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– Siento que no te gustara la película.

– No es culpa tuya -dijo Lena, aunque él había elegido una película francesa subtitulada.

– Pensé que te gustaría este tipo de películas.

Lena se preguntó si había habido alguien en la historia universal que pudiera estar más equivocado.

– Cuando tengo ganas de leer -dijo-, cojo un libro.

– ¿Lees mucho?

– No mucho -dijo Lena, aunque últimamente se había enganchado a las novelas de amor ñoñas de la biblioteca de la facultad. Lena escondía los libros detrás del estante para los periódicos para que nadie los sacara antes de que ella los hubiera acabado. Se habría cortado el cuello antes de permitir que Nan Thomas se enterara de la basura que leía.

– ¿Y las películas? -insistió Ethan a pesar de las lacónicas respuestas de Lena-. ¿Qué películas te gustan?

Lena intentó no parecer enfadada.

– No lo sé, Ethan. Las que tienen pies y cabeza.

El muchacho captó la indirecta y se calló. Lena miraba al suelo, procurando no tropezar. Aquella noche se había puesto sus botas camperas, y no estaba acostumbrada a andar con tacones, aunque fueran bajos. Vestía tejanos y una camisa verde oscura abotonada hasta abajo, y se había aplicado un poco de lápiz de ojos como concesión a salir al mundo real. Se había dejado el pelo suelto para que Ethan se enterara de lo poco que le importaba su opinión.

Ethan vestía unos tejanos holgados, pero seguía llevando manga larga, esta vez una camiseta negra. Ella sabía que no era la misma camiseta de antes, porque le llegaba el olor a detergente de lavandería, con un toque de lo que parecía colonia almizclada. Unas botas de trabajo con puntera de acero y aspecto industrial completaban el conjunto, y Lena se dijo que si lo perdía en el bosque, podría seguirle el rastro gracias a la profunda huella que dejaban las suelas en la tierra.

Al cabo de pocos minutos llegaron a un claro que había detrás del colegio mayor de los chicos. Grant Tech era bastante anticuado, y sólo una de las residencias era mixta, pero, al tratarse de una universidad, los estudiantes habían encontrado una manera de saltarse las reglas, y todo el mundo sabía que Mike Burke, el profesor responsable de la residencia de chicos, estaba sordo como una tapia, y era bastante improbable que oyera a las chicas que entraban y salían furtivamente a todas horas. Lena se dijo que aquella noche debían de haberle robado el sonotone y encerrado al profesor en un armario, pues la música procedente del edificio sonaba tan fuerte que el suelo temblaba bajo sus pies.

– Esta semana el doctor Burke está en casa de su madre -le explicó Ethan, con una sonrisa-. Ha dejado su número por si le necesitamos.

– ¿Ésta es tu residencia?

Ethan asintió mientras caminaba hacia el edificio.

Lena le detuvo, levantando la voz por encima de la música para decirle:

– Cuando estemos ahí dentro trátame como si fuera tu acompañante, ¿entendido?

– Eso es lo que eres, ¿o no?

Lena le dirigió una mirada que esperó respondiera a su pregunta.

– Venga.

Ethan echó a andar de nuevo y ella le siguió.

Mientras se acercaban a la residencia, a Lena el ruido se le hizo insoportable. Todas las luces del edificio estaban encendidas, incluyendo las de las habitaciones del piso superior, reservadas para el director del colegio. La música era una mezcla entre tecno europeo y acid jazz con unas gotas de rap, y Lena se imaginó que los oídos comenzarían a sangrarle en cualquier momento a causa del nivel de decibelios.

– ¿No les preocupa que vengan los de seguridad? -preguntó Lena.

