Acabó el dictado con la misma conclusión que le había comunicado antes a Jeffrey.
– La muerte se ha debido a la oclusión de las arterias carótidas con hipoxia cerebral.
Apagó el micrófono y se quitó los guantes.
– Nada -resumió Jeffrey:
– Nada -coincidió Sara, poniéndose otro par de guantes. Estaba cosiendo el pecho con un punto normal de pelota de béisbol cuando se oyó el montacargas que había junto a las escaleras.
Carlos se marchó antes de que se abrieran las puertas.
– Hola, señora -dijo Brock, empujando una camilla de acero inoxidable hacia el interior del depósito-. Siento llegar tarde. De pronto aparecieron algunas personas de luto reciente y tuve que atenderlas. Le podría haber dicho a mamá que llamara, pero ya sabéis. -Le sonrió a Jeffrey, a continuación a Sara, incapaz de confesar que no podía confiar en su propia madre-. De todos modos, me figuré que no perderíais el tiempo.
– No pasa nada -le aseguró Sara, acercándose al congelador.
– A éste no me lo llevo -dijo Brock, señalando a Dickson-. Parker está en Madison y los recogerá.
La camilla se enganchó en una baldosa rota y Brock trastabilló.
– ¿Puedo echarte una mano? -le preguntó Jeffrey.
Brock soltó una risita, enderezándose.
– Llevo el carné de conducir y los papeles del coche, jefe -como si Jeffrey le hubiera detenido por saltarse una señal de tráfico. Sara sacó el cuerpo de Andy Rosen y comenzó a ayudar a Brock a moverlo.
– ¿Necesitas la bolsa? -preguntó Brock.
– Tráemela mañana -dijo Sara. Pero enseguida se acordó de Carlos y cambió de opinión-. De hecho, ¿te importaría usar una de las tuyas?
– Soy como los boy scouts -dijo Brock.
Metió la mano bajo la camilla y sacó una bolsa verde oscuro para cadáveres con el emblema de Brock e Hijos impreso a un lado en letras doradas.
Sara tiró de la cremallera mientras colocaba la bolsa sobre la camilla.
– Bonita incisión -observó Brock-. Puedo pegarlo y luego meterle un poco de algodón encima, no hay problema.
– Bien -le contestó Sara, sin saber qué más decir.
– Ayer, cuando estuve aquí, le eché un vistazo sólo para ver cómo le embalsamaría. -Exhaló un suspiro de resignación-. Supongo que puedo utilizar un poco de masilla para remendarle la cabeza. Pero este cabrón goteará como me llamo Brock.
Sara dejó lo que estaba haciendo.
– ¿Goteará? ¿El qué?
Brock le señaló la frente.
– El agujero. Creía que lo habías visto, Sara. Lo siento.
– No -dijo Sara, agarrando la lupa.
Apartó el pelo de Andy Rosen y encontró una pequeña perforación en el cuero cabelludo. El cuerpo llevaba ya muchas horas en decúbito, y la piel había tenido tiempo de contraerse. Ahora el agujero se veía sin lupa.
– No puedo creer que se me pasara por alto -dijo Sara.
– Le examinaste la cabeza -dijo Jeffrey-. Te vi hacerlo.
– Ayer por la noche estaba tan cansada -se disculpó Sara, aunque le pareció una excusa muy pobre-. Maldita sea.
Brock se quedó visiblemente sorprendido por la exclamación. Sara sabía que debía disculparse, pero estaba demasiado enfadada.
La perforación que había en la frente de Andy Rosen era debida, sin duda, a una aguja. Alguien le había puesto una inyección en el cuero cabelludo, con la esperanza de que la pequeña herida quedara oculta por los folículos pilosos. De no habérsela señalado Brock, nunca la hubiera visto.
– Necesito a Carlos. Vamos a volver a tomar muestras de sangre y tejido.
– ¿Le queda sangre? -preguntó Jeffrey.
– Nosotros no… -dijo Brock.
– Claro que queda sangre -le interrumpió Sara. A continuación, para sí misma, añadió-: Quiero extirpar esta zona de alrededor de la frente. ¿Alguien sabe decirme qué más se me ha pasado por alto?
