También llegaron otros barcos trayendo a otros enviados del rey, no todos ellos populares entre los lugareños y los aldeanos del primitivo Gont: alguaciles reales, a los que habían enviado para que informaran sobre el cuerpo de alguaciles y policías, y a escuchar las denuncias y las quejas de las gentes del pueblo; encargados de informar sobre el pago de tributos y cobradores de tributos; nobles visitantes de los señores poco importantes de Gont, que indagaban cortésmente sobre su fidelidad a la Corona de Havnor; y hechiceros que iban por aquí y por allá, al parecer haciendo poco y diciendo aún menos.
—Creo que, después de todo, andan buscando un nuevo archimago —dijo Tenar.
—O indagando si se ha hecho mal uso de las artes mágicas —dijo Ged—, si se ha pervertido la hechicería.
Tenar estuvo a punto de decir: «¡Entonces deberían ir a la mansión de Re Albü», pero las palabras se le atascaron en la boca. «¿Qué iba a decir?» —pensó—. «¿Le hablé alguna vez a Ged de… Me estoy volviendo olvidadiza. ¿Qué le iba a decir a Ged? ¡Oh!, que deberíamos arreglar el portón de abajo de la dehesa antes de que las vacas se escapen.»
Siempre estaba pendiente de algo, de miles de cosas, faenas de la granja. «Nunca te ocupas de una sola cosa», le había dicho Ogion. Incluso con la ayuda de Ged, todos sus pensamientos y sus días estaban dedicados a las faenas de la granja. Él compartía el trabajo de la casa con ella, lo que Pedernal no había hecho; pero Pedernal había sido un granjero y Ged no lo era. Aprendía rápidamente, pero había mucho que aprender. Trabajaban. Tenían poco tiempo para charlar, ahora. Al final del día cenaban juntos y se acostaban juntos, y dormían y se despertaban al alba y seguían trabajando, y así una y otra vez, como la rueda de un molino de agua que subía llena y se vaciaba, y los días eran como el agua clara que caía.
—¿Cómo estás, madre? —dijo el muchacho delgado desde el portón de la granja. Tenar pensó que era el hijo mayor de Alondra y dijo—: ¿Qué te trae por aquí, muchacho? —Luego volvió a mirarlo por sobre los polluelos cloqueantes y el desfile de gansos.
—¡Chispa! —gritó y espantó a las aves al acercársele corriendo.
—Bien, bien —dijo él—. No hagáis escándalo. La dejó abrazarlo y acariciarle la cara. Entró en la casa y se sentó en la cocina, ante la mesa.
—¿Has comido? ¿Viste a Manzana?
—Podría comer algo.
Escarbó en la despensa bien aprovisionada.
—¿En qué barco estás? ¿Todavía en el Gaviota?
—No. —Silencio.— Mi barco ya no existe.
Ella se volvió espantada. —¿Naufragó?
—No. —Sonrió sin una pizca de humor.— La tripulación se dispersó. Los hombres del rey se apoderaron del barco.
—Pero… no era un barco pirata…
—No.
—¿Por qué entonces?
—Dijeron que el capitán llevaba algunas cosas que necesitaban —dijo de mala gana. Estaba delgado como siempre, pero se veía mayor por la piel curtida, los cabellos lacios, el rostro delgado como el de Pedernal pero más delgado aún, más severo.
—¿Dónde está papá? —dijo. Tenar se quedó inmóvil.
—No fuiste a la casa de tu hermana.
—No —dijo, indiferente.
—Pedernal murió hace tres años —dijo ella—. De un ataque. En los campos…, en el sendero, más allá de las panderas. Lo encontró Arroyo Claro. Fue hace tres años.
Se quedaron en silencio. El no sabía qué decir o no tenía nada que decir.
Ella le sirvió comida. El empezó a comer con tal avidez que ella le sirvió más comida enseguida.
—¿Cuándo fue la última vez que comiste?
El se encogió de hombros y siguió comiendo.
Ella se sentó frente a él, al otro lado de la mesa. El sol de fines de primavera entraba a raudales por la ventana baja alumbrando la mesa de lado a lado y se reflejaba en la rejilla de bronce del hogar.
Finalmente él apartó el plato.
—¿Quién se ha estado ocupando de la granja, entonces? —preguntó.
