– ¿Quién si no iba a pintar esa mierda cerca de la facultad?
Sara intentó encontrar algún fleco en su propia teoría.
– El puente no ha sido pintado hace tiempo.
– Puedo preguntar por ahí, pero no, no creo que esa pintada tenga más de dos semanas.
– ¿De modo que estamos diciendo que hace dos semanas alguien pintó la esvástica y esa porquería en el puente, sabiendo que ayer empujaría a Andy Rosen al vacío y que luego aparecería yo y llevaría a Tessa hasta allí y que tendría ganas de orinar y la apuñalarían en el bosque?
– Ha sido tu teoría -le recordó Jeffrey.
– No dije que fuera buena -admitió Sara. Se frotó los ojos y dijo-: Estoy tan cansada que apenas puedo ver con claridad.
– ¿Quieres intentar dormir?
Lo intentó, pero sólo pensaba en Tessa, y en lo único que le había pedido cuando despertó: que encontrara al hombre que le había hecho eso.
– Abandonemos la teoría racista -dijo Sara-. Digamos que los dos fueron un montaje para que parecieran suicidios. ¿Crees que es mejor ocultar el hecho de que dos estudiantes han sido asesinados?
– ¿Te digo la verdad? -preguntó Jeffrey-. No lo sé. No quiero darles falsas esperanzas a los padres, y no quiero que cunda el pánico en el campus. Y si se trata de asesinatos, cosa de la que no estamos seguros, a lo mejor al tipo le da por alardear y comete algún error.
Sara sabía a qué se refería. A pesar de la creencia popular, los asesinos casi nunca quieren que los atrapen. El asesinato era el ejercicio más arriesgado que existe, y cuanto más quieren salir impunes, más se afanan en eliminar pruebas.
– Si alguien está asesinando estudiantes, ¿cuál es el móvil? -preguntó Sara.
– Lo único que se me ocurre son las drogas.
Sara estaba a punto de preguntar si las drogas suponían un problema en el campus, pero se dio cuenta de que era una pregunta estúpida. Lo que preguntó fue:
– ¿Tomaba drogas Ellen Schaffer?
– Por lo que he averiguado, era una de esas personas obsesionadas con la salud, así que lo dudo. Jeffrey miró por el espejo lateral antes de adelantar a un dieciocho ruedas situado en el carril de al lado-. Puede que Rosen hubiera tomado, pero hay razones para creer que estaba limpio.
– ¿Y qué me dices de lo de la aventura amorosa?
Jeffrey frunció el ceño.
– No sé muy bien si fiarme de Richard Carter. Es como una cuchara, siempre está removiéndolo todo. Y es obvio que no soporta a Andy. Le creo capaz de haber hecho correr el rumor él mismo sólo para poder disfrutar del espectáculo.
– Bueno, supongamos que dice la verdad -dijo Sara-. ¿Es posible que el padre de Andy tuviera una aventura con Schaffer?
– No era alumna suya. No hay razón alguna por la que ella tuviera que conocerle. Tenía montones de chavales de su edad postrados a sus pies.
– Ésa podría ser una razón por la que le atraía un hombre mayor. Le parecería más sofisticado.
– No Brian Keller -dijo Jeffrey-. El tipo no es precisamente Robert Redford.
– ¿Has preguntado por ahí? -insistió Sara-. ¿Hay alguna relación?
– No que yo sepa. De todos modos, mañana voy a hablar con él. Tal vez me dé alguna pista.
– Quizá confiese.
Jeffrey negó con la cabeza.
– Estaba en Washington. Frank lo verificó esta tarde. -Al cabo de unos segundos, le concedió-: Pudo haber contratado a alguien.
– ¿Y el móvil?
– Tal vez… -Pero Jeffrey no acabó la frase-. Joder, no lo sé. Siempre acabamos en cuál es el móvil. ¿Por qué alguien iba a hacer algo así? ¿Qué podía ganar?
– La gente mata por muy pocas razones -dijo Sara-. Dinero, drogas o motivos emocionales como celos o ira. Si fueran asesinatos al azar tendríamos a un asesino en serie.
– Cristo -dijo Jeffrey-. No digas eso.
– Admito que no es probable, pero nada me cuadra. -Sara hizo una pausa-. Y volvemos a lo mismo: Andy pudo haber saltado, Ellen Schaffer a lo mejor estaba deprimida, y el encontrar el cadáver disparó su… -Sara se interrumpió-. No intentaba hacerme la ingeniosa.
