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– ¿Por qué no fuiste? -preguntó Lena, pensando que le incomodaría.

– Oh, me aceptaron -dijo Richard, esperando que eso la impresionara-. Pero mi madre acababa de morir, y… -No acabó la frase-. Bueno. Ahora ya no se puede hacer nada. -Señaló a Lena con el dedo-. Aprendí mucho de tu hermana. Era muy buena profesora. Para mí era un modelo a seguir.

Lena dejó que ese cumplido flotara entre ambos. No quería hablar de Sibyl con Richard.

– Oh, Dios -dijo Richard poniéndose en pie-. Ahí está Jill. Rosen estaba en la puerta, buscando a Lena con la mirada. La mujer parecía perdida, y Lena estaba pensando si debía decirle algo cuando Richard le dedicó uno de sus saluditos de nena.

Jill Rosen le saludó sin mucha convicción, avanzando hacia ellos.

Richard se puso en pie y dijo:

– Oh, cariño -mientras le cogía las manos a Rosen.

– Brian ya está en camino -le explicó-. Intentarán conseguirle plaza en el primer avión que salga de Washington.

Richard frunció el ceño y ofreció su ayuda.

– Si puedo hacer algo por ti o por Brian…

– Gracias -contestó Rosen, mirando a Lena.

– Te veré luego -dijo Lena a Richard.

Richard arqueó las cejas e inició una elegante retirada, insistiendo en su disponibilidad:

– Lo que necesites -le dijo a Jill Rosen.

Ésta le dirigió una tensa sonrisa de agradecimiento cuando se fue.

– ¿Ya ha llegado el jefe Tolliver? -preguntó a Lena.

– Todavía no.

Rosen la miró, probablemente intentando comprobar si Lena mantenía su parte del trato. Y así había sido. Lena estaba sobria. Las dos copas que se había tomado en su apartamento después de contarle a Rosen lo de su hijo no bastaban para emborracharla.

– Antes tenía que hacer un par de cosas -dijo Lena.

– ¿Te refieres a lo de la muchacha? -preguntó Rosen, y Lena imaginó que le habrían contado lo de Tessa Linton al menos veinte veces entre el centro de orientación y la biblioteca.

– No quise contárselo -le explicó Lena.

La mujer le habló en tono cortante.

– Desde luego que no.

– No por eso -dijo Lena-. No estamos seguros de que guarde relación con lo ocurrido a Andy. No quería que pensara que…

– ¿Era la sangre de la chica la que había en la nota?

– Eso fue después -dijo Lena-. Acababan de cogerla y…

Los ojos de Rosen se llenaron de lágrimas. Apoyó las manos en la mesa, como si necesitara ayuda para sostenerse.

– Puedo dejarla sola, si quiere -dijo Lena, deseando con todas sus fuerzas que la mujer le tomara la palabra.

– No -dijo Rosen, sonándose otra vez la nariz.

No le dio ninguna explicación acerca de por qué no quería que Lena se fuera.

Las dos permanecieron de pie, mirando sin interés a la gente de la biblioteca. Lena se dio cuenta de que se estaba frotando las cicatrices de las manos y se obligó a detenerse.

– Siento lo de su hijo. Sé lo que es perder a alguien.

Rosen asintió, aún mirando a otro lado.

– Después del primer intento -se señaló el brazo, y Lena sé dio cuenta de que se refería al anterior intento de suicidio de Andy-, mejoró. Habíamos encontrado la medicación adecuada. Parecía que le iba mejor. -Sonrió-. Acabábamos de comprarle un coche.

– ¿Estaba matriculado en la universidad? -preguntó Lena.

– Richard ya se lo habrá contado, supongo -dijo, pero no había resentimiento en su voz-. Lo sacamos el último trimestre para que pudiera ponerse mejor. Ayudaba a su padre en el laboratorio, y también a mí en la clínica. -Sonrió al recordar-. Los jueves iba a clases de arte. Era muy bueno.

Lena se dijo qué ojalá tuviera su libreta a mano para anotar toda esa información, pero tampoco había razón para hacerlo. Como señalara Jeffrey, Lena no era policía, sólo el recadero de Chuck, y poco más.

– ¿Qué quiere de mí el jefe Tolliver? -preguntó Rosen.