Ethan sonrió ante la pregunta, y ella frunció el ceño, admitiendo que era una suposición absurda. Casi todas las mañanas, cuando aparecía en el trabajo, se encontraba al que hubiera estado de turno por la noche acostado en el camastro de la habitación de atrás, tapado con una manta hasta la barbilla, y con señales de baba en el almohadón de haber estado durmiendo toda la noche. Sabía que aquella noche Fletcher estaba de guardia. De todos los vigilantes nocturnos, era el peor. En los escasos meses que Lena llevaba trabajando allí, Fletcher no había anotado ni un incidente en su cuaderno. Naturalmente, muchos delitos nocturnos quedaban sin denunciar o pasaban desapercibidos a causa de la oscuridad. Lena había leído en un panfleto informativo que menos del cinco por ciento de todas las mujeres violadas en los campus universitarios informaban de la agresión a la policía. Alzó los ojos hacia el colegio mayor, preguntándose si alguna muchacha estaría siendo violada en ese momento.

– ¡Hey, Green!

Un joven que era un poco más alto y recio que Ethan le lanzó el puño contra el hombro. Ethan devolvió el golpe e intercambiaron un complicado apretón de manos que casi parecía una de esas antiguas danzas sureñas.

– Lena -dijo Ethan, forzando la voz para que se oyera por encima de la música-. Éste es Paul.

Lena esbozó su mejor sonrisa, preguntándose si ése sería el amigo de Andy Rosen.

Paul la miró de arriba abajo, para comprobar si tenía un polvo. Ella hizo lo mismo, y le hizo saber por la expresión de su rostro que no cumplía sus exigencias. Era un guapo insulso, como muchos de esos adolescentes que sólo han puesto un pie en la edad adulta. Llevaba una visera amarilla al revés, y una mata de pelo rubio descolorido y muy corto asomaba en la coronilla. Llevaba un chupete de niño y un puñado de amuletos que parecían de la colección de la señorita Pepis colgando de una cadena de metal verde. Vio que ella contemplaba sus abalorios y se llevó el chupete a la boca, chupándolo sonoramente.

– Qué hay -dijo Ethan dándole un puñetazo en el hombro a Paul, comportándose como si fueran colegas-. ¿Dónde está Scooter?

– Dentro -dijo Paul-. Probablemente intentando que quiten esta mierda de música para negros.

Hizo una pose, moviendo las manos al ritmo de la música. Lena se puso tensa al oír la manera en que dijo «para negros», pero procuró disimularlo. Pero no lo debió conseguir, porque Paul le preguntó:

– ¿Te molan los negratas o qué? -añadió en un marcado dialecto que sólo utilizaría un cerdo racista.

– Cállate, tío -dijo Ethan, lanzándole un puñetazo más fuerte que el de antes.

Paul se rió, pero el golpe le hizo recular hacia un grupo de gente que caminaba hacia el bosque, y se puso a soltar consignas racistas hasta que estuvo lo bastante lejos para que la música ahogara sus palabras.

Ethan seguía con los puños apretados, y los músculos de los hombros se le marcaban bajo la camiseta.

– Capullo de mierda -escupió.

– ¿Por qué no te calmas? -preguntó Lena, pero el corazón se le aceleró cuando Ethan se volvió hacia ella.

Su cólera la atravesó como un láser, y Lena se llevó la mano al bolsillo de atrás, tocando el cuchillo como si fuera un talismán.

– No le hagas caso, ¿entendido? Es un idiota -dijo Ethan.

– Sí -contestó Lena, intentando relajar la situación-, lo es.

Ethan le lanzó una mirada compungida, como si le pareciera muy importante que ella lo creyera antes de que entraran en la residencia.

La puerta principal estaba abierta, y había un par de estudiantes. Lena no supo de qué sexo eran, pero se imaginó que si quedaba por ahí unos segundos más, lo vería por sí misma. Pasó junto a ellos, evitando su mirada, intentando identificar el peculiar olor que flotaba en el ambiente. Después de siete meses trabajando en la universidad, conocía muy bien el olor de la marihuana, pero no era eso.

En la entrada, un largo vestíbulo central con una escalera conectaba los tres pisos, y dos pasillos más, perpendiculares, daban acceso a las habitaciones y los dormitorios. La residencia tenía la misma distribución que las otras del campus. La unidad en donde vivía Lena era muy parecida, excepto por el hecho de que todas las habitaciones de la residencia de la facultad poseían una suite con su propio cuarto de baño y una salita que también hacía las veces de cocina americana. Aquí había dos estudiantes por habitación, y cuartos de baño comunitarios al final de cada pasillo.