En el vestíbulo no había bancos, probablemente para que no los ocuparan los vagabundos, pero Sara tuvo la suerte de conseguir una silla de plástico que alguien había dejado cerca de la entrada. Desde donde estaba sentada, podía ver entrar y salir a la gente a través de las grandes cristaleras. Aun cuando la vista daba a uno de los aparcamientos de varias plantas de la Universidad Estatal de Georgia, era visible el perfil de la ciudad y las nubes oscuras que se deslizaban sobre los tejados como gatos en lo alto de una valla. Algunos estaban sentados en las escaleras de acceso, fumando o charlando, matando el tiempo antes de que empezara el turno o llegara su autobús.
Sara miró su reloj, preguntándose por qué no llegaba Jeffrey. Le había dicho que la recogería a las cuatro, y eran más de las cinco. Supuso que estaría en algún atasco -en las vías que conectaban con el centro, la hora punta comenzaba a las dos y media y duraba hasta las ocho-, pero aun así le preocupaba que no hubiera llegado. Jeffrey era de los que siempre calculaban mal. Sara tenía el móvil de su madre en la mano, dispuesta a llamar a Jeffrey, cuando el aparato empezó a sonar.
– ¿Cuánto retraso traes? -preguntó ella.
– ¿Retraso? -Hare soltó un grito ahogado-. Me dijiste que estabas tomando la píldora.
Sara cerró los ojos, pensando que lo último que necesitaba ahora era a su estúpido primo. Le amaba con locura, pero Hare tenía una incapacidad patológica para tomarse nada en serio.
– ¿Has hablado con mamá? -le preguntó Sara.
– Ajá -exclamó, pero no dio más datos.
– ¿Cómo va todo en la clínica?
– Todos esos niños llorando -refunfuñó-. No sé cómo lo aguantas.
– Lleva un poco de tiempo acostumbrarse -le dijo Sara, comprensiva.
Aún se moría de vergüenza al recordar aquella vez en que un niño de seis años se puso a chillar en el aparcamiento del Piggly Wiggly cuando la reconoció como la mujer que le ponía las inyecciones.
– Lloriqueos -prosiguió Hare-. Quejas. -Agudizó la voz hasta que sonó en un deliberado falsete-. «¡Pon las gráficas en su sitio! ¡Deja de pintarrajear en la libreta de recetas! ¡Métete la camisa! ¿Sabe tu madre lo del tatuaje?» Dios todopoderoso, esa Nelly Morgan es una mujer muy dura.
Sara sonrió ante su imitación de la gerente. Nelly llevaba años al frente de la clínica, desde la época en que Sara y Hare eran pacientes.
– En fiiiiin -Hare alargó la palabra-. He oído decir que vuelves esta noche.
– Sí -le dijo Sara, temiendo dónde podía desembocar la conversación. Decidió facilitar las cosas a Hare-. Sé que estás de vacaciones. Si quieres irte puedo empezar a trabajar mañana.
– Oh, Zanahoria, no seas ridícula -se burló-. Prefiero que me debas una.
– Y te debo una -aseguró ella.
Se interrumpió antes de darle las gracias; no porque no le estuviera agradecida, sino porque Hare siempre encontraba la manera de convertir lo que dijera en un chiste.
– Supongo que esta noche vas a trabajar en lo de Greg Louganis -dijo Hare.
Sara tuvo que reflexionar un momento antes de entender lo que le preguntaba. Greg Louganis era un saltador olímpico que había ganado la medalla de oro.
– Sí -dijo, y enseguida, debido a que Hare trabajaba en la sala de urgencias de Grant, le preguntó-: ¿Conocías a Andy Rosen?
– Creía que eras capaz de atar cabos -dijo-. Vino por Año Nuevo con un banana split en el brazo.
Al trabajar en urgencias, Hare hablaba en argot al referirse a cualquier dolencia conocida del ser humano.
– ¿Y?
– Pues eso. La arteria radial se había partido como si fuera una goma.
A Sara le extrañó. Cortarte el brazo hacia arriba no era la manera más inteligente de matarte. Si se abría la arteria radial, solía cerrarse sola rápidamente. Había maneras más fáciles de desangrarse.
