– ¿Sara? -preguntó Jeffrey.
– Te llamaré luego -dijo Sara-. Están aquí. Tengo que irme.
Sara se inclinó sobre el mostrador para colgar el teléfono, sintiéndose desorientada y asustada. Fue pasillo abajo, los brazos apretados contra el estómago, a la espera de que sus padres volvieran a recuperar su aspecto habitual. Con sobrecogedora claridad, comprendió lo viejos que eran. Como casi todos los niños que se hacen mayores, Sara siempre había imaginado que su padre y su madre nunca sobrepasarían cierta edad y, sin embargo, ahí estaban, tan mayores y frágiles que se preguntó cómo conseguían caminar.
– ¿Mamá? -dijo Sara.
Cathy no extendió los brazos hacia ella, como Sara había pensado que haría, como había querido que hiciera. Había pasado un brazo por la cintura de Eddie, como si necesitara un sostén. El otro lo mantenía a un costado.
– ¿Dónde está?
– Sigue en el quirófano -le dijo Sara, deseando acercarse a ella, pero sabiendo por la expresión de su madre que no debía hacerlo-. Mamá…
– ¿Qué ha pasado?
Sara sintió una bola en la garganta, y se dijo que no reconocía la voz de su madre. Había algo impenetrable en ella, y su boca era una línea fría y recta. Sara los llevó a un lado del concurrido pasillo para poder hablar. Todo resultaba tan formal que era como si acabaran de conocerse.
– Quiso acompañarme a… -comenzó Sara.
– Y tú la dejaste -dijo Eddie, y la acusación que latía en sus palabras la hirió en lo más hondo-. En el nombre de Dios, ¿por qué la dejaste ir?
Sara se mordió el labio para no hablar.
– No pensé…
Eddie la cortó en seco.
– No, no pensaste.
– Eddie -dijo Cathy, no para regañarlo, sino para indicarle que no era el momento.
Sara calló por un momento, deseando no alterarse más de lo que ya lo estaba.
– Ahora está en el quirófano. Creo que aún tiene para un par de horas.
Se volvieron cuando se abrieron las puertas de la sala de cirugía; se trataba de una enfermera que probablemente se tomaba un descanso.
Sara prosiguió.
– La han apuñalado en el vientre y en el pecho. También tiene un rasguño en la cabeza.
Sara se llevó una mano a la cabeza, mostrándoles el lugar en el que Tessa se había golpeado con la roca. Hizo una pausa, pensando en la herida, sintiendo cómo la invadía el mismo pánico. Se preguntó, y no por primera vez, si no sería todo un terrible sueño. Y como para sacarla de él, volvieron a abrirse las puertas de cirugía y salió un celador que empujaba una silla de ruedas vacía.
– ¿Y? -preguntó Cathy.
– Intenté controlar la hemorragia -prosiguió Sara, reviviendo la escena en su imaginación.
Mientras estaba en la sala de espera la había repasado una y otra vez, intentando imaginar qué podía haber hecho de otro modo, sólo para darse cuenta de que la situación había sido desesperada.
– ¿Y? -repitió Cathy lacónicamente.
Sara se aclaró la garganta, intentando distanciarse de sus sentimientos. Les hablaba como si fueran los padres de un paciente.
– Tuvo un ataque epiléptico un minuto antes de que llegara el helicóptero. Hice lo que pude para ayudarla. -Sara calló, recordando los espasmos de Tessa. Se quedó mirando a su padre, y se dio cuenta de que no la había mirado ni una vez desde que llegaron-. Tuvo dos ataques más durante el vuelo. El pulmón izquierdo dejó de funcionarle. Le introdujeron un tubo en el pecho para ayudarla a respirar.
– ¿Qué están haciendo ahora? -preguntó Cathy.
– Intentando detener la hemorragia. Han llamado a un neurólogo, pero no sé qué han encontrado. Su objetivo primordial es atajar la hemorragia. Le practicarán una cesárea para sacarle… -Sara calló, conteniendo el aliento.
– El bebé -acabó Cathy, y Eddie se apoyó en ella.
Sara exhaló lentamente.
– ¿Qué más? -preguntó Cathy-. ¿Hay algo que no nos hayas contado?
