Jeffrey llamó a la puerta del apartamento, pues no quería interrumpir a Jill Rosen si ésta estaba recogiendo las cosas de su hijo. Giró el pomo.
– ¿Hola? -llamó.
Entró en el apartamento. Al igual que ocurría con la casa principal, quienquiera que había decorado el interior del apartamento de Andy no había vuelto desde entonces. Una alfombra peluda de color naranja cubría el suelo, y las paredes estaban revestidas de pino color oscuro, que ya se despegaba en algunas zonas. Había un cuarto de baño al lado de la puerta, y una salita detrás. Por las paredes, pegados de cualquier manera, había carteles medio rotos de grupos de rap. Dos pirámides de latas de cerveza se elevaban a un metro de altura, flanqueando un televisor de pantalla grande.
Junto a la ventana se veía un caballete, que exhibía un tosco boceto de otro desnudo femenino, éste, por suerte, no era al óleo. Jeffrey rebuscó entre el cajón de plástico que estaba en el suelo; contenía accesorios de pintura, y encontró varias latas de disolvente y un par de pinturas en aerosol. En el fondo del cajón encontró dos tubos de pegamento para maquetas y un trapo usado. Lo olió y casi se desmaya del tufo a productos químicos.
– Cristo -dijo Jeffrey.
Bajo el fregadero encontró cuatro latas más de aerosol. En el pequeño cuarto de baño había cuatro latas de líquido para limpiar tazas de váter en aerosol. O bien Andy Rosen era un fanático de la limpieza o se ponía ciego a base de inhalar pegamento y aerosoles. Sara no podía descubrir eso en el análisis toxicológico a no ser que se lo especificara al laboratorio.
Jeffrey registró la habitación buscando más indicios de consumo de drogas. Desperdiciados sobre el suelo había accesorios de videojuegos y varios CD fuera de las fundas. Junto a la tele había un DVD, un vídeo, un reproductor de CD, un sofisticado sintonizador estéreo, y un altavoz de sonido envolvente. O bien Andy traficaba o sus padres habían pedido una segunda hipoteca para comprarle todo eso.
El dormitorio del apartamento estaba separado del resto mediante una serie de biombos de madera. Detrás estaba la cama, arrugada y sin hacer. El olor a sudor y a crema para las manos flotaba en el aire. Junto a la cama había una lamparilla cuya pantalla estaba envuelta en un pañuelo rojo, para crear ambiente. Los cajones y el armario del dormitorio ya habían sido registrados, pero Jeffrey sintió el impulso de buscar otra vez. En el armario colgaban tres o cuatro camisas, y las camisetas se desparramaban de los estantes laterales. En la balda superior había tres pares de tejanos gastados, y Jeffrey los desdobló, hurgando en los bolsillos de los tres antes de volver a arrojarlos al estante. Junto al armario se veían varias cajas de zapatos, y casi todas contenían deportivas nuevas y relucientes. Una de ellas contenía un fajo de fotografías y un montón de viejos boletines de notas de Andy. Jeffrey leyó los boletines, que delataban a un joven mucho más prometedor de lo que había resultado, y luego le echó un vistazo a las fotos. Jill Rosen y Brian Keller permanecían en la misma postura en todas las fotos, y sólo cambiaba el paisaje, montañas rusas y toboganes de agua, el Smithsonian Institute y el Gran Cañón. Andy aparecía en escasas fotografías, y Jeffrey se dijo que había decidido ser el fotógrafo de la familia.
Al fondo de la caja, aparte, había un montón de fotos en blanco y negro. Jeffrey las cogió. La goma elástica que las agrupaba era tan vieja que se le rompió en la mano. La primera mostraba a una joven sentada en una mecedora con un bebé en brazos. Llevaba el pelo cortado en forma de casco de fútbol americano, y con tanta laca que parecía faltarle poco para morir intoxicada, igual que lo llevaba la madre de Jeffrey cuando él iba al instituto.
En otras fotos la mujer jugaba con el niño, el pelo más corto a medida que el pequeño crecía. En total había diez fotos, y acababan cuando el niño tenía unos tres años. Jeffrey se quedó mirando la última fotografía, en la que se veía a la mujer en la mecedora, sola. Miraba a la cámara, y había algo que a Jeffrey le resultaba familiar en la forma de la cara y en las largas pestañas.
