Lena se mordió el labio, se miró las manos. Ahora le manaba sangre de la palma, pero ella parecía no darse cuenta. Jeffrey bajó la guardia un momento, incapaz de callar.
– ¿Cómo puedes protegerle? -preguntó-. ¿Cómo puedes haber sido policía diez años y ahora proteger a una basura como ésa?
Sus palabras parecían dar en la diana, así que prosiguió.
– Lena, es un mal bicho. No sé qué relación tienes con él, pero… ¡Cristo! Eres policía. Ya sabes cómo estos capullos consiguen esquivar la ley. Por cada chorrada en la que le han pillado, hay una docena de delitos graves de los que ha logrado escapar. Jeffrey volvió a intentarlo.
– Su padre estuvo en la trena, en una prisión federal, por vender armas. Y no estamos hablando de pistolas. Traficaba con rifles de alta precisión y ametralladoras. -Hizo una pausa, a la espera de que ella dijera algo. Al ver que callaba, añadió-: ¿Ethan te ha hablado de su hermano?
– Sí -contestó Lena con tanta brusquedad que Jeffrey supo que mentía.
– ¿Sabes que está en la cárcel?
– Sí.
– ¿Sabes que está en el corredor de la muerte por asesinar a un negro? -Hizo otra pausa-. No era sólo un negro. Era un policía negro.
Lena clavó la vista en la mesa, le temblaba una pierna, aunque él sabía que el temblor se debía a que estaba nerviosa o colérica.
– Es un mal bicho, Lena.
Ella negó con la cabeza, aunque tenía suficientes pruebas ante sí.
– Te he dicho que no es mi novio.
– Sea lo que sea, es un cabeza rapada. Tanto da que se haya dejado crecer el pelo o haya cambiado de nombre. Sigue siendo un cabrón racista, igual que su padre, igual que su hermano, el asesino de policías.
– Y yo soy medio hispana -le replicó Lena-. ¿Has pensado en ello? ¿Qué hace con alguien como yo si es racista?
– Buena pregunta -dijo Jeffrey-. A lo mejor quieres contestártela la próxima vez que te mires al espejo.
Lena dejó de hurgarse la mano y apretó las palmas sobre la mesa.
– Escucha -comenzó Jeffrey-, sólo te lo diré una vez. No sé en qué estás metida, pero sea lo que sea, si ese tipo está implicado, tienes que contármelo. No puedo ayudarte si te involucras aún más.
Lena se miró las manos, sin hablar, y él sintió ganas de agarrarla y zarandearla para obligarla a decir algo sensato. Quería que le explicara cómo era posible que anduviera con un asqueroso racista de mierda como Ethan White, y que lo que de verdad deseaba era que ella le dijera que todo era un enorme malentendido y que lo lamentaba. Y que iba a dejar de beber.
Pero todo lo que dijo Lena fue:
– No sé de qué me estás hablando.
Jeffrey tenía que volver a intentarlo.
– Si me estás ocultando algo… -dijo, con la esperanza de que ella acabara la frase.
Pero no fue así.
Probó con otra táctica.
– No hay manera de que te reincorpores al cuerpo si sigues viéndote con ese tipo.
Lena levantó la cabeza, y por primera vez Jeffrey leyó su expresión con total claridad: sorpresa.
Ella se aclaró la garganta, como si le costara hablar.
– No sabía que hubiera alguna posibilidad de volver.
Jeffrey recordó que ahora trabajaba para Chuck, y le dolió igual que el día en que se enteró.
– No deberías trabajar para ese capullo.
– Sí, bueno -dijo, aún con un hilo de voz-. El capullo para el que trabajaba antes me dejó bien claro que ya no me necesitaba. -Lena miró su reloj-. Por cierto, llego tarde al trabajo.
– No te vayas así -le rogó Jeffrey, consciente de que le estaba suplicando-. Por favor, Lena. Yo sólo… por favor.
Lena soltó una risotada, haciéndole quedar como un idiota.
– ¡Te dije que hablaría contigo! -exclamó-. A menos que tengas algún cargo contra mí, me largo de aquí.
Jeffrey se reclinó en la silla, deseando que Lena le diera una explicación.
– ¿Jefe? -preguntó Lena, con tan poco respeto como le fue humanamente posible.