Sara apartó la mirada, pero les dijo:
– Si no pueden controlar la hemorragia a lo mejor tendrán que hacerle una histerectomía.
Sus padres se quedaron callados ante la noticia, aunque Sara sabía lo que pensaban, tan claramente como si se lo estuvieran diciendo. Tessa era su única esperanza de tener nietos.
– ¿Quién lo ha hecho? -preguntó Cathy-. ¿Quién haría algo así?
– No lo sé -susurró Sara, la pregunta resonando en su mente. ¿Qué clase de monstruo apuñalaría a una mujer embarazada y la dejaría por muerta?
– ¿Jeffrey sabe algo? -preguntó Eddie, y Sara se dio cuenta de lo mucho que le costaba pronunciar el nombre.
– Hace todo lo que puede -le dijo Sara-. Volveré a Grant en cuanto… -No pudo acabar.
– ¿Qué podemos esperar cuando se despierte? -preguntó Cathy.
Sara se quedó mirando a su padre; deseaba decirle algo que le hiciera levantar los ojos hacia ella. Si Cathy y Eddie no hubieran sido sus padres, les habría dicho la verdad: que no tenía ni idea de qué pasaría tras la operación. Jeffrey solía decir que no le gustaba hablar con los parientes o amigos de las víctimas hasta que no tenía algo que contarles. A Sara esto siempre le había parecido un poco cobarde por su parte, pero ahora lo consideraba necesario: la gente necesitaba algún tipo de esperanza, la seguridad de que al menos algo saldría bien.
– ¿Sara? -insistió Cathy.
– Querrán monitorizar la actividad cerebral. Probablemente le harán un electroencefalograma para asegurarse de que no hay daños en el cerebro. -Sara buscó algo positivo que decir. Finalmente les comunicó lo único que sabía seguro-: Hay muchas cosas que pueden haber ido mal.
Cathy no tenía más preguntas. Se volvió hacia Eddie, cerró los ojos y apretó los labios contra su cabeza.
Eddie habló por fin, pero seguía sin mirar a Sara:
– ¿Estás segura de lo del bebé?
A Sara le costó hablar. Tenía la garganta tan seca como el lecho del río cuando logró susurrar:
– Sí, papá.
Sara estaba junto a la máquina expendedora situada a la salida de la cafetería del hospital. Llevaba casi un minuto apretando el botón y sentía un agudo dolor en los nudillos. Como no salía nada, se inclinó y comprobó la tolva, por si había salido el producto y no se había dado cuenta. El recipiente de recogida estaba vacío.
– Maldita sea -dijo, dándole una patada a la máquina. Un KitKat salió sin ostentación.
Sara quitó el envoltorio y se fue por el pasillo para alejarse del ruido de la cafetería. El restaurante había cambiado desde que ella trabajara en el hospital. Ahora servían de todo, desde cocina tailandesa a platos italianos, pasando por jugosas y gruesas hamburguesas. Supuso que para el hospital era una mina, pero le pareció absurdo que un lugar dedicado a curar vendiera comida tan poco saludable.
Era ya casi medianoche y el hospital seguía abarrotado de gente. El rumor era constante, y era como caminar en torno a una colmena. Sara no recordaba que hubiera tanto ruido cuando era internista, pero estaba segura de que era el mismo. El miedo y el insomnio probablemente habían impedido que se diera cuenta. Antes de que los internos se organizaran y comenzaran a exigir un horario más humano, en el Grady los turnos duraban entre veinticuatro y treinta y seis horas. Después de tantos años le parecía que aún le quedaba sueño por recuperar.
Se reclinó contra una puerta en la que se leía la inscripción «ROPA BLANCA», sabiendo que si se sentaba ya no volvería a levantarse. Hacía tres horas que Tessa había salido del quirófano, y la habían llevado a cuidados intensivos, donde la familia se turnaba para estar junto a ella. Estaba fuertemente sedada y aún no se había despertado de la anestesia. El pronóstico era reservado, pero el cirujano consideraba que la hemorragia estaba bajo control. Tessa podría volver a tener hijos si se recuperaba lo suficiente de la terrible experiencia del bosque como para querer concebir otro.