—Brezo la va a dejar ayudarle a ordeñar las cabras y la va a cuidar —le dijo Tenar a Ogion—. Para que pueda quedarme contigo.
—Nunca te ocupas de una sola cosa —le dijo Ogion en un susurro ronco y silbante que era toda la voz que le quedaba.
—No. Siempre de dos cosas al menos, y por lo general de más —dijo ella—. Pero estoy aquí.
Él asintió.
Ogion no habló por largo rato; se quedó sentado sobre el tronco del árbol, con los ojos cerrados. Mientras contemplaba su rostro, Tenar lo vio ir cambiando tan lentamente como la luz en el oeste.
Él abrió los ojos y contempló el cielo del poniente a través de un claro entre los arbustos. Parecía observar algo, una escena o una acción, en ese espacio de luz lejano, claro, dorado. Vacilando, como si no estuviese seguro, musitó una sola vez: —El dragón…
El sol se había ocultado, el viento había dejado de soplar.
Ogion miró a Tenar.
—Se acabó —murmuró alborozado—. ¡Todo ha cambiado…! ¡Ha cambiado, Tenar! Espera…, espera aquí que… —Su cuerpo se estremeció, agitándolo como la rama de un árbol en medio de un fuerte viento. Jadeó. Sus ojos se cerraron y se abrieron, contemplando más allá de ella. Apoyó la mano sobre las manos de Tenar; ella se inclinó, acercándosele; él le dijo su nombre, para que después de su muerte se supiera quién había sido.
Él le apretó la mano y cerró los ojos, y nuevamente empezó a esforzarse por respirar, hasta que ya no pudo hacerlo. Quedó tendido como otra raíz del árbol, mientras las estrellas iban apareciendo y brillaban entre las hojas y las ramas del bosque.
Tenar se quedó sentada junto al hombre muerto en la oscuridad y las sombras. Una linterna brilló como una luciérnaga sobre el prado. Tenar había extendido la manta de lana para que los cubriera a los dos, pero la mano que sostenía la de Ogion se le había enfriado, como si sostuviese una piedra. Ella apoyó la frente en la mano de Ogion una vez más. Luego se puso de pie, tensa y tambaleante, como si el cuerpo no le perteneciera, y salió al encuentro de quienquiera que viniese con la luz y a mostrarle el camino.
Esa noche los vecinos de Ogion se quedaron a su lado, y él no les pidió que se marcharan.
La mansión del Señor de Re Albi se elevaba sobre un promontorio rocoso en la ladera de la montaña más arriba del Acantilado. De mañana, mucho antes de que el sol iluminara la montaña, el hechicero que estaba al servicio del señor llegó al lugar después de atravesar la aldea; y muy poco después otro hechicero subió dificultosamente por el empinado camino desde el Puerto de Gont, del que había salido cuando aún estaba oscuro. Habían oído decir que Ogion agonizaba o tenían tal poder que sabían que un gran mago había muerto.
La aldea de Re Albi no tenía hechicero, sólo su propio mago, y una bruja que se ocupaba de las tareas más ordinarias de encontrar cosas y curar y componer huesos que nadie le habría pedido hacer al mago para no molestarlo. Tía Musgo era una criatura hosca, que no se había casado nunca, como la mayoría de las brujas, y sucia, con cabellos semi-canos atados en curiosos nudos mágicos y de ojos enrojecidos por el humo de las hierbas. Había sido ella quien había atravesado el prado con una linterna, y con Tenar y los demás había velado toda la noche el cuerpo de Ogion. Había cubierto una vela de cera con una pantalla de vidrio, allí en el bosque, y había quemado aceites aromáticos en un plato de arcilla; había dicho las palabras que se debían decir y hecho lo que se debía hacer. Cuando había llegado el momento de tocar el cuerpo para prepararlo para el entierro, había mirado una vez a Tenar como pidiéndole permiso y luego había proseguido con su tarea. Las brujas de las aldeas solían ocuparse del regreso a casa de los muertos, como lo llamaban, y generalmente del entierro.
Cuando llegó el hechicero que venía de la mansión, un hombre joven y alto con una vara plateada de madera de pino, y llegó el otro hechicero desde el Puerto de Gont, un hombre maduro y vigoroso con una pequeña vara de tejo, Tía Musgo no los miró con sus ojos sanguinolentos, sino que agachó la cabeza e hizo una reverencia y retrocedió, recogiendo sus pobres amuletos y objetos de brujería.
