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Algún capullo había decidido elegir ese día para dejarse abiertas las jaulas del laboratorio. Se habían escapado cuatro ratones, y cada uno de ellos valía para la universidad más de lo que Lena ganaba en un año, por lo que todo el personal disponible se había movilizado para encontrarlos. Eso había sido a mediodía, y ahora eran más de las seis, y sólo dos de esos cabrones de ojillos brillantes habían sido encontrados.

Lena se había cambiado de ropa al salir de la comisaría, pero tras todo un día de búsqueda volvía a estar sudorosa. Sentía cómo la camisa se le pegaba al cuerpo, y aún estaba cansada de la noche anterior. Tenía la cabeza a punto de estallar, y la peor resaca que había sentido en su vida. Un trago lo hubiera solucionado, o al menos lo habría aminorado, pero aquella mañana, sentada en la sala de interrogatorios, Lena se había hecho una promesa: nunca volvería a probar el alcohol.

Ahora se daba cuenta de los errores que había cometido, y casi todos estaban relacionados con el whisky. El resto tenía que ver con Ethan, y por eso se había hecho otra promesa: él quedaba fuera de su vida. Promesa que había podido mantener durante dos horas. Chuck la obligó a atender la centralita de la oficina de seguridad. Ethan había telefoneado, aterrorizado, chillando como una nena, y le había contado que acababa de encontrar a Scooter. El idiota incluso había borrado las huellas de la habitación, como si no pudiera justificar que sus huellas estuvieran allí. Como si Lena no supiera guardarse las espaldas.

A la puerta de la residencia de Scooter, Lena le había dicho a Ethan que se fuera a tomar por culo, y él seguía sin dejarla en paz. Incluso se ofreció a ayudarle a buscar el ratón desaparecido, y durante seis horas hizo todo lo que pudo para llamar su atención. Por lo que a Lena se refería, aquella mañana ya había dicho todo lo que pensaba decirle en lo que quedaba de vida a Ethan Green o White, o como fuera que se llamara. Había acabado con él. Si Jeffrey la dejaba volver a la policía alguna vez, su primera prioridad sería asegurarse de que encerraran a ese capullo en la celda más próxima. Y Lena en persona echaría la llave al mar.

– Mete la cabeza, así verás mejor -dijo Chuck, cerniéndose sobre ella como una madre dominante.

Al igual que con todos los trabajos de mierda que tenía que hacerle, a Chuck le sobraban los consejos acerca de cómo hacerlo tanto como le faltaban las intenciones de ayudarla.

Lena se guardó la navaja en el bolsillo y obedeció, metiendo la cabeza en la polvorienta caja metálica. Se dio cuenta demasiado tarde de que tenía el culo en pompa, y de que Chuck disfrutaba de la vista.

Estaba a punto de pegarle un grito cuando una voz colérica chilló:

– ¿Qué demonios están haciendo al respecto? Tengo un trabajo importante que hacer.

Lena se golpeó al sacar la cabeza. Brian Keller estaba a un palmo de Chuck, rojo de ira.

– Hacemos todo lo que podemos, doctor Keller -dijo Chuck.

Keller se quedó sorprendido al ver a Lena. Les pasaba a muchos profesores que habían trabajado con Sibyl, y ella estaba acostumbrada.

Lena le saludó con la mano, intentando ser agradable. Keller tenía la mala suerte de estar en el laboratorio adyacente. El ruido y las interrupciones constantes habían comenzado a atacarle los nervios a eso de la una, y había cancelado el resto de sus clases con unos cuantos improperios bien elegidos y dirigidos a Chuck. Era el tipo de persona a la que Lena podría llegar a apreciar. Contrariamente a Richard Carter, que eligió ese momento para asomar la cabeza en el aula.

– ¿Cómo va todo? -preguntó.

– No se permiten chicas -le soltó Chuck, y Richard le hizo ojitos en un gesto coqueto.

Chuck estaba a punto de añadir algo más, pero la atención de Richard se centró en Brian Keller.

– Hola, Brian -dijo, como un recién nacido con gases-. Puedo encargarme de tus clases si quieres irte. De verdad.

– Las clases han acabado hace dos horas, idiota -rezongó Keller.

Richard se desinfló como un globo.

– Yo sólo… -comenzó, con un asomo de irritación en su tono.

