Lena había sido violada hacía un año; no sólo violada, sino secuestrada y retenida durante días. Sus recuerdos de esos días eran dispersos, pues la habían drogado durante casi toda la agresión, y su mente estaba en un lugar más seguro mientras maltrataban su cuerpo. Las cicatrices de las manos y los pies constituían un recordatorio permanente de que la habían clavado al suelo con las piernas y los brazos abiertos para que estuviera accesible a su agresor en todo momento. Aún le dolían las manos cuando hacía frío, pero el dolor no era nada comparado con el miedo que sintió al contemplar cómo aquellos largos clavos se le hundían en la carne.
Antes de posar su mirada en Lena, aquel mismo animal había matado a Sibyl, su hermana, y el hecho de que el hombre ya no existiera no la consolaba. A Lena aún se le aparecía en sueños, unas pesadillas tan vívidas que a veces se despertaba bañada en un sudor frío, agarrada a la colcha, sintiendo su presencia en la habitación. Aún resultaban peores los sueños que no eran pesadillas, cuando él la tocaba tan suavemente que la piel de Lena se estremecía, y ella se despertaba confusa y excitada, el cuerpo temblando en respuesta a las imágenes eróticas que su mente dormida había evocado. Sabía que las drogas que aquel individuo le suministró durante el secuestro engañaban a su cuerpo para que reaccionara a esos estímulos, pero aun así no podía perdonarse. A veces el recuerdo del tacto de su secuestrador la cubría como una fina telaraña, y de pronto se ponía a temblar tan fuerte que sólo una ducha de agua hirviendo podía hacer que volviera a sentir la piel como suya.
Lena no sabía si era desesperación o estupidez lo que, hacía un mes, la había hecho telefonear al centro de orientación psicológica de la universidad. Fuera lo que fuese lo que la empujó, las tres sesiones y media a las que consiguió asistir fueron un tremendo error. Hablar de lo ocurrido con una desconocida -y tampoco es que Lena llegara a contarle lo peor- era algo que la superaba. Había cosas demasiado privadas para comentarlas. A los diez minutos de la cuarta sesión, especialmente dolorosa, Lena se puso en pie, se fue de la clínica y no volvió. Sin embargo, ahora debía decirle a esa misma doctora que su hijo había muerto.
– Adams -dijo Chuck, mirando a su espalda-, ¿conoces a esta tía?
Para Chuck, las mujeres eran siempre tías o zorras, según lo dispuestas -en su opinión- que estuvieran a follar con él. Lena deseaba con todas sus fuerzas que él la considerara una zorra, pero a veces tenía la sensación de que, para Chuck, era sólo cuestión de tiempo que ella se arrojara a sus pies.
– No la conozco -le dijo Lena. Y por si acaso, añadió-: Bueno, la he visto por el campus.
Él volvió a mirarla, pero Chuck era tan incapaz de leer los pensamientos ajenos como de hacer amistades.
– Rosen -dijo Chuck-. ¿No te parece un apellido judío?
Lena se encogió de hombros; le importaba bien poco. Grant Tech era un lugar donde la integración era casi total y, exceptuando un par de gilipollas que recientemente habían decidido hacer pintadas racistas sobre cualquier cosa que no se moviera, reinaba una buena armonía.
– Espero que esa tía no…
Chuck soltó un silbido e hizo el gesto de atornillarse el dedo en la sien. Naturalmente, Chuck daba por sentado que cualquiera que trabajara en una clínica psiquiátrica estaba chalado.
Lena no le proporcionó la satisfacción de una respuesta. Pensaba si alguien la reconocería en la clínica. Los domingos cerraban a las dos, pero Rosen había aceptado ver a Lena después del horario habitual, quizá debido a la popularidad de su cargo. No había más que leer cualquier periódico para conocer los macabros detalles del secuestro y la violación de Lena. Probablemente, Rosen estuvo encantada de oír la voz de Lena al teléfono.
– Vamos allá -dijo Chuck, abriendo la puerta del centro de orientación.
Lena detuvo la puerta antes de que se le cerrara en la cara y siguió a Chuck por la abarrotada sala de espera.
