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– Puedo ir a buscarle -se ofreció Jeffrey.

– No -dijo Blake.

Cogió una pelota de golf de cristal de su escritorio. La arrojó al aire y la recogió. Jeffrey soltó una exclamación, como si estuviera impresionado, aunque nunca había entendido el golf ni tenía paciencia para aprender.

– Este fin de semana participé en el torneo -dijo Blake.

– Sí -repuso Jeffrey-. Lo leí en el periódico.

Debió de responder de forma adecuada, pues a Blake se le iluminó el rostro.

– Dos bajo par -dijo Blake-. Le di una buena paliza a Albert.

– Eso es estupendo -comentó Jeffrey.

Se dijo que quizá no era prudente derrotar al presidente de un banco en ninguna área, y mucho menos jugando al golf. Aunque con Albert Gaines, Blake tenía la sartén por el mango. Siempre podía despedir a Chuck y hacer que su papi le encontrara otro empleo.

– Estoy seguro de que Jill Rosen se alegrará cuando se entere de lo que me has dicho.

– ¿Por qué lo dices? -preguntó Jeffrey.

Era consciente de que había pronunciado el nombre de la mujer con rencor.

– ¿No has visto el artículo del periódico? «Psiquiatra de la universidad no consigue echarle un cable a su hijo.» Por amor de Dios, qué mal gusto, aunque…

– ¿Aunque qué?

– Oh, nada. -Agarró un palo de golf de la bolsa que había en el rincón-. El otro día Brian Keller me insinuó que pensaba dimitir.

– ¿Y eso?

Blake lanzó un suspiro de exasperación, retorciendo el palo que tenía en la mano.

– Lleva veinte años chupando de la universidad, y ahora que por fin ha dado con algo importante que podría hacerle ganar un poco de dinero a la universidad, me dice que quiere dimitir.

– ¿La universidad no es propietaria de la investigación?

Blake soltó un bufido ante la ignorancia de Jeffrey.

– Cuatro mentiras y sale del apuro y, si no es capaz de eso, todo lo que necesita es un buen abogado, que, con toda seguridad, cualquier compañía farmacéutica del mundo le podrá proporcionar.

– ¿Y cuál es su descubrimiento?

– Un antidepresivo.

Jeffrey se acordó del botiquín de William Dickson.

– En el mercado hay toneladas de antidepresivos.

– Esto es un secreto -dijo Blake, bajando la voz, aunque estaban solos-. Brian no ha soltado prenda. -Soltó otra carcajada-. Probablemente por eso quiere sacar más tajada, ese avaricioso cabrón.

Jeffrey esperó a que Blake contestara a su pregunta.

– Es un cóctel farmacológico con una base de hierbas. Ésa es la clave del marketing: hacer creer a la gente que es bueno para ellos. Brian afirma que no tiene ningún efecto secundario, pero eso es una chorrada. Hasta una aspirina tiene contraindicaciones.

– ¿Su hijo lo tomaba?

Blake pareció alarmado.

– No encontrarías ningún parche en Andy, ¿verdad? Un parche como los de nicotina. Así era como se tomaba, a través de la piel.

– No -admitió Jeffrey.

– Buf. -Blake se secó la frente con el dorso de la mano para exagerar su alivio-. Aún no están a punto para probarlo con seres humanos, pero hace un par de días Brian estuvo en Washington para mostrar sus datos a los jefazos. Estaban dispuestos a cerrarle el grifo en un pispás. -Blake bajó la voz-. Si quieres saber la verdad, yo también tomé Prozac hace un par de años. Aunque no noté nada.

– Hay que ver -dijo Jeffrey, su expresión habitual para no decir nada.

Blake se inclinó hacia el palo, como si estuviera en el campo de golf y no en su despacho.

– No mencionó que Jill se fuera con él. Me pregunto si tienen problemas.

– ¿Qué clase de problemas podrían tener?

Blake describió un amplio arco con el palo y miró por la ventana, como si siguiera la trayectoria de la pelota.

– ¿Kevin?