Jeffrey hojeó la carpeta, leyendo en voz alta la lista de cargos que nunca habían llegado a la sala del tribunal.
– Incendio provocado. Agresión grave. Robo de coches a gran escala. Violación. Asesinato.
– Parece un best seller -dijo Lena, poniéndose en pie-. Gracias por la charla.
– La chica -insistió Jeffrey-. La que fue violada y asesinada a golpes mientras él estaba sentado en su camión y miraba. -Lena siguió allí y él prosiguió-. ¿Sabes quién era?
Ella le replicó enseguida. -¿Blancanieves?
– No -contestó Jeffrey cerrando la carpeta-. Era su novia.
Jeffrey estaba sentado en su coche delante del edificio de la asociación de estudiantes, mirando a un grupo de mujeres que pegaban carteles en las farolas del patio. Todas eran jóvenes, de aspecto saludable, vestidas con chándal o sudadera. Cualquiera de ellas podría haber sido Ellen Schaffer. Cualquiera de ellas podría ser la próxima víctima.
Había ido a decirle a Brian Keller que era probable que su hijo hubiera sido asesinado. Jeffrey quería ver cuál era la reacción del hombre ante la noticia. También deseaba averiguar qué era lo que Keller no quiso decirle delante de su mujer. Jeffrey tenía la esperanza de que éste le proporcionara una pista sólida. De hecho, lo único que tenía era a Lena, y no podía aceptar que ella estuviera implicada.
La noche anterior Sara le había señalado las diferencias entre la escena del crimen de Andy Rosen y la de Ellen Schaffer. Si alguien preparó la de Andy Rosen, hizo un trabajo de primera. Pero lo de Ellen Schaffer era otro asunto. Aun cuando el asesino no se hubiera dado cuenta de que había aspirado un diente, la flecha dibujada en el patio era una mofa bastante evidente. En cierto momento, Sara había sugerido que las diferencias entre ambos crímenes podían indicar que quizás había dos asesinos. Jeffrey había desechado la idea, pero después de ver a Lena y Ethan juntos ya no sabía qué pensar.
En la sala de interrogatorios, Lena se había mostrado distinta, comportándose como una perfecta desconocida. El hecho de que no sólo hubiera defendido el pasado de Ethan White, sino negado que le hubiera hecho daño, hacía que Jeffrey se cuestionara todo lo que había explicado hasta ahora sobre el caso. Llevaba mucho tiempo siendo policía, y había visto cómo los maltratadores embaucaban incluso a las mujeres más fuertes. Era asombroso comprobar lo parecidos que eran los métodos de todos ellos y cuán fácilmente algunas mujeres se dejaban engatusar. En esos momentos había miles de mujeres en presidio porque las habían pillado en posesión de la droga de sus parejas. Y algunos miles más habían cometido algún delito porque la cárcel era el único lugar donde podían protegerse de los malos tratos.
En Birmingham, cuando Jeffrey era patrullero, había acudido al menos diez veces a socorrer a la misma mujer. Era directora de comunicaciones de una empresa internacional, y tenía dos títulos de Auburn. Casi un millar de personas en el mundo podían responder por ella, y cada vez que Jeffrey acudía a su casa porque le llamaban los vecinos, ella se quedaba en la entrada, con la cara ensangrentada, las ropas destrozadas, diciendo que se había caído por las escaleras. Su marido era un capullo canijo que se calificaba a sí mismo de padre hogareño. De hecho, era un alcohólico incapaz de conservar un empleo y que vivía del dinero de su mujer. Al igual que casi todos los maltratadores, era amable y encantador y no veía el aspecto que tenía su mujer cuando acababa de sacudirle. En la actualidad, un policía no necesitaba el testimonio de una mujer para arrestar a un maltratador, pero en aquella época las leyes protegían al marido.
Jeffrey se acordaba de un caso en particular. Estaba en la puerta de la casa, helado de frío, viendo cómo la sangre le resbalaba por la pierna de la víctima y formaba un charco a sus pies a causa de Dios sabe qué, mientras ella insistía en que su marido era un buen hombre que nunca le había puesto la mano encima. De hecho, la única vez que Jeffrey vio que el marido la tocara fue cuando la enterraron. Metió una mano dentro del ataúd y le dio unas palmaditas en la cabeza, y a continuación le ofreció a Jeffrey la mayor sonrisa de hijoputa que éste había visto y le dijo: