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– ¿Brian?

Rosen estaba sorprendida.

– Llamó a la comisaría después de hablar con usted -le dijo Jeffrey y, por la manera de erguir los hombros, Lena adivinó que el padre de Andy había sido todo menos educado.

Rosen debió de comprenderlo.

– A veces Brian puede ser muy brusco -dijo a modo de disculpa.

– Doctora Rosen -repuso Jeffrey-, todo lo que puedo decirle es lo que le dije a él. Seguiremos todas las pistas que podamos, pero, dado el historial de su hijo, lo más probable es que se suicidara.

– He estado hablando con la detective Adams… -le dijo Rosen.

– Lo siento -la interrumpió Jeffrey-. La señora Adams ya no pertenece a la policía. Es guarda de seguridad del campus.

El tono de Rosen indicaba que no iba a dejarse atrapar en esa batalla.

– No entiendo qué tiene que ver la jerarquía con el hecho de que mi hijo haya muerto, señor Tolliver.

Jeffrey parecía arrepentido.

– Lo siento -repitió, sacando algo del bolsillo de la americana-. Encontramos esto en el bosque -dijo, mostrándole una cadena de plata de la que colgaba una estrella de David-. No hay ninguna huella, así que…

Rosen soltó un grito ahogado, agarrando la cadena. Volvieron a brotarle las lágrimas, y la cara pareció hundírsele en el cuello mientras se llevaba el colgante a los labios y decía:

– Andy, oh, Andy…

Jeffrey le lanzó una mirada a Lena y, al ver que no hacía ademán de consolar a Jill Rosen, puso la mano en el hombro de la mujer, intentando hacerlo él mismo. Le dio unos golpecitos como si fuera un perro, y Lena se preguntó por qué se consideraba aceptable que un hombre no supiera consolar a los demás, mientras que el mismo defecto en una mujer la despojaba de su condición de persona.

Rosen se secó los ojos con el dorso de la mano.

– Lo siento.

– Es del todo comprensible -le dijo Jeffrey, dándole unos golpecitos en el hombro.

Rosen manoseó el colgante, manteniéndolo cerca de la boca.

– Hacía tiempo que no se lo ponía. Creía que lo había regalado o vendido.

– ¿Vendido? -preguntó Jeffrey.

– Cree que Andy tomaba drogas -le explicó Lena.

– Su padre dice que estaba limpio -comentó Jeffrey.

Lena se encogió de hombros.

– ¿Su hijo tenía novia? -preguntó Jeffrey a Rosen.

– Nunca salió con nadie en serio. -Soltó una carcajada carente de alegría-. Ni con chicos ni con chicas, aunque eso no nos habría importado. Sólo queríamos que fuera feliz.

– ¿Hay alguien con quien se viera a menudo? -preguntó Jeffrey.

– No -dijo ella-. Creo que se sentía muy solo.

Lena observó a Rosen, a la espera de más información, pero la doctora estaba empezando a perder otra vez la compostura. Cerró los ojos y los apretó con fuerza. Movió los labios sin emitir ningún sonido, y Lena no adivinó lo que decía.

Jeffrey concedió unos momentos a la madre antes de decir:

– ¿Doctora Rosen?

– ¿Podría verle? -preguntó Rosen.

– Desde luego. Jeffrey se puso en pie y le tendió la mano a la mujer-. La acompañaré al depósito -dijo, y a Lena-: Chuck ha ido a ver a Kevin Blake.

– Muy bien -contestó Lena.

Rosen parecía absorta en sus pensamientos, pero le dijo a Lena:

– Gracias.

– No hay de qué.

Lena se obligó a tocarle el brazo a Jill Rosen en lo que esperó fuera un gesto de consuelo.

Con una mirada, Jeffrey comprendió las palabras que intercambiaron.

– Luego hablaré contigo -le dijo a Lena en un tono que sonó a amenaza más que a otra cosa.

Lena se frotó el dorso de la mano con el pulgar mientras se alejaban. Le llegaron unos ruidos procedentes del balcón del segundo piso, donde unos chavales armaban jaleo, pero no les hizo caso. Se sentó y repasó lo ocurrido en los diez últimos minutos, pensando en qué debería haber hecho de otro modo. Llevaba un par de minutos reflexionando cuando se dio cuenta de que lo que realmente necesitaba para hacer las cosas bien era repasar el maldito año entero.

