– Sara Linton, ésta es Jill Rosen -dijo Jeffrey.
Una mujer menuda vestida de negro se puso en pie. Dijo algo, pero Sara sólo oyó un ruido de metales. Lena estaba sentada en la cama, los pies colgando de un lado. Iba vestida con la bata verde del hospital, con una cinta en el cuello. Movía la mano adelante y atrás en lo que parecía un tic nervioso, y las esposas que llevaba alrededor de una muñeca golpeaban en la barra que había al pie de la cama.
Sara se mordió el labio tan fuerte que se hizo sangre.
– Quítale esas esposas ahora mismo -ordenó Sara.
Jeffrey vaciló, pero obedeció.
Cuando le quitó las esposas, Sara le dijo, en un tono que no admitía discusión:
– Vete.
De nuevo, Jeffrey pareció indeciso. Ella le miró a los ojos y pronunció nítidamente las dos sílabas:
– Vete.
Jeffrey salió y la puerta se cerró con un chasquido. Sara estaba con los brazos en jarras, a menos de un metro de Lena. Aunque ahora ya no llevaba las esposas, la mano de Lena continuaba moviéndose adelante y atrás, como paralizada. Sara había pensado que al marcharse Jeffrey la sala parecería menos opresiva, pero las paredes aún parecían caérsele encima. El miedo se palpaba en la habitación, y Sara sintió un repentino estremecimiento.
– ¿Quién te ha hecho esto? -preguntó Sara.
Lena se aclaró la garganta, mirando al suelo. Cuando intentó hablar, su voz apenas era un susurro.
– Me caí.
Sara se llevó una mano al pecho.
– Lena -dijo-. Te han violado.
– Me caí -repitió Lena.
La mano aún le temblaba.
Jill Rosen cruzó la sala y mojó una toallita de papel en el fregadero. Volvió junto a Lena y se la pasó por la cara y el cuello.
– ¿Te lo ha hecho Ethan? -preguntó Sara.
Lena negó con la cabeza mientras Rosen intentaba limpiarle la sangre.
– Ethan no me ha hecho nada -dijo Lena.
Rosen le puso la toallita en la nuca. Quizás estaba borrando alguna prueba, pero a Sara no le importó.
– Lena -dijo Sara-, no pasa nada. No volverá a hacerte daño. Lena cerró los ojos, pero dejó que Rosen le limpiara la barbilla.
– No me ha hecho daño -insistió.
– Esto no es culpa tuya -dijo Sara-. No tienes por qué protegerle.
Lena mantenía los ojos cerrados.
– ¿Te lo hizo Chuck? -preguntó Sara.
Rosen levantó la mirada, perpleja.
– ¿Fue Chuck -repitió.
– No he visto a Chuck -susurró Lena.
Sara se sentó en el borde de la cama, procurando comprender.
– Lena, por favor.
Ella le giró la cara. Le resbaló la bata, y Sara pudo ver la señal de un profundo mordisco sobre el seno derecho.
Rosen habló por fin.
– ¿Chuck te hizo daño?
– No debería haberla llamado -le contestó Lena.
A Rosen se le humedecieron los ojos mientras le pasaba un mechón de pelo por detrás de la oreja. Probablemente se veía a sí misma veinte años atrás.
– Por favor, váyase -pidió Lena.
Rosen miró a Sara como sino acabara de confiar en ella.
– Tienes derecho a que alguien te acompañe -dijo Rosen.
Al trabajar en el campus, la mujer debía de haber recibido llamadas como ésa anteriormente. Conocía el procedimiento, aunque nunca lo hubiera utilizado en su caso.
– Por favor, váyase -repitió Lena, los ojos aún cerrados, como si pudiera alejarla por su fuerza de voluntad.
Rosen abrió la boca para decir algo pero calló. Se fue enseguida, como un prisionero que huye.
Lena seguía con los ojos cerrados. Tragó saliva y tosió.
– Parece como si tuvieras la tráquea magullada -le dijo Sara-. Si tienes alguna lesión en la laringe… -Sara se interrumpió, preguntándose si Lena la estaba escuchando.
Apretaba tanto los ojos que parecía querer borrar el mundo.