– Oh, ella se toma muchos días libres. -Le dio la espalda a Jeffrey, inclinándose sobre el palo-. Creo que, en todos los años que lleva aquí, no ha perdonado ni uno solo de los días que le corresponden por enfermedad. Y días de vacaciones. Más de una vez hemos tenido que descontarle parte del sueldo por tomarse demasiados días libres.

Jeffrey intuyó por qué Jill Rosen se veía obligada a quedarse en casa tantos días al año, pero no se lo dijo a Kevin Blake. Blake miró por la ventana, siguiendo otro lanzamiento imaginario.

– O bien es hipocondríaca o alérgica al trabajo.

Jeffrey se encogió de hombros y esperó a que continuara.

– Se licenció hace diez o quince años -dijo Blake-. Empezó a estudiar tarde. Hoy en día hay muchas mujeres así. Los niños se hacen mayores, mami se aburre, empieza a ir a la universidad de su ciudad y antes de que te des cuenta ya está trabajando en ella. -Le guiñó un ojo a Jeffrey-. No es que no nos guste el dinero extra. La educación para adultos ha sido la columna vertebral de nuestras clases nocturnas durante años.

– No sabía que aquí había educación para adultos.

– Hizo un máster de terapia familiar en Mercer -dijo Blake-. Es doctora en literatura inglesa.

– ¿Y por qué no da clases de eso?

– Nos sobran los profesores de literatura. Le das una patada a un árbol y caen media docena. Necesitamos profesores de ciencias y de matemáticas. Los profesores de inglés los puedes comprar a precio de orillo.

– ¿Y por qué la contrataron en la clínica?

– Francamente, necesitábamos más mujeres en plantilla, y cuando salió una vacante de orientadora, obtuvo la licencia de terapeuta. Y ha funcionado bien. -Frunció el ceño y añadió-: Cuando va a trabajar.

– ¿Y Keller?

– Lo recibimos con los brazos abiertos -dijo Blake, abriendo los brazos para ilustrar la frase-. Venía del sector privado, ya sabes.

– No -contestó Jeffrey-. No lo sé.

Normalmente, los profesores dejaban la universidad para irse al sector privado, donde ganaban más dinero y tenían una posición mejor. Jamás había oído que nadie diera el paso contrario, y así se lo dijo a Kevin Blake.

– Perdimos a la mitad de profesores a primeros de los ochenta. Todos se fueron a las grandes empresas. -Blake dio otro golpe y emitió un gruñido, como si se le hubiera escapado el tiro. Se inclinó sobre su palo otra vez y miró a Jeffrey-. Naturalmente, casi todos ellos volvieron con el rabo entre las piernas unos años más tarde, cuando hubo recortes laborales.

– ¿En qué empresa estaba?

– No me acuerdo -contestó Blake, sosteniendo el palo con la mano-. Recuerdo que poco después de que se fuera la compró Agri-Brite.

– ¿Agri-Brite, la empresa agrícola?

– La misma -respondió Blake, dando otro golpe-. Brian podría haber ganado una fortuna. Oh -se dirigió a su escritorio y cogió su pluma Waterman de oro-, esto me recuerda algo. Debería llamarlos y preguntarles si quieren visitar la universidad. -Apretó un botón de su teléfono-. ¿Candy? -preguntó a su secretaria-. ¿Puedes conseguirme el número de Agri-Brite?

Sonrió a Jeffrey.

– Lo siento. ¿Qué decías?

Jeffrey se puso en pie, pensando que ya había perdido bastante tiempo.

– Iré a buscar a Chuck.

– Buena idea -dijo Blake.

Jeffrey abandonó el despacho antes de que cambiara de opinión.

Al salir se encontró con Candy Wayne, quien tecleaba en su ordenador. Interrumpió su tarea al ver a Jeffrey.

– ¿Ya se va, jefe? Creo que ésta es la reunión más corta que ha celebrado el señor Blake desde que llegó.

– ¿Llevas un perfume nuevo? -preguntó Jeffrey con una sonrisa-. Hueles como un jardín de rosas.

Candy soltó una carcajada y se echó el pelo hacia atrás. El gesto podría haber resultado atractivo en una mujer que no hubiera rebasado ya los setenta y cinco, pero como ella sí los había superado, a Jeffrey le preocupó que pudiera dislocarse el hombro.