– Perro viejo -dijo Candy.
Las arrugas de su rostro se reunieron en una sonrisa de satisfacción. A Blake le irritaba sobremanera no poder contratar a una putilla de veinte años para que le tomara sus dictados, pero Candy llevaba en la universidad toda la vida. La junta de ex alumnos se libraría antes de Blake que de Candy. En la comisaría, Jeffrey vivía una situación parecida con Marla Simms, aunque él estaba contento de tener a una mujer mayor de secretaria.
– ¿Qué puedo hacer por ti, encanto? -le preguntó Candy.
Jeffrey se apoyó en su escritorio, procurando no derribar ninguna de las treinta y pico fotografías enmarcadas de sus bisnietos.
– Dime, ¿qué te hace pensar que quiero algo?
– Porque sólo eres simpático conmigo cuando quieres algo -dijo Candy, e hizo un puchero-. Y nunca se trata de nada bueno.
Jeffrey le sonrió de nuevo, sabiendo que funcionaría a pesar de lo que ella dijera.
– ¿Puedes darme el número de Agri-Brite?
Candy se volvió hacia el ordenador.
– ¿Qué departamento?
– ¿Con quién tendría que hablar para que me informen de alguien que trabajó en una de sus empresas hace unos veinte años?
– ¿Qué empresa?
– Eso no lo sé -admitió Jeffrey-. Brian Keller trabajó allí.
– ¿Por qué no lo has dicho antes? -preguntó, y le sonrió con malicia-. Espera un momento.
Se levantó de su silla con agilidad, enfundada en una minifalda ajustada de terciopelo y un top de lycra. Cruzó la oficina sobre unos tacones tan altos que habrían roto los tobillos de cualquier mujer, y se echó hacia atrás el cabello color platino mientras abría uno de los archivadores. No le sobraba ni un kilo, aunque le colgaba el pellejo del brazo, visible al pasar las carpetas una a una.
– Aquí está -dijo, sacando un informe.
– ¿No está en el ordenador? -preguntó Jeffrey mientras se acercaba hasta ella.
– No lo que tú quieres -le dijo Candy, entregándole una hoja de papel.
Leyó la solicitud de empleo de Keller, que contenía algunas notas de Candy pulcramente escritas en el margen. Productos Farmacéuticos Jericho era el nombre de la empresa que Agri-Brite había absorbido, y Candy habló con Monica Patrick, por aquel entonces la jefe de personal, para verificar que Keller trabajó allí y que no lo habían despedido por ningún motivo deshonroso.
– ¿Trabajaba en esa empresa farmacéutica? -preguntó Jeffrey.
– Adjunto del subdirector de investigación. Por lo que se refiere al salario, venir aquí no le reportó ningún beneficio.
– Habría ganado más de haberse quedado.
– ¿Quién sabe? -preguntó ella-. Esos torpedos de las fusiones de los ochenta te recortaban el salario a la mitad y se quedaban tan anchos. -Se encogió de hombros-. Algunos podrían considerar inteligente largarse en ese momento. No hay como la universidad para recompensar a los mediocres.
– ¿Le calificarías de mediocre?
– No se puede decir que dejara huella.
Jeffrey leyó en voz alta los comentarios mecanografiados de Keller.
– «Es mi deseo volver a los conceptos básicos de la investigación científica. Estoy harto del mezquino mundo de la empresa privada.»
– Y se fue a una universidad. -Candy soltó una fuerte y larga carcajada-. Ah, la ignorancia de la juventud.
– ¿Cómo podría ponerme en contacto con Monica Patrick?
Candy se llevó un dedo al labio, pensativa.
– No creo que siga trabajando ahí. Cuando hablé con ella, su voz parecía la de Matusalén. -Le echó una mirada a Jeffrey que indicaba que no quería oír ningún comentario-. Apuesto a que puedo hacer unas cuantas llamadas y averiguar su número actual.
– Oh, no puedo permitir que hagas eso -dijo Jeffrey, aunque con la esperanza de que lo hiciera.
– ¡Tonterías! -exclamó Candy-. Tú no sabes cómo tratar a los babosos de las grandes empresas. Estarías más perdido que un cojo en un maratón.
