la memoria durante su corto aprendizaje con Ogion y sus largos años en la Escuela de Roke. Pero él no había sacado las Runas y los Libros del Saber de dónde se hallaban, sobre la repisa de la chimenea, ni le había enseñado a la niña ni una sola palabra de la Lengua de la Creación.

Ged y Tenar lo comentaron. Ella le contó que le había enseñado a Therru una sola palabra, tolk, y que no había seguido enseñándole, porque no le había parecido bien hacerlo, aunque no sabía por qué.

—Se me ocurrió que quizá fuera porque en realidad nunca llegué a hablar esa lengua, nunca la utilicé para hacer magia. Se me ocurrió que tal vez debería enseñársela a alguien que realmente dominara esa lengua.

—Ningún hombre la domina.

—Ninguna mujer la sabe hablar ni siquiera a medias.

—Lo que quise decir es que sólo los dragones la hablan como su lengua materna.

—¿La aprenden?

La pregunta lo impresionó y tardó en responderla, ciertamente recordando todo lo que le habían dicho y todo lo que sabía sobre los dragones. —No sé —dijo al cabo—. ¿Qué sabemos de ellos? ¿Enseñarán acaso como lo hacemos nosotros, de madre a hijo, de anciano a joven? ¿O son como los animales, que enseñan algunas cosas, pero que nacen sabiendo la mayoría de Tas cosas que saben? Ni siquiera eso sabemos. Pero me imagino que los dragones y su lengua son una sola cosa. Un solo ser.

—Y no hablan ninguna otra lengua.

Él asintió. —No aprenden —dijo—. Son.

Therru entró desde la cocina. Una de sus tareas era tener siempre llena la caja de leña y en eso estaba ocupada ahora, abrigada con un gabán de piel de cordero acortado y una gorra, yendo y viniendo rápidamente de la leñera a la cocina. Dejó caer su carga en la caja que había junto al rincón de la chimenea y volvió a salir.

—¿Qué canta? —preguntó Ged.

—¿Therru?

—Cuando está sola.

—Nunca canta. No puede.

—Como canta ella. «Más al oeste que el oeste…»

—¡Ah! —dijo Tenar—. ¡Esa historia! ¿Ogion nunca te habló de la Mujer de Kemay?

—No —dijo él—, cuéntame.

Ella le contó la historia mientras hilaba, y el ronroneo y el susurro del torno acompañaron el relato. Al final de la historia Tenar dijo: —Cuando el Maestro de Vientos me dijo que habían venido a Gont en busca de una mujer, pensé en ella. Pero sin duda ya debe de haber muerto. Y, de todos modos, ¿cómo podría ser archimago una pescadora que era dragón?

—Y bien, el Maestro de las Formas no dijo que una mujer de Gont llegaría a ser archimago. —Estaba remendado un par de pantalones con muchas roturas, sentado en el antepecho de la ventana para aprovechar toda la luz de ese día sombrío. Ya había pasado medio mes desde el Retorno del Sol y hacía más frío que nunca.

—¿Qué dijo, entonces?

—«Una mujer de Gont». Eso me dijiste.

—Pero ellos habían preguntado quién sería el nuevo archimago.

—Y no recibieron respuesta.

Infinitas son las controversias de los magos —dijo Tenar con cierta sequedad.

Ged cortó el hilo con los dientes y se enrolló el resto en dos dedos.

—Aprendí a jugar un poco con las palabras, en Roke —reconoció—. Pero pienso que éste no es un juego de palabras. «Una mujer de Gont» no puede llegar a ser archimago. Ninguna mujer puede ser archimago. Destruiría lo que ha llegado a ser al convertirse en archimago. Los Magos de Roke son hombres: su poder es el poder de los hombres, sus conocimientos son conocimientos de hombres. La hombría y la magia tienen su base en una misma roca: el poder les pertenece a los hombres. Si las mujeres tuviesen poder, ¿qué serían los hombres sino mujeres que no pueden dar a luz? ¿Y qué serían las mujeres sino hombres que pueden hacerlo?

—¡Ya! —dijo Tenar; y enseguida, con un dejo socarrón—: ¿No ha habido reinas acaso? ¿No eran mujeres que tenían poder?

—Una reina es sólo un rey que es mujer —dijo Ged.

Ella lanzó una carcajada.

—Lo que quiero decir es que los hombres le dan poder. Le permiten usar su poder. Pero el poder no le pertenece, ¿no es así? No es poderosa por ser mujer, sino a pesar de serlo.

Ella asintió. Se estiró, alejándose del torno de hilar y apoyándose en el respaldo la silla. —¿Qué poder tiene una mujer, entonces? —preguntó.

—No creo que lo sepamos.

—¿Cuándo tiene poder una mujer por ser mujer? Con sus hijos, supongo. Por un tiempo…

—En su casa tal vez.

Ella recorrió toda la cocina con la mirada.

—Pero las puertas están cerradas —dijo—, las puertas están con cerrojo.

—Porque sois valiosas.

—Oh sí, somos muy valiosas. Siempre que no tengamos poder… ¡Recuerdo cuando aprendí eso por primera vez! Kossil me amenazó… a mí, la Única Sacerdotisa de las Tumbas. Y me di cuenta de que era débil. Yo tenía el rango; pero ella tenía el poder, el poder que le había dado el Dios-rey, el hombre. ¡Ah, eso me enfureció! Y me aterrorizó… Alondra y yo hablamos de eso una vez. Me dijo: «¿Por qué les temen los hombres a las mujeres?».

—Si tu fuerza depende solamente de la debilidad del otro, vives aterrorizado —dijo Ged.

—Sí; pero parecería que las mujeres le temen a su propia fuerza, que sienten miedo de ellas mismas.