– Respiren -les recordó Eileen con su tono monocorde e irritantemente sereno. Tendría unos veinticinco años, y rebosaba un carácter tan risueño que a Lena le daba ganas de soltarle un puñetazo-. Relajen la espalda -sugirió Eileen, su voz era un susurro estudiado para tranquilizar a los alumnos.
Lena abrió los ojos cuando Eileen le apretó la palma de la mano en el estómago. El contacto físico hizo que Lena se pusiera más tensa, pero la profesora no pareció darse cuenta.
– Eso está mejor -le dijo Eileen, y una sonrisa se extendió por su pequeño rostro.
Lena esperó a que la mujer se alejara antes de volver a cerrar los ojos. Abrió la boca, inhaló a un ritmo regular, y comenzaba a pensar que podría funcionar cuando Eileen juntó las manos.
– Muy bien -dijo.
Lena se levantó tan deprisa que se le subió la sangre a la cabeza. Los demás alumnos se sonreían mutuamente o abrazaban a la jovial profesora, pero Lena agarró su toalla y se encaminó al vestuario.
Giró la combinación de su taquilla, y la alegró tener todo el vestuario para ella. Echó un vistazo a su imagen en el espejo, y a continuación decidió contemplarse con más detenimiento. Desde la agresión, Lena había dejado de mirarse al espejo, pero, por alguna razón, hoy se sentía atraída por su reflejo. Unos círculos oscuros le bordeaban los ojos, y los pómulos se le marcaban más de lo habitual. Estaba adelgazando, pues la mayor parte de los días pensar en comer le provocaba náuseas.
Se quitó la horquilla, y su larga melena castaña le resbaló por el cuello y el rostro. Últimamente se sentía más cómoda con el pelo lacio, como una cortina. Saber que nadie podía verla con claridad la hacía sentirse segura.
Alguien entró, y Lena regresó a su taquilla, sintiéndose una estúpida porque la pillaran mirándose al espejo. A su lado había un tipo escuálido, que sacaba su mochila de la taquilla junto a la suya. Estaba tan cerca que a Lena se le erizó el vello de la nuca. Lena se dio media vuelta y cogió sus zapatos, con la intención de ponérselos fuera.
– Hola -dijo el tipo.
Lena esperó. El hombre bloqueaba la puerta.
– Todo ese rollo de abrazarse -dijo, negando con la cabeza, como si fuera algo acerca de lo que siempre estuvieran bromeando.
Lena le echó una mirada, y supo que nunca había hablado con ese individuo. Era de baja estatura para ser un hombre, no mucho más alto que ella. Tenía el cuerpo enjuto y menudo, pero Lena pudo ver sus brazos y hombros bien marcados ocultos bajo una camiseta negra de manga larga. Tenía el pelo corto al estilo militar, y llevaba puestos unos calcetines de un verde lima tan chillón que casi dañaban la vista.
Le tendió la mano.
– Ethan Green. Empecé a venir hará un par de semanas.
Lena se sentó en el banco para ponerse los zapatos. Ethan se sentó en la otra punta.
– Eres Lena, ¿verdad?
– ¿Lo leíste en los periódicos? -preguntó mientras intentaba deshacer un nudo que se le había formado en los cordones de sus zapatillas de tenis, diciéndose que ese puto artículo que habían publicado sobre Sibyl había hecho su vida aún más difícil.
– Nooo -dijo, alargando la palabra-. Quiero decir, sí, he oído hablar de ti, pero oí que Eileen te llamaba Lena y até cabos. -Le sonrió, nervioso-. Y te reconocí por la foto.
– Un chico listo -dijo, renunciando a deshacer el nudo. Se puso en pie y se calzó como pudo.
Él también se levantó, y se acercó la mochila. Sólo había tres o cuatro hombres que practicaban yoga, e invariablemente acababan en el vestuario después de la clase, vomitando chorradas acerca de que hacían yoga para mantenerse en contacto con sus sentimientos y explorar su yo interior. Era una táctica, y Lena conjeturó que los varones que hacían yoga follaban más que el resto.
– Tengo que irme -dijo Lena.
