Tessa tenía la cabeza vendada, y le habían cosido el cuero cabelludo. Tenía dos drenajes conectados al estómago para extraer fluido. Un catéter colgaba del barrote de la cama, sólo parcialmente lleno. La habitación estaba a oscuras, y la única luz procedía de los monitores. Le habían quitado el respirador hacía una hora, pero aún tenía conectado el monitor cardíaco, y un bip metálico anunciaba cada latido de su corazón.
Sara acarició los dedos de su hermana, y se dijo que nunca se había fijado en lo pequeñas que eran sus manos. Aún se acordaba del primer día de Tessa en la escuela, cuando Sara le cogió la mano para llevarla a la parada del autobús. Antes de marcharse, Cathy le soltó un sermón a Sara para que cuidara de su hermana. Aquello se repitió a lo largo de toda su infancia. Incluso Eddie le había dicho a Sara que cuidara de su hermana, aunque posteriormente Sara se imaginó la verdadera razón por la que su padre siempre animó a Tessa a acompañar a su hermana en sus citas con Steve Mann: Eddie sabía lo que pasaba en el asiento trasero del Buick.
Tessa movió la cabeza, como si hubiera intuido que había alguien.
– ¿Tess? -dijo Sara, cogiéndole la mano y apretándola suavemente-. ¿Tess?
Tessa emitió un ruido que pareció un gruñido. Se llevó la mano a la barriga, igual que había hecho un millón de veces en los últimos ocho meses.
Lentamente, Tessa abrió los ojos. Paseó la mirada por la habitación y sus ojos encontraron a Sara.
– Hola -dijo Sara, sintiendo que una sonrisa de alivio le asomaba a la cara-. Hola, cariño.
Tessa movió los labios. Se llevó una mano a la garganta.
– ¿Tienes sed?
Tessa asintió, y Sara buscó el vaso de hielo picado que la enfermera había dejado junto a la cama. El hielo casi se había derretido, pero Sara encontró unos trocitos para su hermana.
– Te han puesto un tubo en la garganta -le explicó Sara, deslizando el hielo en la boca de Tessa-. Lo tendrás dolorido, y te costará hablar.
Tessa cerró los ojos al tragar.
– ¿Te duele mucho? -preguntó Sara-. ¿Quieres que llame a la enfermera?
Sara se incorporó para ponerse en pie, pero Tessa no le soltaba la mano. No tuvo que vocalizar la primera pregunta que le vino a la cabeza. Sara la leyó en sus ojos.
– No, Tessie -dijo, sintiendo cómo las lágrimas le resbalaban por la cara-. Lo hemos perdido. La hemos perdido. -Se llevó la mano de Tessa a los labios-. Lo siento mucho. Lo siento…
Tessa la hizo callar sin decir una palabra. El bip del monitor era el único sonido de la habitación, metálico testimonio de que Tessa estaba viva.
– ¿Recuerdas algo? -le preguntó Sara-. ¿Sabes lo que pasó?
Tessa movió una vez la cabeza a un lado para decir no.
– Te adentraste en el bosque -dijo Sara-. Brad te vio coger una bolsa y meter basura dentro. ¿Te acuerdas?
Volvió a indicar que no.
– Creemos que allí había alguien. -Sara se interrumpió-. Sabemos que había alguien en el bosque. Puede que quisiera la bolsa. A lo mejor él…
No acabó todo lo que pensaba decirle. Demasiada información sólo serviría para confundir a su hermana, y Sara no estaba segura de lo ocurrido.
– Alguien te apuñaló -afirmó Sara.
Tessa esperó a oír más.
– Te encontré en el bosque. Estabas en medio del claro, en el suelo, y yo… hice lo que pude. Intenté ayudar. Pero no pude. -Sara estaba a punto de perder la compostura otra vez-. Dios mío, Tessie, intenté ayudarte.
Sara apoyó la cabeza en la cama, avergonzada de llorar. Debía ser fuerte para su hermana, quería demostrarle que podían superar eso juntas, pero lo único que tenía en la cabeza era su propia culpa. Después de cuidar de Tessa toda la vida, Sara le fallaba en el momento que más la necesitaba.
– Oh, Tess -sollozó Sara, que necesitaba el perdón de su hermana más que ninguna otra cosa en la vida-. Lo siento.
Sintió que Tessa le ponía la mano en la nuca. Al principio movió la mano con torpeza, pero Sara comprendió que intentaba atraerla hacia ella.
