– Por favor -rogó él, con una sonrisa en los labios-. Empecemos de nuevo.
Ella dijo lo único que sabía que podía detenerle.
– Quiero volver a la policía.
Ethan apartó la mano bruscamente, como si Lena le hubiera escupido.
– Es lo que soy -dijo Lena.
– No es verdad -insistió él-. Sé lo que eres, Lena, y no eres un poli.
En ese momento volvió Chuck, subiéndose el cinturón y haciendo repiquetear las llaves. Lena se sintió tan aliviada al verle que sonrió.
– ¿Qué? -preguntó Chuck, suspicaz.
– Hablaremos luego -dijo Ethan a Lena.
– Muy bien -concluyó ella, echándolo.
Ethan no se movió.
– Hablaremos luego.
– De acuerdo -asintió ella. Pensó que debía ser más explícita si quería que se marchara-. Hablaremos luego. Te lo prometo. Vete.
Por fin se marchó, y Lena bajó la vista, intentando recuperar el dominio de sí misma. Al hacerlo, vio sangre en el suelo. El corte del dedo goteaba como un grifo mal cerrado.
Chuck cruzó sus rollizos brazos sobre el pecho.
– ¿Qué está pasando?
– No es asunto tuyo -contestó ella, esparciendo la sangre del suelo con el zapato.
– Estás en horario de trabajo, Adams. No me robes horas.
– ¿Ahora voy a cobrar las horas extra? -preguntó Lena, aunque sabía que ni de coña.
La universidad hacía que todo el mundo cumpliera con las horas estipuladas, pero cada vez que Lena hacía horas de más, a Chuck parecía olvidársele.
Lena le enseñó el dedo.
– Tengo que volver a la oficina y vendármelo.
– Déjame ver -dijo Chuck, como si Lena mintiera.
– Me llega prácticamente al hueso -repuso ella, quitándose la camisa. Unos pinchazos lacerantes le hacían sentir la mano fría y caliente al mismo tiempo-. Tal vez necesite puntos.
– No necesita puntos -negó Chuck, como si Lena fuera una niña grande-. Vuelve a la oficina. Llegaré dentro de un par de minutos.
Lena salió del laboratorio antes de que Chuck cambiara de opinión o se diera cuenta de que en la enorme caja blanca colgada de la pared, en la que se leía «PRIMEROS AUXILIOS», a lo mejor había tiritas.
La lluvia que había amenazado toda la semana comenzó a caer en cuanto Lena llegó al centro del patio de la universidad. El viento soplaba tan fuerte que la lluvia caía al bies, azotándole la cara como diminutas esquirlas de cristal. Tenía los ojos medio cerrados, y la mano la llevaba unos centímetros por delante, mientras intentaba encontrar el camino a la oficina de seguridad.
Tras buscar la llave durante cinco minutos y batallar con ella dentro de la cerradura, la puerta se abrió, empujada por el viento. Lena agarró el pomo y afianzó los pies mientras intentaba cerrarla.
Presionó varias veces el interruptor, pero no había electricidad.
Farfullando una maldición, Lena sacó su linterna y empezó a buscar el botiquín. Cuando lo encontró, no pudo abrirlo, y tuvo que utilizar la hoja del cuchillo que llevaba en el tobillo para abrir la tapa de plástico. Tenía la mano tan resbaladiza que la navaja se le escapó, y todo lo que había en el botiquín se desparramó por el suelo.
Se ayudó de la linterna para encontrar lo que necesitaba, y dejó el resto en el suelo. Si tanto le importaba, ya lo limpiaría Chuck. Diablos, seguramente le entraba tanto dinero en efectivo a la semana que bien podía pagar a alguien para limpiar la oficina.
Lena musitó «Mierda» entre dientes al echarse alcohol en la herida abierta. La sangre, mezclada con el alcohol, se derramó sobre el escritorio. Intentó limpiar el charco con la manga, pero lo único que consiguió fue empeorar la mancha.
– Joder -farfulló.
Tenía un poncho en su taquilla, pero Lena nunca lo había usado. El cuello sólo se cerraba por un lado, un defecto de fabricación que a Chuck no le pareció un problema cuando Lena se lo señaló. Naturalmente, el poncho de Chuck no tenía taras, y Lena decidió cogérselo prestado para volver a casa.