Jeffrey giró la foto y leyó la fecha, intentando encajar las piezas. Volvió a mirar a la mujer, preguntándose otra vez por qué le resultaba tan condenadamente familiar.
Sacó el móvil y marcó el número de la oficina de Kevin Blake. Candy contestó después de tres pitidos.
– Hola, encanto -dijo Candy, al parecer complacida de oír su voz-. Estaba a punto de llamarte.
– ¿Has localizado a Monica Patrick?
– Sí, señor -afirmó Candy, no tan contenta-. Hace tres años que murió.
Era lo que Jeffrey se temía.
– Gracias por intentarlo.
– De nada -dijo Candy-. No sé de qué habría servido. ¿Vas detrás de algún tipo de escándalo?
– Algo así -concedió Jeffrey, mirando las fotografías como si pudiera obligarlas a ofrecerle una explicación.
– Ya lo hice cuando investigué sus antecedentes -dijo Candy-. Brian no es exactamente Albert Einstein, pero trabaja como una mula. Hace lo que nadie más quiere hacer. Se queda hasta medianoche para asegurarse de que todo está al día. Ahora lo llamamos retentivo anal, pero en aquella época simplemente significaba que poseías una ética del trabajo.
Jeffrey se metió las fotos en el bolsillo y dejó la caja donde estaba.
– Por lo que me dijo su esposa, me pareció que aún es así.
– Bueno, ella debería saberlo -dijo Candy-. Aunque ya es un poco tarde para empezar a quejarse.
Jeffrey cerró la puerta del armario y miró a su alrededor.
– ¿A qué te refieres?
– Así fue como se conocieron -dijo Candy-. Jill era su secretaria en Jericho.
– ¿Bromeas?
– ¿Por qué iba a bromear sobre una cosa así? Ser secretaria no tiene nada de malo.
– No, no es eso -dijo Jeffrey-. Es que ninguno de los dos lo mencionó.
– ¿Y por qué iban a mencionarlo? -preguntó Candy, y tenía razón-. ¿Alguna vez te has preguntado por qué ella no adoptó su apellido?
– La verdad es que no -dijo Jeffrey, y oyó cerrarse la portezuela de un coche delante de la casa.
Se dirigió a la salita para mirar por la ventana. Brian Keller estaba inclinado sobre el asiento trasero de un Impala color tostado. Sacó un par de cajas blancas y grandes, apoyándoselas en el muslo mientras cerraba la portezuela del coche.
– ¿Jefe? -preguntó Candy.
– Estoy aquí -le dijo Jeffrey, intentando retomar la conversación-. ¿Qué estabas diciendo?
– Digo que probablemente Brian debe de estar tramitando el divorcio.
– ¿El divorcio de quién? -preguntó Jeffrey, observando cómo Keller trajinaba las cajas hacia el garaje.
– De la chica con la que estaba casado cuando comenzó a salir con Jill Rosen -le dijo y, a continuación, añadió-. Bueno, ahora ya no debe ser ninguna chica. Probablemente rondará la cincuentena. Me pregunto qué fue del hijo.
– ¿Su hijo? -repitió Jeffrey mientras oía los pasos de Keller en las escaleras-. ¿Qué hijo?
– El que tuvo de su primer matrimonio. ¿Me estás prestando atención?
– ¿Tiene un hijo de su primer matrimonio? -preguntó Jeffrey, sacando la foto.
– Eso es lo que te estaba diciendo. Un buen día fue y los abandonó. Ni siquiera se lo mencionó nunca a Bert. Te acordarás de Bert Winger: fue decano antes de Kevin. No es que a Bert le importara un pimiento la situación familiar de Brian. Tenía dos hijos de su anterior matrimonio, y deja que te lo diga, esos críos eran la cosa más encantadora que he…
– Debo irme -dijo Jeffrey, colgando el teléfono.
Por fin sabía la causa de que el chaval de la foto le resultara tan familiar.
El viejo dicho era cierto. Una imagen vale más que mil palabras, o, en este caso, un viaje gratis a comisaría en la parte de atrás de un coche patrulla.