– Probablemente una lista de los amigos de su hijo, adónde iba. -Lena dijo lo primero que se le ocurrió, incapaz de dejar de pensar como un poli-. ¿Andy tomaba drogas?

Rosen pareció sorprendida.

– ¿Qué le hace preguntar eso?

– La gente con depresión suele automedicarse.

Rosen inclinó la cabeza a un lado, dándole a entender a Lena que sabía a qué se refería.

– Sí, tomaba drogas. Primero hierba, pero el año pasado comenzó con cosas más fuertes.

Le enviamos a un centro de desintoxicación. Salió un mes después. -Hizo una pausa. Me dijo que estaba limpio, pero nunca se puede estar segura.

Lena admiró el hecho de que la mujer admitiera que no lo sabía todo de su hijo. Según su experiencia, los padres solían insistir en que conocían a su chaval mejor que nadie, incluido él mismo.

– Cuando acabó la desintoxicación, ninguno de sus amigos quería verle. La gente que toma drogas no quiere tener cerca a alguien que lo ha dejado. -Como si acabara de ocurrírsele, añadió-: Aunque siempre estaba solo. Nunca acabó de encajar. Era muy inteligente, y a los demás chicos eso les molestaba. Supongo que se podría decir que se sentía un poco aislado.

– ¿Alguno de sus amigos estaba enfadado con él? ¿Lo bastante enfadado como para desearle algún mal?

Lena vio una chispa de esperanza en los ojos de Rosen cuando ésta preguntó:

– ¿Cree que alguien pudo empujarle?

– No -respondió Lena, sabiendo que Jeffrey la mataría por meter esa idea en la cabeza de Rosen.

Al pensar en Jeffrey, se le cayó el alma a los pies.

– Escuche -le dijo a Rosen-, ¿va a contarle a Jeffrey lo de hoy o no?

Rosen tardó unos instantes en responder. Se acercó a Lena, como si quisiera olerle el aliento. Todo lo que olería sería a dentífrico de menta, pero Lena experimentó una sensación de pánico.

– No -decidió Rosen-. No le contaré lo de hoy.

– ¿Y lo de antes?

Rosen parecía confusa.

– ¿Que seguía una terapia? -Negó con la cabeza-. Eso es confidencial, Lena. Ya se lo dije al principio. No tengo costumbre de revelar quiénes son mis pacientes.

Lena se limitó a asentir, llena de alivio. Siete meses atrás Jeffrey le había dado un ultimátum: «Ve a un psiquiatra o búscate otro empleo». En aquel momento, la elección le había parecido sencilla, y le arrojó la placa y la pistola sobre la mesa sin reservas. Ahora Lena se metería una bala en la cabeza antes de admitir delante de Jeffrey que el mes pasado había cedido y acudido al médico. Su orgullo no podía aceptarlo.

Como si de una obra de teatro se tratara, en cuanto pensó en él se abrieron las grandes puertas de roble de la sala y apareció Jeffrey, recorriendo la biblioteca con la mirada. Chuck se le acercó para recibirle, pero Jeffrey debió de soltarle alguna fresca, pues al momento éste se marchó con el rabo entre las piernas. Lena nunca había visto a Jeffrey tan abatido. Se había cambiado de ropa, pero llevaba el traje arrugado e iba sin corbata. A medida que se le acercaba, era más consciente de su aspecto lamentable.

– Doctora Rosen -dijo Jeffrey-. Siento lo de su hijo.

No le estrechó la mano ni esperó a que ella reaccionara a sus palabras, lo que a Lena le pareció muy impropio de Jeffrey.

Le acercó una silla a Rosen.

– Necesito que me conteste algunas preguntas.

Rosen se sentó y preguntó:

– ¿La chica está bien?

La expresión de Jeffrey cambió de manera casi imperceptible, lo suficiente para que Lena sintiera compasión de él.

– Todavía no lo sabemos -dijo-. En estos instantes, la familia la lleva a Atlanta.

Rosen dobló el pañuelo de papel que tenía en la mano.

– ¿Cree que la persona que la atacó pudo matar a mi hijo?

– En estos momentos -dijo Jeffrey-, creemos que la muerte de su hijo fue un suicidio.-Hizo una pausa, probablemente para que ella asimilara sus palabras-. He hablado con su marido.