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– No sé, Sara, recorro un largo camino para venir hasta aquí y te encuentro dándole la manita a otro tipo y con su hijo en el regazo.

– ¿Estás celoso?

La estupefacción le dio tanta risa que apenas pudo formular la pregunta. Que ella supiera, era la primera vez que Jeffrey estaba celoso, porque era demasiado egoísta para plantearse que la mujer que él deseaba pudiera desear a otro.

– ¿Quieres explicármelo? -preguntó.

– Francamente, no -le dijo, pensando que en cualquier momento Jeffrey le diría que le estaba tomando el pelo.

Jeffrey siguió subiendo.

– Si así quieres que estén las cosas.

Sara iba tras él.

– No te debo ninguna explicación.

– ¿Sabes qué? -dijo él, sin detenerse-. Chúpamela.

Sara se detuvo en seco, colérica.

– Tienes la cabeza tan lejos del culo que te lo puedes hacer tú mismo.

Jeffrey se detuvo unos peldaños por encima de ella. Por la cara que puso, se diría que Sara le había engañado y se sentía un estúpido. Ella se dio cuenta de que estaba muy dolido, lo que redujo en parte su irritación.

Sara siguió subiendo.

– Jeff…

Él no dijo nada.

– Los dos estamos cansados -afirmó Sara, parándose en el peldaño inferior al suyo.

Él se dio media vuelta y subió el siguiente tramo.

– Vuelvo a casa a limpiarte la cocina y tú estás aquí…

– No te he pedido que me limpiaras la cocina.

Jeffrey se detuvo en el descansillo, apoyando las manos en la barandilla, delante de una de las grandes cristaleras que daban a la calle. Sara sabía que o bien se mantenía fiel a sus principios y pasaban las cuatro horas de viaje hasta Grant en completo silencio o se esforzaba en aliviar el ego de Jeffrey a fin de que el trayecto se hiciera soportable.

Estaba a punto de ceder cuando Jeffrey inhaló profundamente, levantando los hombros. Espiró con lentitud, y Sara vio cómo se calmaba de forma progresiva.

– ¿Cómo está Tessie? -preguntó Jeffrey.

– Mejor -dijo ella, inclinándose sobre el pasamanos-. Va mejorando.

– ¿Y tus padres?

– No lo sé -contestó Sara, y la verdad era que no quería planteárselo.

Cathy parecía estar mejor, pero su padre seguía tan enojado que cada vez que Sara lo miraba sentía que la culpa la asfixiaba.

Unas pisadas anunciaron la presencia de al menos dos personas por encima de donde se encontraban. Esperaron a que las dos enfermeras bajaran las escaleras, y ninguna de las dos consiguió disimular una risita.

Cuando pasaron de largo, Sara dijo:

– Todos estamos cansados. Y asustados.

Jeffrey miró la entrada principal del Grady, que se erguía imponente sobre el aparcamiento como la cueva de Batman.

– Estar ahí debe de ser duro para los dos.

Sara se encogió de hombros, subiendo los últimos peldaños hasta el descansillo.

– ¿Cómo te fue con Brock?

– Creo que bien. -Los hombros se le relajaron aún más-. Es un tipo tan raro…

Sara comenzó a subir el siguiente tramo de escaleras.

– Deberías conocer a su hermano.

– Sí, me ha hablado de él. Jeffrey subió hasta donde estaba ella-. ¿Roger sigue en la ciudad?

– Se fue a Nueva York. Creo que ahora es agente de no sé qué.

Jeffrey se estremeció de manera exagerada, y Sara se dio cuenta de que estaba haciendo un esfuerzo para superar la discusión.

– Brock no es tan malo -le dijo Sara, sintiendo la necesidad de ponerse de parte del empresario de la funeraria.

Cuando iban a la escuela, los chavales se metían con él de manera inmisericorde, algo que Sara no soportaba. En la clínica veía a dos o tres chicos al mes que, más que enfermos, estaban hartos de que se metieran con ellos en el colegio.

– Sobre todo me interesará ver el análisis de toxicología -dijo Jeffrey-. El padre de Rosen parece creer que estaba limpio. Su madre no lo tiene tan claro.

Sara levantó una ceja. Los padres siempre eran los últimos en enterarse de que sus hijos tomaban drogas.