– Dios -refunfuñó Nan Thomas, desplomándose en la silla que había delante de Lena. ¿Cómo puedes trabajar con ese soplapollas?

– ¿Chuck? -Lena se encogió de hombros, pero la alegró que la distrajeran-. Es mi trabajo.

– Preferiría archivar libros en el infierno -dijo Nan mientras se recogía el pelo greñudo con una tira elástica.

Había una enorme huella de pulgar en el cristal derecho de sus gafas, pero Nan no pareció darse cuenta. Llevaba una camiseta rosa de Pepto-Bismol por dentro de una falda vaquera con elástico en la cintura. Completaba el conjunto unas zapatillas de deporte rojas y unos calcetines rosa a conjunto.

– ¿Qué haces este fin de semana? -preguntó Nan. Lena volvió a encogerse de hombros.

– No lo sé. ¿Por qué?

– Pensaba decirle a Hank que viniera para Pascua. A lo mejor cocina un jamón.

Lena buscó alguna excusa, pero la invitación la había pillado desprevenida. Miraba el calendario sólo para ver cuándo le tocaba cobrar, no para calcular cuándo había alguna fiesta. La Pascua la cogía de improviso.

– Lo pensaré -dijo Lena y, para su alivio, Nan se lo tomó bien. Le llegó un grito procedente de la parte de arriba, y ambas se volvieron. Unos chavales jugaban en un balcón. Uno de ellos debió de intuir el enfado de Nan, porque le lanzó una sonrisa de disculpa antes de abrir el libro que tenía en la mano y fingir leerlo.

– Idiotas -dijo Lena.

– Bah, son buenos chicos -le dijo Nan, pero no les quitó ojo durante unos momentos para asegurarse de que dejaban de alborotar.

Nan era la última persona sobre la tierra con la que habría pensado trabar amistad, pero en los últimos meses algo había cambiado. No eran amigas en el sentido literal de la palabra -a Lena no le interesaba ir al cine con ella ni que Nan le comentara el lado homosexual de su vida-, pero hablaban de Sibyl, y, para Lena, hablar de Sibyl con alguien que realmente la conoció era como tenerla otra vez junto a ella.

– Te llamé ayer por la noche -dijo Nan-. No sé por qué no tienes contestador.

– Conseguiré uno -dijo Lena, aunque ya tenía uno en el fondo del armario.

Lena lo desconectó la primera semana que vivió en el campus. Las únicas personas que la llamaban eran Nan y Hank, y ambos dejaban los mismos mensajes de preocupación, interesándose por cómo le iba. Ahora Lena tenía conectado el identificador de llamadas, y eso era todo lo que necesitaba para filtrar las pocas que tenía.

– Richard ha estado aquí -dijo.

– Oh, Lena. -Nan frunció el ceño-. Espero que no fuera grosero.

– Intentaba sacar los trapos sucios.

Como siempre, Nan intentó defender a Richard.

– Brian trabaja en su departamento. Estoy segura de que Richard sólo quería saber qué había pasado.

– ¿Le conocías? Al chico, quiero decir.

Nan negó con la cabeza.

– Vi a Jill y a Brian en la fiesta de la facultad de las navidades pasadas, pero no nos tratábamos. Quizá deberías hablar con Richard -sugirió-. Trabajaban en el mismo laboratorio.

– Richard es un gilipollas.

– Se portó muy bien con Sibyl.

– Sibyl sabía cuidarse sola -insistió Lena, aunque las dos sabían que eso no era cierto.

Sibyl era ciega. Richard había sido sus ojos en el campus, haciendo su vida mucho más fácil.

Nan cambió de tema y dijo:

– Me gustaría que aceptaras parte del dinero del seguro…

– No -la cortó Lena.

Sibyl había suscrito un seguro de vida a través de la universidad, con doble indemnización en caso de muerte accidental. Nan había sido la beneficiaria, y desde que cobrara el cheque le había estado ofreciendo la mitad del dinero a Lena.

– Sibyl te lo dejó a ti -le repitió Lena por millonésima vez-. Quería que tú lo tuvieras.

– Ni siquiera hizo testamento -le replicó Nan-. No le gustaba pensar en la muerte, por no hablar de hacer planes para cuando ocurriera. Ya sabes cómo era.