Jeffrey la miró.
– A lo mejor Schaffer se mató. A lo mejor se mataron los dos.
– ¿Y Tess?
– ¿Qué pasa con ella? -preguntó Sara-. Es posible que su agresión nada tenga que ver con los otros dos casos. Si son suicidios, quiero decir. -Sara intentó meditarlo detenidamente, pero su mente era incapaz de hacer encajar las pistas que tenían-. A lo mejor se encontró con alguien que hacía algo ilegal en el bosque.
– Lo recorrimos centímetro a centímetro y sólo encontramos el colgante -dijo Jeffrey-. Y si ése fuera el caso, ¿por qué el tipo iba a quedarse para espiaros a Tessa y a ti?
– Quizá quien miraba era otra persona, alguien que había salido a correr un rato.
– ¿Por qué correría al ver a Lena?
Sara espiró lentamente, pensando que necesitaba dormir antes de enfrentarse a todo eso.
– No dejo de pensar en el arañazo de la espalda de Andy. Puede que en la autopsia averigüe algo. -Apoyó la cabeza en la mano, abandonando cualquier intento de utilizar la lógica-. ¿Qué más te preocupa?
Jeffrey movió la barbilla, y Sara supo la respuesta antes de oírla:
– Lena.
Sara reprimió un suspiro al mirar por la ventanilla. A Jeffrey siempre le había preocupado Lena.
Sara preguntó:
– ¿Qué ha hecho? -y dejó el «esta vez» fuera de la frase.
– No ha hecho nada -dijo Jeffrey-. O a lo mejor sí. No lo sé. -Hizo una pausa, probablemente para reflexionar sobre ello-. Creo que conocía al chaval, a Rosen. Encontramos sus huellas en un libro de la biblioteca cuando examinamos el apartamento de Rosen.
– Puede que ella también lo sacara.
– No -le dijo Jeffrey-. Miramos los archivos.
– ¿Y os los dejaron ver?
– No lo hicimos a través de los bibliotecarios -le confesó Jeffrey.
Sara sólo se pudo imaginar qué clase de teclas habría pulsado Jeffrey para tener acceso a los archivos de la biblioteca. A Nan Thomas le daría un ataque de histeria si lo averiguaba, y no sería Sara quien la culpara por ello.
– A lo mejor Lena se lo llevó sin que nadie lo supiera -sugirió Sara.
– ¿Te parece Lena la clase de persona que leería El pájaro espino?
– No tengo ni idea -admitió Sara, aunque no se imaginaba a Lena realizando una actividad tan sedentaria como leer, y mucho menos una historia de amor-. ¿Se lo preguntaste? ¿Qué te dijo?
– Nada -dijo Jeffrey-. Intenté que viniera conmigo. No quiso.
– ¿A comisaría?
Jeffrey asintió.
– Si me lo pidieras, yo tampoco iría.
– ¿Por qué?
Jeffrey sentía verdadera curiosidad.
– No seas ridículo -contestó Sara, sin molestarse en contestar a la pregunta-. ¿Crees que Lena tiene algo que ocultar?
– No lo sé. -Tamborileó los dedos en el volante-. Parecía muy reservada. Cuando hablamos en la colina, después de que tú y Tessa os marcharais, pareció reconocer el nombre de Andy. Y cuando le pregunté, lo negó.
– ¿Recuerdas su reacción cuando le dimos la vuelta al cadáver?
– No estaba presente -le recordó Jeffrey.
– Es verdad.
– También encontramos otra cosa en el cuarto de Rosen -dijo Jeffrey-. Unas bragas.
– ¿De Lena? -Sara se preguntó por qué no se lo había dicho antes.
– Es una suposición -contestó Jeffrey.
– ¿Cómo eran?
– No de las que tú llevas. Pequeñas.
Sara lo fulminó con la mirada.
– Muchas gracias.
– Ya sabes a qué me refiero. De esas que son más finas en el culo.
Sara apuntó:
– ¿Un tanga?
– Probablemente. De seda, granate, con encaje en los laterales.
– Me parece tan propio de Lena como que leyera El pájaro espino.
Jeffrey se encogió de hombros.
– Nunca se sabe.