– Probablemente tienes razón -concedió Jeffrey-. No es que no te lo agradezca, pero…
Candy miró a su espalda para comprobar que la puerta del despacho de Blake estuviera cerrada.
– Entre tú y yo, nunca me ha gustado ese hombre.
– ¿Por qué?
– Hay algo en él -dijo Candy-. No sé qué es exactamente, pero hace tiempo aprendí que las primeras impresiones son las acertadas, y la primera impresión que me produjo Keller fue que se trataba de un cretino en el que no se podía confiar.
– ¿Y su mujer? -preguntó Jeffrey, pensando que debería haber hablado con Candy el día antes.
– Bueno -dijo, dándose unos golpecitos en el labio con unos dedos perfectamente manicurados-. No lo sé. Lleva mucho tiempo con él. A lo mejor ese Keller tiene algo que yo no he sabido ver.
– A lo mejor -dijo Jeffrey-. Pero creo que voy a confiar en tu instinto. Los dos sabemos que eres la persona más inteligente de la universidad.
– Y tú eres un demonio -apostilló Candy, aunque Jeffrey se dio cuenta de que a ella le complacía el calificativo-. Si tuviera cuarenta años menos…
– Ni me mirarías a la cara -le dijo Jeffrey, besándola en la mejilla-. Avísame cuando tengas el número.
Jeffrey no supo si Candy emitía un leve ronroneo o se aclaraba la garganta.
– Lo haré, jefe. Lo haré.
Jeffrey se marchó antes de que ella dijera algo que los avergonzara a los dos, y bajó por las escaleras en lugar de esperar al ascensor. La distancia entre el edificio de la administración y la oficina de seguridad era corta, pero Jeffrey se encaminó hacia allí dando un lento paseo. Hacía una semana que no corría, y tenía el cuerpo aletargado, los músculos tensos y agarrotados. La tormenta de la noche anterior había causado algunos daños, y había escombros por doquier. Los encargados de mantenimiento del campus iban de un lado a otro, recogiendo basura, limpiando la acera con un líquido a presión en el que habían puesto tanta lejía que a Jeffrey comenzó a escocerle la nariz. Fueron lo bastante avispados como para limpiar primero las zonas que rodeaban los edificios principales, donde la gente que trabajaba allí era más susceptible de quejarse del estropicio.
Jeffrey sacó su cuaderno de notas, las repasó y se puso a pensar en cómo aprovecharía mejor el día. Lo único que podía hacer en ese momento era hablar con algunos padres y volver a registrar las residencias. Quería hablar con Monica Patrick, si aún vivía, antes de tener otra charla con Brian Keller. La gente no dejaba un empleo bien remunerado en el sector privado para cobrar menos y dar clases. Tal vez Keller había falsificado datos o quería ascender muy deprisa y con pocos escrúpulos. Jeffrey debía preguntar a Jill Rosen por qué su marido había dejado el empleo. Ella mencionó que quería empezar una nueva vida. A lo mejor ya lo había hecho antes y sabía lo difícil que era. Aun cuando no le dijera nada nuevo, quería hablar con la mujer y saber si podía hacer algo para ayudarla.
Jeffrey se guardó el cuaderno en el bolsillo y abrió la puerta de la oficina de seguridad. Los goznes chirriaron sonoramente, pero apenas fue consciente de ello.
– Maldita sea -susurró Jeffrey, mirando a su espalda para ver si alguien más lo había visto.
Chuck Gaines estaba tendido en el suelo, las suelas de los zapatos de cara a la puerta. Tenía un tajo en la garganta que parecía una segunda boca, y lo que le quedaba del esófago colgaba como otra lengua. Había sangre por todas partes: las paredes, el suelo, el escritorio. Jeffrey levantó la mirada, pero no había sangre en el techo. Chuck debía de estar agachado cuando le rajaron, o quizá sentado ante el escritorio. Las sillas estaban derribadas.
Jeffrey se arrodilló para poder mirar bajo la mesa sin contaminar la escena del crimen. Vio el brillo de un largo cuchillo de caza bajo la silla.
– Maldita sea -repitió, furioso.
Conocía ese cuchillo. Era de Lena.
Frank estaba hecho un basilisco, y Jeffrey no podía culparle.