– Lena -dijo Sara, acordándose de nuevo del bosque y de Tessa-, ¿te cuesta respirar?
Casi de manera imperceptible, Lena negó con la cabeza.
– ¿Te importa si te la palpo? -preguntó Sara, pero no esperó la respuesta.
Con tanta suavidad como le fue posible, Sara tocó la piel que rodeaba la laringe de Lena, por si había bolsas de aire.
– Sólo está magullada. No hay fractura, pero te dolerá un tiempo.
Lena volvió a toser, y Sara le trajo un vaso de agua.
– Despacio -le dijo, inclinando el fondo del vaso, Lena volvió a toser, y paseó la mirada por la habitación como si no recordara haber llegado allí.
– Estás en el hospital -dijo Sara-. ¿Te hizo daño Chuck y Ethan se enteró? ¿Es eso lo que pasó?
Lena tragó saliva con una mueca de dolor.
– Me caí.
– Lena -musitó Sara, sintiendo una tristeza tan grande que apenas podía hablar-. Dios mío, por favor, dime qué pasó.
Lena no levantó la cabeza, pero empezó a farfullar.
– ¿Qué? -preguntó Sara.
Lena se aclaró la garganta y abrió los ojos. Los vasos sanguíneos estaban rotos, y unos diminutos puntos rojos salpicaban el blanco.
– Quiero darme una ducha -dijo.
Sara miró el kit de muestreo posviolación que había en la repisa. No se sentía capaz de hacerlo otra vez. Era demasiado para una sola persona. La manera en que Lena estaba allí sentada, desamparada, esperando a que Sara hiciera lo que tuviera que hacer, le partía el corazón.
Lena debió de intuir su turbación.
– Por favor, acaba de una vez -susurró-. Me siento muy sucia. Quiero ducharme.
Sara se obligó a apartarse de la cama y a dirigirse a la repisa. Cuando comprobó si había película en la cámara se sentía como atontada.
Siguiendo el procedimiento, Sara le preguntó:
– ¿Has tenido relaciones sexuales consentidas en las últimas veinticuatro horas?
Lena asintió.
– Sí.
Sara cerró los ojos.
– ¿Relaciones sexuales consentidas? -repitió.
– Sí.
Sara intentó mantener un tono formal.
– ¿Te has lavado la vagina o duchado desde la agresión?
– No fui agredida.
Sara se acercó y se quedó delante de Lena.
– Puedo darte una píldora -dijo-. Como la que te di la otra vez.
A Lena aún le temblaba la mano, se la frotaba contra la sábana de la cama.
– Es un anticonceptivo de emergencia.
Lena movió los labios sin hablar.
– Se la llama píldora del día después. ¿Te acuerdas de cómo funciona?
Lena asintió, pero Sara se lo explicó de todos modos.
– Tienes que tomarte una ahora y otra dentro de doce horas. Te daré algo para las náuseas. ¿Tuviste muchas náuseas la última vez?
Tal vez Lena asintió, pero Sara no estaba segura.
– Puede que sientas calambres, mareos o que tengas pérdidas de sangre.
Lena la interrumpió.
– Entendido.
– ¿Entendido? -preguntó Sara.
– Entendido -repitió Lena-. Sí. Dame las píldoras.
Sara estaba en su oficina del depósito, sentada con la cabeza entre las manos, el teléfono aprisionado entre la oreja y el hombro mientras escuchaba sonar el móvil de su padre.
– ¿Sara? -preguntó Cathy, preocupada-. ¿Dónde estás?
– ¿No oíste mi mensaje?
– No sabemos oír los mensajes -dijo su madre, como si fuera evidente-. Empezábamos a estar preocupados.
– Lo siento, mamá -se disculpó Sara, mirando el reloj del depósito. Les había dicho a sus padres que los llamaría al cabo de una hora-. Chuck Gaines ha sido asesinado.
Cathy se quedó tan atónita que dejó de preocuparse.
– ¿El chico que se comió tu trabajo manual de macarrones en tercero?
– Sí -contestó Sara.
Su madre siempre se acordaba de los compañeros de infancia de Sara por las estupideces que habían hecho.
– Eso es horrible -dijo Cathy, sin pensar que la muerte de Chuck pudiera tener alguna relación con el apuñalamiento de Tessa.