—¿Por qué lo preguntas, hijo? —le preguntó, cortésmente pero con frialdad.
—Me pertenece —dijo él, también con cierta frialdad.
Al cabo de un minuto, Tenar se puso de pie y retiró los platos. —Así es.
—Por supuesto que podéis quedaros —dijo él, muy torpemente, tal vez tratando de hacer una broma; pero no era un hombre que acostumbrara a hacer bromas—. ¿Todavía anda por aquí el viejo Arroyo Claro?
—Todos siguen aquí. Y también hay un hombre llamado Halcón y una niña a la que cuido. Aquí. En casa. Tendrás que dormir en el cuarto del desván. Pondré la escalerilla. —Volvió a mirarlo con gesto desafiante.— ¿Piensas quedarte por un tiempo, entonces?
—Es posible.
Pedernal había respondido a sus preguntas de la misma manera durante veinte años, negándole el derecho a preguntarlas al no responder jamás sí o no, gozando de una libertad que se basaba en su ignorancia; una exigua y limitada libertad, pensó Tenar.
—¡Pobre muchacho! —dijo—, la tripulación de tu barco se dispersa, y te enteras de que tu padre está muerto y encuentras forasteros en tu casa, todo en un solo día. Necesitarás cierto tiempo para acostumbrarte a todo esto. Lo siento, hijo. Pero me alegro de que estés aquí. Te recordaba a menudo, te imaginaba en medio de los mares, de las tormentas, del invierno.
Él no dijo nada. No tenía nada que ofrecer y era incapaz de recibir. Empujó la silla hacia atrás y estaba a punto de ponerse en pie cuando entró Therru. La miró asombrado, sin levantarse del todo. —¿Qué le ocurrió? —dijo.
—La quemaron. Éste es mi hijo del que te hablé, Therru, el marinero, Chispa. Therru es tu hermana, Chispa.
—¡Hermana!
—Por adopción.
—¡Hermana! —dijo otra vez y recorrió la cocina con la mirada como si buscara testigos, y miró fijamente a su madre.
Ella también lo miró fijamente.
Salió de la casa después de casi tropezar con Therru, que se quedó inmóvil. Cerró con estrépito la puerta a sus espaldas. Tenar intentó decirle algo a Therru pero no pudo.
—No llores —dijo la niña, que no lloraba jamás, acercándosele, tocándole el brazo. ¿Te hizo daño?
—¡Oh, Therru! ¡Déjame abrazarte! —Se sentó ante la mesa con Therru en el regazo y rodeándola con los brazos, aunque la niña ya estaba grande para tenerla en brazos y nunca había aprendido a hacerlo con soltura. Pero Tenar la abrazó y se echó a llorar, y Therru apoyó su rostro desfigurado en el de Tenar hasta que se le cubrió de lágrimas.
Ged y Chispa llegaron al anochecer desde extremos opuestos de la granja. Evidentemente Chispa había hablado con Arroyo Claro y había reflexionado, y evidentemente Ged intentaba averiguar qué sucedía. Fue muy poco lo que se dijo durante la cena, y todo con gran cautela. Chispa no protestó por no poder dormir nuevamente en su cuarto, sino que subió al desván convertido en bodega como un auténtico marino y aparentemente quedó satisfecho con la cama que su madre le había hecho allí, porque no bajó sino hasta bien entrada la mañana.
Chispa quería desayunar de inmediato y esperaba que le sirvieran el desayuno. A su padre siempre le habían servido, su madre, su esposa, su hija. ¿Era menos hombre que su padre? ¿Se lo iba a demostrar ella acaso? Tenar le sirvió el desayuno y retiró los platos, y regresó al huerto donde había estado haciendo fuego con Therru y Shandy para acabar con una plaga de orugas que amenazaba con destruir los nuevos frutos.
Chispa salió al encuentro de Arroyo Claro y Tiff. Y con el paso de los días se habituó a quedarse con ellos la mayor parte del tiempo. Ged, Shandy y Tenar hacían el trabajo pesado que exigían los cultivos y las ovejas y para el que se necesitaba fuerza y destreza, mientras los dos viejos que habían vivido allí toda su vida, los hombres de su padre, lo llevaban a recorrer y le explicaban cómo manejaban todo, y de veras creían que lo manejaban todo, y compartían esa convicción con él.