– ¿Crees que intentó suicidarse de verdad? -preguntó.
– Lo que intentó fue llamar la atención -dijo Hare-. Papi y mami flipaban en colores. Nuestro pequeñín se regodeaba en los rayos de su amor, haciéndose el valiente.
– ¿Llamaste a un psiquiatra?
– Su madre es una comecocos -le dijo Hare-. Dijo que ella misma se encargaría de sus putos problemas.
– ¿Se puso grosera?
– ¡Claro que no! -replicó Hare-. Fue muy correcta. Te lo adorno para que parezca más dramático.
– ¿Fue dramático?
– Oh, para los padres, sí. Pero si quieres saber mi opinión, su amorcito estaba tan tranquilo como un pepino.
– ¿Crees que lo que quería era llamar la atención?
– Creo que lo hizo para que le compraran un coche. -Hizo un pop con la boca-. Y qué me dices, al cabo de una semana yo estaba paseando al perro por el centro y ahí aparece Andy, con su flamante Mustang.
Sara se llevó la mano a los ojos, intentando que su cerebro tuviera una sinapsis.
– ¿Te sorprendió enterarte de que se había suicidado? -preguntó.
– Mucho -dijo Haré-. El chaval era demasiado egocéntrico para suicidarse. -Se aclaró la garganta-. Todo eso que quede entre nous, ya me entiendes. Es una expresión francesa que significa…
– Ya sé lo que significa -le interrumpió Sara, que no quería oír la definición inventada de Haré-. Si te acuerdas de algo más, dímelo.
– De acuerdo -dijo Haré, y pareció decepcionado.
– ¿Hay algo más?
Haré soltó aire entre los labios, haciendo una pedorreta.
– Supongo que tu seguro cubre la negligencia profesional… Alargó tanto la pausa que Sara se sintió como si le diera un ataque al corazón. Sabía que le estaba tomando el pelo, pero, al igual que cualquier otro médico de Estados Unidos, las primas por negligencia de Sara eran más elevadas que la deuda nacional.
– ¿Y? -preguntó por fin Sara.
– ¿Me cubre también a mí? -dijo Haré-. Porque como me pongan otra demanda, van a embargarme hasta la cubertería que regalan en el súper de propaganda.
Sara dirigió la mirada hacia las puertas de entrada. Para su sorpresa, Mason James avanzaba hacia ella acompañado de un niño de dos o tres años al que llevaba de la mano.
– Tengo que irme -dijo Sara a Haré.
– Como siempre.
– Haré -dijo Sara cuando Mason se le acercó.
Por primera vez se dio cuenta de que Mason caminaba con una pronunciada cojera.
– ¿Sssí? -preguntó Haré.
– Escucha -dijo Sara, sabiendo que lamentaría sus palabras-. Gracias por cubrirme.
– Siempre lo he hecho -contestó Haré con una risita al colgar.
Mason la saludó, y una afectuosa sonrisa iluminó su cara.
– Espero no interrumpirte.
– Era Haré -dijo, finalizando la llamada-. Mi primo.
Hizo ademán de levantarse, pero él le indicó que siguiera sentada.
– Estás cansada -dijo, balanceando la mano del niño-. Éste es Ned.
Sara le sonrió, y se dijo que se parecía mucho a su padre.
– ¿Cuántos años tienes, Ned?
Ned levantó dos dedos, y Mason se agachó para separarle otro.
– Tres -dijo Sara-. Estás muy grande para tu edad.
– Es muy dormilón -comentó Mason, alborotándole el pelo-. ¿Cómo está tu hermana?
– Mejor -contestó Sara, y durante una fracción de segundo pensó que iba a echarse a llorar.
Aparte de las pocas palabras que le había dicho a Sara, Tessa no hablaba con nadie. Se pasaba el tiempo despierta mirando absorta la pared.
– Todavía le duele mucho, pero parece que se está recuperando bien -dijo Sara a Mason.
– Eso es estupendo.
Ned se acercó a Sara con los brazos extendidos. Sara atraía mucho a los niños, lo cual resultaba muy práctico, pues casi siempre los estaba hurgando y manoseando. Sara se metió el móvil en el bolsillo de atrás y lo cogió en brazos.