Como casi todas las universidades, Grant Tech, en su departamento de salud mental, andaba escasísima de fondos. Sobre todo en Georgia, donde la Beca Hope, financiada gracias a la lotería, aseguraba prácticamente que todo aquel que supiera hacer la o con un canuto entraba en la universidad pública. Cada vez se matriculaban más chavales que no soportaban la tensión emocional de estar lejos de casa o de tener que esforzarse en los estudios. Al ser una universidad politécnica, Grant prestaba una mayor atención a los empollones de matemáticas o a los que rendían más de lo esperado. Esas personalidades tipo matrícula de honor no se tomaban bien los fracasos, y el centro de orientación estaba prácticamente hasta los topes debido a la afluencia de nuevos alumnos. Lena se dijo que si sus seguros médicos eran como el de ella, los alumnos no tendrían otra opción que volver a clase.
Chuck se subió los pantalones al acercarse a la recepción. Lena casi leía sus pensamientos mientras lo veía mirar a su alrededor y se daba cuenta de que casi todos los pacientes eran chicas vestidas con camisetas muy cortas y pantalones acampanados. Lena tenía su propia opinión acerca de esas jóvenes, cuyos problemas más serios eran sus relaciones con los chicos y que echaban de menos a Fido. Probablemente no tenían ni idea de lo que era tener problemas de verdad, problemas que te tenían en vela por la noche, que te hacían sudar hasta que llegaba la mañana y podías volver a respirar.
– ¿Hola? -dijo Chuck, aporreando con la palma la campanilla del mostrador.
Algunas chicas pegaron un bote al oír el ruido, y le lanzaron a Lena una mirada desagradable, como si esperaran que ella tuviera que controlarla.
– ¿Hola?
Se inclinó sobre el mostrador, intentando ver pasillo abajo. Su voz resonaba tanto que Lena sintió deseos de taparse los oídos. Pero lo único que hizo fue mirar al suelo, intentando disimular su bochorno.
Por fin apareció la recepcionista, una mujer alta de cabello rubio rojizo con una mueca de irritación en la cara. Miró a Lena sin que pareciera reconocerla.
– Ya estás aquí -dijo Chuck, sonriendo como si fueran viejos amigos.
– ¿Sí?
– ¿Carla? -preguntó Chuck, leyendo su etiqueta identificativa.
Sus ojos se demoraron en los pechos de la joven. Ella cruzó los brazos.
– ¿Qué hay?
Lena decidió intervenir, y habló en voz baja.
– Tenemos que ver a la doctora Rosen.
– Está con un paciente. No se la puede molestar.
Lena estaba a punto de hacer un aparte con la mujer y explicarle en privado la situación, cuando Chuck soltó:
– Su hijo se ha suicidado hará cosa de una hora.
Toda la sala soltó un grito ahogado. Cayeron algunas revistas, y dos chicas salieron por la puerta una a los pocos segundos de la otra.
Carla tardó un momento en recuperarse de la impresión.
– Iré a buscarla -dijo.
Lena la detuvo.
– Ya iré yo. Indíqueme cuál es su consulta.
La mujer exhaló un suspiro de alivio.
– Gracias.
Chuck iba detrás de Lena mientras seguían a la mujer por un pasillo largo y estrecho. La claustrofobia invadió a Lena como una repentina llamarada, y cuando llegaron a la consulta de Jill Rosen estaba sudando. Con su olfato habitual para saber cómo empeorar las cosas, Chuck se acercó tanto a Lena que casi se apoyaba en ella. Olió su loción para después del afeitado mezclada con el repugnante olor dulzón de su chicle, que masticaba sonoramente en su oído. Lena contuvo el aliento y apartó su cabeza de él para no tener arcadas.
La recepcionista dio unos golpecitos en la puerta.
– Jill?
Lena se ensanchó el cuello de la camisa en busca de aire. Rosen abrió la puerta con un «¿Sí?» de exasperación. Entonces vio a Lena, y al reconocerla sonrió con curiosidad. Abrió la boca para decir algo, pero Lena la interrumpió.
– ¿Es usted la doctora Rosen? -preguntó Lena, consciente de que su voz sonaba metálica.