– Espera un momento -le rogó él, con una media sonrisa en los labios.
Era un joven atractivo, y probablemente estaba acostumbrado a que las chicas se colaran por él.
– ¿Qué?
Lena le miró. Una gota de sudor resbaló por la mejilla del muchacho, y surcó una cicatriz que se bifurcaba debajo de la oreja. La herida se le debía de haber ensuciado antes de cerrarse, porque la cicatriz tenía un tono oscuro que destacaba sobre la mandíbula.
El muchacho sonrió nervioso y preguntó:
– ¿Quieres un café?
– No -dijo Lena, quien esperaba que eso pusiera fin al diálogo. La puerta se abrió y entró un grupo de muchachas que abrieron las taquillas con estrépito.
– ¿No te gusta el café? -preguntó él.
– No me gustan los chicos -contestó ella, agarrando su bolsa y marchándose antes de que Ethan pudiera decir nada más. Lena salió irritada del gimnasio, y cabreada por haber permitido que ese mocoso la pillara desprevenida. Incluso después de librar una ardua batalla con la relajación, Lena siempre salía más calmada de la clase de yoga. Pero no ahora. Se sentía tensa, nerviosa. Puede que dejara la bolsa en su habitación, se cambiara, y se fuera a correr un buen rato hasta que estuviera tan cansada que pudiera pasarse el resto del día durmiendo.
– ¿Lena?
Se volvió, pensando que era Ethan quien la llamaba. Era Jeffrey.
– ¿Qué? -preguntó a la defensiva.
Algo en la pose de Jeffrey al acercarse a ella, las piernas abiertas, los hombros erguidos, le advirtió de que no se trataba de una visita social.
– Necesito que vengas conmigo a comisaría.
Lena se rió, aunque sabía que Jeffrey no bromeaba.
– Será un momento.
Jeffrey se metió las manos en los bolsillos-. Tengo que hacerte algunas preguntas referentes a lo de ayer.
– ¿Lo de Tessa Linton? -preguntó Lena-. ¿Ha muerto?
– No.
Él miró a su espalda y Lena vio que Ethan estaba detrás, a unos cincuenta metros.
Jeffrey se acercó, bajando la voz, y le dijo:
– Hemos encontrado tus huellas en el apartamento de Andy Rosen.
Lena no pudo ocultar su sorpresa.
– ¿En su apartamento?
– ¿Por qué no me dijiste que le conocías?
– Porque no es verdad -le espetó Lena.
Se disponía a alejarse cuando Jeffrey la cogió de un brazo. No con fuerza, pero ella supo que apretaría si hacía falta.
– Sabes que podemos hacerle un análisis de ADN a esa prenda -le espetó Jeffrey.
Lena no recordaba la última vez que se había sentido tan indignada.
– ¿De qué prenda me hablas? -preguntó, demasiado sorprendida por lo que decía Jeffrey para reaccionar al contacto físico.
– De la prenda íntima que te dejaste en la habitación de Andy.
– ¿De qué me estás hablando?
Jeffrey aflojó la presión en el brazo de Lena, pero eso provocó el efecto opuesto en ella.
– Vámonos -le dijo Jeffrey.
Lo que Lena dijo a continuación nadie que tuviera un poco de cerebro se lo habría dicho a un poli que la mirara como Jeffrey hacía en esos momentos.
– Creo que no voy a ir.
– Serán un par de minutos.
La voz de él era cordial, pero Lena había trabajado lo bastante con Jeffrey para conocer sus verdaderas intenciones.
– ¿Estoy arrestada?
Jeffrey se hizo el ofendido.
– Claro que no.
Lena intentó mantener la calma.
– Entonces suéltame.
– Sólo quiero hablar contigo.
– Pues pídele cita a mi secretaria. -Lena intentó liberar el brazo, pero Jeffrey volvió a apretárselo. Sintió brotar el pánico en su interior-. Suéltame -susurró, intentando soltarse.
– Lena -dijo Jeffrey, como si la reacción de ella fuera exagerada.
– ¡Suéltame! -gritó Lena, tirando del brazo con tanta fuerza que se cayó de culo en la acera.