– Lena tiene el cuerpo lleno de contusiones.
– ¿Son graves?
Jeffrey miró pasillo abajo y luego a Sara.
– No sé si hubo un forcejeo o no. Tal vez Chuck la atacó y ella se defendió. A lo mejor White se volvió loco.
– ¿Es eso lo que ella dice?
– Ella no dice nada. Ni él tampoco. -Hizo una pausa-. Bueno, White dice que pasaron la noche juntos en el apartamento de Lena, pero los de la universidad dicen que White salió del laboratorio después de que Lena se marchara. -Señaló hacia el pasillo-. De hecho, Brian Keller fue la última persona en verla.
– ¿Lena ha pedido que viniera la doctora Rosen?
– Sí -dijo Jeffrey-. Tengo a Frank en la otra habitación por si le cuenta algo.
Jeffrey…
– No me vengas con el rollo de los médicos y los pacientes, Sara. Se me están amontonando los cadáveres.
Sara sabía que no conseguiría nada discutiendo.
– ¿Lena se encuentra bien?
– Puede esperar -dijo Jeffrey, dándole a entender que no hiciera más preguntas.
– ¿Tienes una orden del juez para hacer todo esto?
– ¿Qué pasa, ahora eres abogado? -No la dejó contestar-. El juez Bennett la firmó esta mañana. -Como Sara no reaccionaba, le dijo-. ¿Qué? ¿Quieres verla? ¿Crees que no digo la verdad?
– No te he pedido…
– No, mira. -Se sacó la orden del bolsillo y la estampó sobre la repisa-. ¿Te das cuenta, Sara? Te digo la verdad. Intento ayudarte a hacer tu trabajo para que nadie más salga perjudicado.
Sara estudió el documento, y reconoció la apretada firma de Billie Bennett saliéndose de la línea.
– Acabemos de una vez.
Jeffrey se hizo a un lado para que Sara pudiera salir, y ésta se sintió invadida por un miedo que hacía mucho tiempo que no experimentaba.
Brian Keller seguía en el pasillo, sosteniendo aún el bolso de su esposa. Miró a Sara con el rostro inexpresivo cuando ella pasó junto a él, y parecía tan inofensivo que Sara tuvo que recordarse que maltrataba a su mujer.
Brad saludó a Sara tocándose el sombrero antes de abrirle la puerta.
– Señora.
Ethan White estaba en medio de la sala. Llevaba una bata de hospital verde claro, y tenía sus musculosos brazos cruzados sobre el pecho. Le habían golpeado en la nariz hacía poco, y tenía un fino reguero de sangre seca que le llegaba a la boca. Debajo de un ojo, una gran mancha roja viraba ya a morado. Tenía elaborados tatuajes con escenas de batallas en ambos brazos. Sus muslos mostraban dibujos geométricos y llamas subiendo por los lados.
Parecía un chico normal, con el pelo rapado y un cuerpo que revelaba que había pasado demasiado tiempo libre en el gimnasio. Los músculos se le ondulaban en los hombros, tensando la tela de la bata. Era de baja estatura, unos quince centímetros más bajo que Sara, pero había algo en él que llenaba el espacio a su alrededor. White parecía enfadado, como si en cualquier momento fuera a saltar y atacarla. Sara se alegró de que Jeffrey no les hubiera dejado solos.
– Ethan White -dijo Jeffrey-. Ésta es la doctora Linton. Va a tomarte algunas muestras por orden judicial.
White apretó tanto la mandíbula que masticó las palabras.
– Quiero ver la orden.
Sara se puso los guantes mientras White leía la orden. Sobre la repisa había portaobjetos de cristal y todo lo necesario para efectuar la prueba de ADN, junto con un peine de plástico negro y tubos de ensayo para tomar muestras de sangre. Probablemente, Jeffrey ya había hablado con la enfermera para que lo tuviera todo preparado, pero Sara no comprendía por qué no le había pedido que se quedara para ayudarla. Se preguntó si había algo que no quería que viera nadie más.
Sara se puso las gafas. Pediría a Jeffrey que hiciera venir a una enfermera.
Pero antes de hablar, Jeffrey dijo a White:
– Quítate la bata.
– Eso no es… -Sara calló a media frase.