– Sí -dijo Jeffrey, reconociendo su escepticismo-. De Brian Keller no me fío tanto.

– ¿Keller? -preguntó Sara, mientras cruzaba el descansillo y ascendía otro tramo.

– Es el padre. El hijo tomó el apellido de la madre.

Sara se detuvo para coger aire.

– ¿Dónde demonios has aparcado?

– En el piso de arriba -dijo-. Un tramo más.

Sara se agarró a la barandilla, ayudándose para subir.

– ¿Qué le pasa al padre?

– No lo sé, pero hay algo que me tiene mosca -dijo Jeffrey-. Esta mañana parecía querer hablar conmigo, pero en cuanto llegó su mujer se le cerró la boca.

– ¿Vas a volver a interrogarle?

– Mañana. Frank está haciendo algunas averiguaciones.

– ¿Frank? -preguntó Sara, sorprendida-. ¿Por qué no mandas a Lena? Su posición es más ventajosa para…

Jeffrey la cortó.

– Lena no es policía.

Sara subió en silencio los últimos peldaños, casi derrumbándose de alivio cuando por fin abrió la puerta que estaba al final de las escaleras. Aun cuando ya acababa el día, la planta superior estaba abarrotada de coches de todas las marcas y modelos. Sobre ellos se gestaba una tormenta, y el cielo era de un ominoso color negro. Las luces de seguridad parpadearon cuando se acercaron al vehículo de policía camuflado de Jeffrey.

Un grupo de jóvenes rondaba en torno a un gran Mercedes negro, los brazos, muy musculados, cruzados sobre el pecho. Cuando Jeffrey pasó junto a ellos, intercambiaron una mirada, intuyendo que era policía. Sara sintió que se le aceleraba el corazón mientras esperaba a que Jeffrey abriera la portezuela, inexplicablemente asustada de que algo terrible sucediera.

Una vez en el interior, se sintió protegida dentro de la mullida crisálida azul. Observó a Jeffrey rodear el coche por la parte de delante para entrar, los ojos clavados en el grupo de gamberros que había junto al Mercedes. Todo ese juego de gestos, sabía Sara, tenía un sentido. Si aquellos chicos creían que Jeffrey estaba asustado, le hostigarían. Si Jeffrey pensaba que eran vulnerables, probablemente se sentiría obligado a imponerse.

– El cinturón -le recordó Jeffrey, cerrando la portezuela. Sara se abrochó el cinturón.

Sara no dijo nada mientras salían del aparcamiento. En la calle apoyó la cabeza en la mano, contemplando el centro de la ciudad, pensando en lo distinto que era todo ahora. Los edificios resultaban más altos, y los coches del carril de al lado parecían discurrir demasiado cerca. Sara ya no era una mujer de ciudad. Quería volver a su pequeña población, donde todos se conocían… o al menos eso creían.

– Siento haber llegado tarde -dijo Jeffrey.

– No pasa nada -contestó Sara.

– Ellen Schaffer. La testigo de ayer.

– ¿Te ha dicho algo?

– No -dijo Jeffrey. Hizo una pausa antes de continuar-: Se suicidó esta mañana.

– ¿Qué? -exclamó Sara. Y antes de que él pudiera responderle, añadió-: ¿Por qué no me lo has dicho?

– Te lo estoy diciendo ahora.

– Deberías haberme llamado.

– ¿Y qué habrías hecho?

– Volver a Grant.

– Eso es lo que estamos haciendo ahora.

Sara intentó controlar su irritación. No le gustaba que la protegieran.

– ¿Quién dictaminó la muerte?

– Hare.

– ¿Hare? -Parte de su irritación se dirigió contra su primo por no habérselo dicho por teléfono-. ¿Averiguó algo? ¿Qué te dijo?

Jeffrey se llevó el dedo a la barbilla e imitó la voz de Hare, que era unas cuantas octavas más aguda que la de Jeffrey. -«No me lo digas, falta algo.»

– ¿Qué faltaba?

– La cabeza de la chica.

Sara soltó un largo gruñido. Detestaba las heridas en la cabeza.

– ¿Estás seguro de que fue un suicidio?

– Eso es lo que debemos averiguar. Había cierta discrepancia con la munición.