Se quitó las gafas, tan furiosa que se le nubló la vista.
– Maldita sea -repitió-. ¿Cómo se me pudo pasar?
– Yo tampoco lo vi -dijo Jeffrey.
Sara se mordió el labio inferior para no explotar.
– Lo necesito durante al menos otra hora.
– Oh, vale -dijo Brock, ansioso por marcharse-. Llámame cuando acabes.
Sara estaba sentada en el mármol de la cocina, contemplando el microondas y preguntándose si podía contraer cáncer por sentarse tan cerca del aparato. Estaba tan cansada que no le importaba, y tan furiosa consigo misma por haber pasado por alto la punción de aguja del cuero cabelludo de Andy Rosen que casi daba por bueno el castigo. Tres horas del más complicado examen físico que Sara había realizado en su vida no arrojó nada nuevo en el caso de Rosen. A continuación, llevó a cabo el mismo examen detallado con William Dickson, haciendo que Carlos y Jeffrey siguieran todos sus movimientos para tener una triple comprobación de lo que hacía.
Se había pasado otra hora con los ojos pegados al microscopio, estudiando los fragmentos del cuero cabelludo de Ellen Schaffer recuperados en la escena del crimen. Al final Jeffrey logró convencer a Sara de que, aunque hubiera alguna prueba que no hubiera resultado dañada y fuera aún detectable, estaba demasiado cansada para encontrarla. Necesitaba irse a casa y descansar. Jeffrey le prometió que, después de que ella descansara, la llevaría de vuelta al depósito para que pudiera revisarlo todo otra vez. En aquel momento, la idea le había parecido bien a Sara, pero el sentimiento de culpa y la necesidad de respuestas impedían que se le pasara por la cabeza cerrar los ojos. Se le había pasado por alto algo crucial en el caso, y, de no haber sido por Brock, Andy Rosen habría sido incinerado, destruyéndose toda esperanza de que Sara encontrara algo que demostrara que lo habían asesinado.
Sonó la alarma del microondas, y Sara sacó su pollo con pasta precocinado, sabiendo, antes de quitar la envoltura transparente, que sería incapaz de comérselo. Incluso los perros arrugaron el hocico ante el olor, y Sara se planteó tirarlo al cubo de la basura que estaba fuera antes de que la dominara la pereza y acabara arrojándolo al triturador de basura del fregadero.
La nevera no tenía mucho que ofrecerle, exceptuando una mandarina reseca que se había pegado al estante de cristal, y dos tomates de aspecto fresco y origen dudoso. Sara se quedó mirando el frigorífico, sin expresión, debatiendo sus opciones, hasta que el estómago comenzó a quejarse. Por fin decidió hacerse un sándwich de tomate sentada a la mesita con ruedas de la cocina, para poder mirar el lago. Fuera se oía el rugido de los truenos. La tormenta les había seguido desde Atlanta.
Sara observó la hilera de platos y vasos colocados en el escurridor que había junto al fregadero en el que Jeffrey los había lavado, y por alguna estúpida razón se le escaparon algunas lágrimas. Ni todas las flores del mundo ni los más hermosos cumplidos podían compararse con un hombre que hacía las tareas domésticas.
– Dios mío -exclamó Sara, riéndose de sí misma.
Se secó los ojos y se dijo que la falta de sueño y el estrés la estaban dejando para el arrastre.
Estaba pensando en darse una buena ducha y quitarse la mugre del día cuando alguien llamó enérgicamente a la puerta. Sara refunfuñó al levantarse, suponiendo que algún vecino bienintencionado se dejaba caer para interesarse por Tessa. Durante una fracción de segundo se le ocurrió fingir que no estaba en casa, pero la mínima posibilidad de que algún vecino le trajera un guiso o un pastel la empujó a abrir la puerta.
– Devon -dijo, sorprendida al ver al novio de Tessa en el porche.
– Hola -le contestó él, metiéndose las manos en los bolsillos. A sus pies había una bolsa de marinero-. ¿Por qué hay un poli vigilando?
Sara saludó a Brad, quien se hallaba en el interior de un vehículo estacionado al otro lado de la calle desde que ella llegara a casa.