Sara levantó la mirada. Tenía la cara a pocos centímetros de Tessa.
Su hermana movió los labios, aún no acostumbrada a utilizar la boca. Musitó la palabra: «¿Quién?». Quería saber quién lo había hecho, quién había matado al niño.
– No lo sé -dijo Sara-. Intentamos averiguarlo, cariño. Jeffrey hace todo lo que puede. -Se le hizo un nudo en la garganta-. Se asegurará de que el que lo hizo no vuelva a hacerle daño a nadie.
Tessa llevó los dedos a la mejilla de Sara, debajo del ojo. Con una mano temblorosa, le secó las lágrimas.
– Lo siento mucho, Tessie. Lo siento mucho. -Sara le imploró-: Dime qué puedo hacer. Dímelo.
Cuando Tessa habló, tenía la voz rasposa, poco más que un susurro. Sara la vio mover los labios, pero oyó hablar a Tessa con la misma claridad que si hubiera gritado.
– Encuéntralo.
LUNES
5
Jeffrey se inclinó para recoger el periódico del porche delantero de Sara antes de entrar en la casa. Le había dicho que estaría allí a las seis de la mañana para que ella pudiera llamarle y contarle las últimas noticias de Tessa. La noche pasada, al teléfono, Sara parecía destrozada. Más que cualquier otra cosa, Jeffrey detestaba oírla llorar. Le hacía sentir inútil y débil, dos características que despreciaba en cualquiera, sobre todo en él.
Jeffrey encendió las luces del pasillo. En la otra punta de la casa oyó moverse a los perros, el tintineo de sus collares, sus sonoros bostezos, pero no salieron a ver quién había llegado. Tras haberse pasado dos años corriendo en el canódromo de Ebro, los dos galgos de Sara detestaban gastar energía a no ser que fuera necesario.
Jeffrey silbó, arrojó el periódico sobre el mármol de la cocina y le echó un vistazo a la primera página mientras esperaba a los perros. La fotografía que se veía sobre el pliegue mostraba a Chuck Gaines de pie entre su padre y Kevin Blake. Al parecer, el sábado los tres habían ganado un torneo de golf en Augusta. Debajo, un artículo animaba a los votantes a apoyar un nuevo referéndum que ayudaría a sustituir las caravanas que había delante de la universidad por aulas permanentes. Las prioridades del Grant Observer eran darle siempre el protagonismo a Albert Gaines, que poseía la mitad de los edificios de la ciudad y en cuyo banco estaban hipotecados los propietarios de los demás.
Jeffrey silbó otra vez para llamar a los perros, preguntándose por qué tardaban tanto. Por fin aparecieron en la cocina con parsimonia, golpeando la cola en los azulejos blancos y negros del suelo. Les permitió salir al patio vallado, dejando la puerta abierta para que volvieran cuando acabaran de hacer sus cosas.
Antes de que se le olvidara, Jeffrey sacó dos tomates del bolsillo de su americana y los metió en la nevera de Sara junto a una bola verde de aspecto extraño que quizás, en algún momento de su breve y triste vida, fue alimento. Marla Simms, su secretaria, era aficionada a la jardinería, y Jeffrey no podía con toda la comida que le daba. Conociendo a Marla y su afición a meter las narices donde nadie la llamaba, probablemente lo hacía a propósito, con la esperanza de que la compartiera con Sara.
Jeffrey le puso un poco de comida preparada a Bubba, el gato de Sara, aunque Bubba nunca salía hasta que Jeffrey no se había ido. El gato sólo bebía de un cuenco que había junto a la habitación donde estaba la lavadora y la caldera, y cuando Jeffrey vivía en la casa constantemente tropezaba con él y lo volcaba de manera accidental. El gato se tomaba eso y otras cosas como algo personal. Jeffrey y Sara mantenían una relación de amor-odio con el animal. Sara lo adoraba, y Jeffrey lo detestaba.
Los perros entraron trotando en la cocina cuando Jeffrey abría una lata de comida. Bob se apretó contra la pierna de Jeffrey para que lo acariciara mientras Billy se tendía en el suelo, exhalando un suspiro, como si acabara de escalar el Everest. Jeffrey nunca había entendido que esos animales tan grandes pudieran ser perros domésticos, pero los dos galgos parecían muy contentos de quedarse en casa todo el día. Si permanecían en el patio demasiado tiempo, se sentían solos y saltaban la valla para ir a buscar a Sara.