White había dejado caer la bata al suelo. Tenía una esvástica grande tatuada en el estómago. En la parte derecha del pecho había un retrato borroso de Hitler. En la izquierda, una hilera de soldados de las SS saludaban la imagen del dictador.
Sara no pudo evitar fijar la mirada en lo que veía.
– ¿Le gusta lo que ve? -preguntó White en tono desabrido.
Jeffrey estampó la mano en la cara de White y lo empujó contra la pared. Sara saltó hacia atrás hasta dar con la repisa. La nariz de Ethan se desplazó de su sitio y la sangre le brotó hasta resbalarle por la boca.
Jeffrey habló en voz baja, iracunda, en un tono que Sara deseó no tener que volver a oír jamás.
– Es mi esposa, hijo de la gran puta. ¿Me has entendido?
La cabeza de White estaba aprisionada entre la pared y la mano de Jeffrey. Asintió una vez, pero sus ojos no mostraban miedo. Era como un animal enjaulado deseoso de encontrar la manera de escapar.
– Eso está mejor -dijo Jeffrey, retrocediendo.
White miró a Sara.
– Ha sido testigo, ¿verdad, doctora? Brutalidad policial.
– Ella no ha visto nada -dijo Jeffrey.
Sara le maldijo por meterla en eso.
– ¿Ah, no? -preguntó White.
Jeffrey dio un paso hacia él.
– No me des motivos para hacerte daño.
– Sí, señor -respondió White lleno de hostilidad.
Se secó la sangre de la nariz con el dorso de la mano sin apartar los ojos de Sara. Intentaba intimidarla, y ella se dijo que ojalá no se diera cuenta de que lo estaba consiguiendo.
Sara abrió el kit para el ADN oral. Se acercó a White con la espátula en la mano y dijo:
– Abre la boca, por favor.
Ethan obedeció, y la abrió cuanto pudo para que Sara pudiera recoger restos de piel. Tomó varias muestras, pero le temblaban las manos al ponerlas sobre el portaobjetos. Inhaló profundamente, intentando resignarse a la tarea que le esperaba. Ethan White no era más que otro paciente. Ella era una doctora que hacía su trabajo, ni más ni menos.
Sara sentía los ojos de White taladrándole la nuca mientras etiquetaba las muestras. El odio llenaba la habitación como un gas tóxico.
– Necesito tu fecha de nacimiento -dijo Sara.
White se demoró un momento, como si se lo dijera por propia voluntad.
– Veintiuno de noviembre de mil novecientos ochenta.
Sara anotó la información en la etiqueta, junto con su nombre, el lugar, la fecha y la hora. Todas las muestras debían catalogarse del mismo modo, y a continuación se recogían en una bolsa para pruebas o se ponían sobre un portaobjetos.
Sara cogió una oblea de papel estéril con unas pinzas y la acercó a la boca de White.
– Necesito que mojes esto de saliva.
– Soy no secretor.
Sara mantuvo las pinzas inmóviles hasta que él por fin sacó la lengua y pudo colocarle el papel en la boca. Al cabo de unos instantes, Sara sacó la oblea y la catalogó como prueba.
Siguió con el procedimiento y le preguntó:
– ¿Quieres un poco de agua?
– No.
Mientras proseguía con sus manipulaciones, Sara sentía que los ojos de White seguían todos sus movimientos. Incluso cuando estaba en la repisa, de espaldas a él, percibía su mirada, como un tigre a punto de atacar.
Se le contrajo la garganta cuando comprendió que no podía seguir posponiendo el momento de tocarle. Bajo los guantes, sentía su piel cálida, los músculos tensos y duros. Sara llevaba años sin sacar sangre a nadie que no fuera un cadáver, y no encontraba la vena.
– Lo siento -dijo tras el segundo intento.
– No pasa nada -la disculpó White, con un tono afable que contradecía el odio de sus ojos.
Utilizando una cámara de treinta y cinco milímetros, Sara filmó lo que parecían heridas defensivas en el antebrazo izquierdo. En la cabeza y en el cuello tenía cuatro arañazos superficiales, y una hendidura en forma de media luna, probablemente a causa de una uña, detrás de la oreja izquierda. Tenía magullada la zona en torno a los genitales, y el glande rojo e irritado. En la nalga izquierda había un pequeño arañazo, y otro más grande en la zona lumbar. Sara hizo que Jeffrey acercara una regla a las heridas mientras ella las fotografiaba una a una con una lente macro.