Keller dio media vuelta, dándole la espalda a Richard mientras golpeaba levemente con un dedo a Chuck.

– Tengo que hablar con usted. No puedo permitir estas interrupciones en mi trabajo.

Chuck asintió en un gesto brusco, y le pasó el muerto a Lena antes de irse con Keller.

– No se vaya hasta haber registrado todo el conducto, Adams.

– ¿Qué? -preguntó Lena.

Richard se dirigió a ella.

– Soy un colega del departamento -susurró, la mandíbula tan apretada que a Lena le sorprendió que pudiera hablar. Señaló con el dedo la entrada vacía-. No tiene derecho a hablarme así delante de los demás. Merezco… me he ganado… al menos una pizca de respeto.

– Vale -dijo Lena, preguntándose por qué estaba tan mosqueado.

Que ella supiera, Brian Keller trataba igual a todo el mundo.

– Esta noche tiene una clase -dijo Richard-. Lo que yo le proponía era dar su clase nocturna.

– Mmm -murmuró Lena-. Creo que la ha cancelado. Richard se quedó mirando la entrada como un pit bull a la espera de un intruso. Lena nunca le había visto furioso. Los ojos le salían de las órbitas y tenía la cara congestionada menos los labios, finos y blancos, apretados en una línea recta. Lena no supo si marcharse o echarse a reír.

– Escucha, que le den por culo -dijo Lena, y se preguntó si no sería ese el problema.

Aunque no decía mucho a favor de los gustos sexuales de Richard, sí explicaba bastante su comportamiento.

Richard puso los brazos en jarras.

– No tengo por qué tolerar que me traten así. Y menos él. En este departamento somos iguales y no toleraré este tipo de…

Lena volvió a intentarlo.

– Vamos, el hombre acaba de perder a su hijo.

Richard rechazó esa excusa con un brusco movimiento de mano.

– Todo lo que pido es que se me trate como un adulto. Como un ser humano.

Lena no podía perder el tiempo con Richard, pero sabía que éste no se iría nunca si no mostraba cierta comprensión hacia él.

– Tienes razón. Es un borde.

Richard la miró por fin, y cuando iba a apartar los ojos se volvió otra vez. La pregunta la sorprendió, aunque no tenía por qué.

– ¿Quién te ha pegado?

– ¿Qué? -exclamó Lena, aunque sabía que se refería al corte del ojo-. No. Me caí. Me di contra la puerta. Fue una estupidez. -Sintió la necesidad de ofrecer más explicaciones, pero se reprimió. De su época de policía sabía que a los mentirosos les cuesta mucho callar. Sin embargo, no pudo evitar añadir-: No es nada.

Richard le guiñó el ojo en un gesto travieso, dándole a entender que no se lo tragaba. Con una actitud totalmente distinta a la que había mostrado ante Keller, dijo:

– ¿Sabes?, siempre he sentido que había algo especial entre nosotros, Lena. Sibyl siempre hablaba de ti. Veía todo lo bueno que hay en ti.

Lena se aclaró la garganta, pero no dijo nada.

– Todo lo que quería era ayudarte. Hacerte feliz. Eso era lo que más le importaba en el mundo.

Lena sintió un incómodo hormigueo en las plantas de los pies.

– Sí -dijo, con la esperanza de que se largara.

– ¿Qué le ha pasado a tu ojo? -insistió, aunque en un tono amable-. Parece como si alguien te hubiera pegado.

– Nadie me ha pegado -replicó Lena.

Se dio cuenta de que hablaba demasiado fuerte: otro error habitual entre los mentirosos. Se maldijo por dentro. No solía meter la pata de ese modo.

– Si alguna vez necesitas ayuda… -Richard no acabó la frase, comprendiendo quizá lo estúpido que resultaba su ofrecimiento a alguien como Lena. Cambió de táctica-. Si alguna vez quieres hablar de algo. Lo creas o no, sé cómo te sientes.

– De acuerdo -dijo Lena, pero el Papa freiría huevos en el infierno antes de que se le ocurriera confiar en él.

Richard se sentó en una de las mesas del laboratorio, y los pies le quedaron colgando a un lado. Por el gesto de preocupación, Lena pensó que iba a renovar su oferta, pero lo que hizo fue preguntarle: