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—¡Bienvenidos! —les dijo y se detuvo, sonrién-doles.

Se detuvieron.

—¡Qué personajes tan importantes han venido a honrar la casa del Señor de Re Albi! —dijo. Tuaho, ése no era su nombre. El delfín de hueso, el animal de hueso, la niña de hueso.

—¡Mi señor Archimago! —Hizo una profunda reverencia y Ged se inclinó ante él.

—¡Y mi señora Tenar de Atuan! —Se inclinó aún más ante Tenar y ella se arrodilló en el camino. Bajó la cabeza hasta apoyar las manos en la tierra y se agachó hasta que también su boca rozó la tierra del camino.

—Ahora arrástrate —dijo él y ella comenzó a andar a gatas hacia él.

—Detente —dijo él, y ella se detuvo.

—¿Puedes hablar? —le preguntó. Ella no respondió, porque se había quedado sin palabras, pero Ged contestó en su habitual tono sereno—: Sí.

—¿Dónde está el monstruo?

—No sé.

—Pensaba que la bruja vendría con sus familiares. Pero, en cambio, te ha traído a ti. Al Señor Archimago Gavilán. ¡Qué extraordinario sustituto! Lo único que puedo hacer con las brujas y los monstruos es librar al mundo de ellos. Pero contigo, que fuiste hombre en otra época, contigo puedo hablar; al menos eres capaz de hablar como un ser racional. Y puedes comprender un castigo. Creías que estabas a salvo, supongo, con tu rey en el trono y mi amo, nuestro amo, aniquilado. Creías que habías conseguido lo que te proponías y habías acabado con la promesa de vida eterna, ¿verdad?

—No —dijo la voz de Ged.

Ella no alcanzaba a verlos. Sólo veía el polvo del camino y lo sentía dentro de la boca. Oyó hablar a Ged. Él dijo: —En la muerte hay vida.

—Bla, bla, cita los Cantares, Maestro de Roke, ¡maestrillo! ¡Qué imagen tan ridicula!, el gran archimago vestido como un pastor de cabras y sin una pizca de magia… ni una sola palabra poderosa. ¿Puedes urdir un sortilegio, archimago? ¿Nada más que un pequeño sortilegio…, un diminuto hechizo de ilusión? ¿No? ¿Ni una sola palabra? Mi amo te derrotó. ¿Lo reconoces? No lo dominaste. ¡Su poder no ha desaparecido! Podría mantenerte vivo aquí por un tiempo, para contemplar ese poder…, mi poder. Para contemplar al viejo que mantengo vivo… y podría aprovechar tu vida para eso si quisiera… y para ver a tu entrometido rey haciendo el ridículo, con sus señores melindrosos y sus estúpidos hechiceros, ¡buscando a una mujer! ¡Una mujer que nos gobierne! Pero aquí está la autoridad, aquí está el señorío, aquí, en esta casa. He pasado todo este año congregando a un grupo de hombres en torno a mí, hombres que dominan el verdadero poder. Algunos de ellos vienen de Roke, se los saqué a los maestrillos de delante de las narices. Y otros vienen de Havnor, de delante de las narices de ese al que llaman el Hijo de Morred, ese que quiere que una mujer lo gobierne; tu rey, que se siente tan seguro que se hace llamar por su nombre verdadero. ¿Sabes cómo me llamo, archimago? ¿Te acuerdas de mí, recuerdas hace cuatro años cuando eras el gran Maestro de Maestros y yo era un simple estudiante de Roke?

—Te llamabas Álamo —dijo la voz paciente.

—¿Y mi nombre verdadero?

—No sé cuál es tu nombre verdadero.

—¿Cómo? ¿No lo sabes? ¿No puedes adivinarlo? ¿No conocéis todos los nombres vosotros los magos?

—No soy un mago.

—¿Cómo? Repítelo.

—No soy un mago.

—Me gusta oírtelo decir. Dilo nuevamente.

—No soy un mago.

—¡Pero yo sí lo soy!

—Sí.

—¡Dilo!

—Eres un mago.

—¡Ah! Esto es mejor de lo que esperaba. Salí a pescar anguilas y pesqué una ballena. Ven, entonces, ven a conocer a mis amigos. Puedes caminar. ¡Ella puede andar a gatas!

Así subieron por el camino que llevaba a la mansión del Señor de Re Albi y entraron en la casa, Tenar avanzando a gatas por el camino, y por los escalones de mármol que conducían a la puerta, y por el piso de mármol que cubría los pasadizos y los cuartos.