Abrió la taquilla de Chuck tras tirar un par de veces del pestillo. El impermeable seguía dentro de su envoltura de plástico, en el estante superior, pero Lena decidió aprovecharse de la situación y registrar la taquilla.
Además de una revista de submarinismo, en la que aparecían modelos medio desnudas exhibiendo la última novedad en trajes, y una caja sin abrir de barras energéticas, no había nada de interés. Cogió el poncho y, en el momento en que se disponía a cerrar la taquilla, alguien abrió la puerta de la oficina.
– ¿Qué coño estás haciendo? -le preguntó Chuck, cruzando el despacho a una velocidad que Lena nunca le había creído capaz de alcanzar.
Cerró la taquilla con tanta fuerza que volvió a abrirse.
– Quería cogerte el poncho.
– Ya tienes uno -dijo él, arrancándoselo de la mano y arrojándolo sobre su escritorio.
– Te dije que el mío tiene una tara.
– Tú sí que estás tarada, Adams.
Lena estaba demasiado cerca de él. Retrocedió en el momento en que volvía la luz. El fluorescente parpadeó, proyectando sobre ellos una espectral luz grisácea. Aun con tan poca luz, se dio cuenta de que Chuck tenía ganas de camorra.
Lena se dirigió a su taquilla.
– Cogeré el mío.
Chuck apoyó el culo en el escritorio.
– Fletcher ha telefoneado para decir que estaba enfermo. Necesito que hagas el turno de noche.
– Ni hablar -objetó Lena-. Ya hace dos horas que tendría que haber acabado.
– Así es la vida, Adams -dijo Chuck-. Jodida.
Lena abrió su taquilla y miró su contenido, pero no reconoció nada.
– ¿Qué estás haciendo? -preguntó Chuck, cerrándola de un golpe.
Lena consiguió apartar la mano instantes antes de que pudiera aplastársela con la puerta. Por error había abierto la taquilla de Fletcher. En el estante superior había dos bolsitas de plástico, y Lena intuyó su contenido. Estaban tan seguros de que nadie les pillaría que dejaban la mierda en cualquier sitio.
– ¿Adams? -repitió Chuck-. Te he hecho una pregunta.
– Nada -dijo ella.
De pronto comprendió por qué Fletcher nunca consignaba ningún incidente en el registro. Estaba demasiado ocupado vendiendo droga a los estudiantes.
– Muy bien -dijo Chuck, pensando que Lena estaba conforme-. Te veré por la mañana. Llámame si me necesitas.
– No -dijo Lena, cogiendo el poncho de Chuck-. Te he dicho que no voy a hacerlo. Para variar, tendrás que trabajar tú.
– ¿Qué demonios quieres decir con eso?
Lena desplegó el poncho y se lo echó por encima. Era de talla extragrande y le quedaba enorme, pero no le importó. Fuera aún bramaba la tormenta, pero, conociendo su suerte, se dijo que remitiría en cuanto llegara a casa. Tendría que encontrar una manera segura de cerrar la puerta de su apartamento. Aquella mañana Jeffrey había roto la cerradura al entrar sin invitación. Cualquiera sabía si la ferretería seguiría abierta.
– ¿Adónde vas, Adams? -preguntó Chuck.
– Esta noche no trabajo -dijo Lena-. Necesito irme a casa.
– Te reclama la botella, ¿eh? -bromeó Chuck, con una repugnante sonrisa deformándole los labios.
Lena se dio cuenta de que le bloqueaba la puerta.
– Apártate de mi camino.
– Puedo quedarme un rato si quieres -dijo Chuck.
El destello de sus ojos puso en guardia a Lena.
– Tengo una botella en el cajón de mi escritorio -invitó Chuck-. Tal vez podríamos sentarnos y conocernos un poco mejor.
– Debes de estar bromeando.
– ¿Sabes? -comenzó Chuck-, no estarías mal si te maquillaras un poco y te hicieras algo en el pelo.
Extendió el brazo para tocarla, pero ella apartó la cara.
– Apártate de mí, joder -le ordenó.
– Supongo que no necesitas este empleo tan desesperadamente como dices -dijo Chuck con la misma repugnante expresión en la cara.