Después de colocar el cuerpo en la posición debida para ser enterrado, sobre el lado izquierdo y con las rodillas dobladas, le puso un pequeño envoltorio mágico en la mano izquierda con la palma vuelta hacia arriba, algo envuelto en blando cuero de cabra y atado con una cuerda de color. El hechicero de Re Albi lo apartó dándole un golpecito con la punta de la vara.
—¿Está cavada la tumba? —preguntó el hechicero del Puerto de Gont.
—Sí —dijo el hechicero de Re Albi—. En el cementerio de la casa de mi señor —y señaló la mansión en lo alto de la montaña.
—Ya veo —dijo el del Puerto de Gont—. Creía que nuestro mago sería enterrado con todos los honores en la ciudad que salvó del terremoto.
—Mi señor aspira a ese honor —dijo el de Re Albi.
—Pero al parecer… —comenzó a decir el del Puerto de Gont y se detuvo, porque no le gustaba discutir, pero no estaba dispuesto a ceder ante la fútil exigencia del joven. Bajó los ojos para mirar el cuerpo del muerto—. Será enterrado sin su nombre —dijo con dolor y amargura—. Caminé toda la noche, pero llegué muy tarde. ¡Una gran pérdida que se acrecienta!
El joven hechicero no dijo nada.
—Su nombre era Aihal —dijo Tenar—. Su deseo era yacer aquí, donde yace ahora.
Los dos hombres la miraron. Al ver a una aldeana de edad madura, el joven simplemente se dio media vuelta. El hombre del Puerto de Gont le clavó la mirada por un instante y dijo: —¿Quién eres?
—Me llaman la viuda de Pedernal, Goha —dijo—. A ti te corresponde saber quién soy, me parece. No me corresponde a mí decírtelo.
Ante eso, el hechicero de Re Albi la consideró digna de una rápida mirada. —¡Ten cuidado, mujer, cuando hablas con hombres de poder!
—¡Espera, espera! —dijo el del Puerto de Gont, haciendo un gesto de ligero palmoteo, tratando de calmar al indignado hechicero de Re Albi y sin dejar de mirar a Tenar—. ¿Tú fuiste…, fuiste su pupila en otra época?
—Y su amiga —dijo Tenar. Entonces volvió la cabeza y se quedó en silencio. Había percibido la cólera de su propia voz al pronunciar esa palabra, «amiga». Contempló el cuerpo de su amigo, un cadáver dispuesto para que la tierra lo recibiera, lejano y quieto. Ellos estaban de pie junto al cuerpo, vivos y llenos de poder, sin ofrecer amistad, sino sólo desprecio, rivalidad, cólera.
—Lo siento —dijo ella—. Fue una larga noche. Estaba con él cuando murió.
—No es… —comenzó a decir el hechicero joven, pero inesperadamente la vieja Tía Musgo lo interrumpió, diciendo en voz alta—: Así fue. Sí, así fue. Ella fue la única. Él la mandó llamar. Mandó al joven Townsend, el mercader de ovejas, a decirle que viniera, al otro lado de la montaña, y esperó a morir hasta que ella llegó y ella se quedó con él y entonces murió, y murió donde debían enterrarlo, aquí.
—¿Y… —dijo el hombre mayor—, y él te dijo…?
—Su nombre. —Tenar los miró y, pese a todo su esfuerzo, la incredulidad en el rostro del hombre mayor, el desdén en el rostro del otro la hicieron responder con igual descortesía.— Ya dije su nombre —dijo—. ¿Debo repetíroslo?
Consternada, Tenar advirtió en sus rostros que en realidad no habían escuchado el nombre, el verdadero nombre de Ogion; no le habían prestado atención.
—¡Ay! —dijo—. Ésta es una mala época…, una época en que se puede ignorar incluso un nombre como ése, ¡en que puede caer como una piedra! ¿El escuchar no es acaso una forma de poder? Escuchad entonces: su nombre era Aihal. Su nombre en la muerte es Aihal. En las canciones será conocido como Aihal de Gont. Si se siguen haciendo canciones. Era un hombre silencioso. Ahora se ha quedado en profundo silencio. Tal vez no haya más canciones, sólo silencio. No sé. Estoy muy cansada. He perdido a mi padre y querido amigo. —Se le quebró la voz; su garganta se cerró en un sollozo. Se dio media vuelta para marcharse. Vio en el sendero del bosque el pequeño amuleto atado que había hecho Tía Musgo. Lo cogió, se arrodilló junto al cadáver, besó la palma abierta de la mano izquierda y puso en ella el envoltorio. Desde allí, arrodillada, miró una vez más a los dos hombres. Habló quedamente.