La casa estaba a oscuras. La oscuridad nublaba los pensamientos de Tenar, de modo que cada vez entendía menos lo que decían. Sólo oía claramente algunas palabras y voces. Comprendía lo que decía Ged y cada vez que hablaba pensaba en su nombre, y se aferraba al nombre en su mente. Pero Ged hablaba muy poco y sólo lo hacía para responder a ese hombre que no se llamaba Tuaho. El hombre le hablaba a ella ahora, llamándola Perra. —Ésta es mi nueva mascota —les dijo a los otros hombres, a varios hombres que había en la oscuridad, allí donde las velas proyectaban sombras—. ¿Veis lo bien enseñada que está? Revuélcate, Perra. —Ella se revolcó y los hombres rieron.

—Tenía una perrita —dijo él—, yo pretendía terminar de darle su merecido, porque sólo la habían quemado a medias. Pero, en lugar de traerla, me trajo un pájaro que había cazado, un gavilán. Mañana le enseñaremos a volar.

Oyó las palabras que decían otras voces, pero ya no comprendía las palabras.

Le ataron algo alrededor del cuello y la hicieron subir a gatas otras escalinatas y la metieron en un cuarto que olía a orina, a carne descompuesta y a perfume de flores. Oyó voces. Una mano fría como una piedra le acarició apenas la cabeza mientras algo reía. —¡Je, je, je! —como una puerta vieja que rechinara sobre sus goznes. Le dieron un puntapié y la hicieron recorrer pasadizos a gatas. No podía avanzar con suficiente rapidez, y la pateaban en los pechos y en la boca. Una puerta retumbó, silencio, oscuridad. Oyó llorar a alguien y pensó que era la niña, su niña. Quería que la niña no llorara. Finalmente dejó de llorar.

14. Tehanu

La niña tomó el sendero de la izquierda y avanzó un trecho antes de mirar hacia atrás, dejando que los setos floridos la ocultaran.

El hombre al que le decían Álamo, que se llamaba Brisen y al que veía como una sombra dividida y serpenteante, había atado a su madre y a su padre, con una correa ensartada en la lengua de ella y una correa ensartada en el corazón de él, y los llevaba a su escondite. El olor del lugar le resultaba nauseabundo, pero los siguió un poco para ver qué hacía el hombre. El los llevó al lugar y cerró la puerta a sus espaldas. Era una puerta de piedra. No podía entrar.

Tenía que volar, pero no podía hacerlo; no era una criatura alada.

Atravesó los campos corriendo lo más rápido que podía, pasó delante de la casa de Tía Musgo, delante de la casa de Ogion y la casa de las cabras, hasta llegar al sendero que cruzaba el promontorio y llegaba hasta la orilla del precipicio, donde no debía ir porque sólo veía con un ojo. Avanzó con cuidado. Miró atentamente con ese ojo. Se detuvo en la orilla. El agua estaba mucho más abajo, a sus pies, y el sol se iba poniendo a lo lejos. Miró hacia el oeste con el otro ojo y gritó con su otra voz el nombre que le había oído decir en sueños a su madre.

No esperó a que le respondieran, sino que se dio media vuelta y regresó, pasando primero por la casa de Ogion para ver si su melocotonero había crecido. El viejo árbol se erguía cargado de diminutos melocotones verdes, pero no quedaban rastros del nuevo árbol. Se lo habían comido las cabras. O había muerto porque ella no lo había regado. Se quedó de pie por un rato mirando la tierra, luego respiró profundamente y atravesó otra vez los campos hacia la casa de Tía Musgo.

Los pollos que ya se iban a dormir empezaron a chillar y a revolotear, protestando al verla aparecer. La cabana estaba a oscuras y repleta de olores. —¿Tía Musgo? —dijo la niña, en el tono en que solía hablar con gente como ella.

—¿Quién anda por ahí?

La vieja estaba en cama, escondida. Tenía miedo y había tratado de levantar una valla alrededor de ella para que nadie se le acercara, pero no lo había logrado; no tenía fuerzas para hacerlo.

—¿Quién es? ¿Quién anda por ahí? ¡Oh, queri-dita…, oh, mi niña querida, mi pequeña quemada, mi preciosa!, ¿qué haces aquí? ¿Dónde está, dónde está tu madre?, ¡oh!, ¿está aquí? ¿Ha venido? No entres, no entres, queridita, me han echado una maldición, ese hombre le echó una maldición a la vieja, ¡no te me acerques! ¡No te acerques!