Lena se presionó tanto el labio que se hizo daño.
– ¿Qué se siente al estar en el otro lado de la ley, socia?
– Que te jodan.
– Ya discutiremos luego mi tarifa -dijo Buddy, con una risita. Disfrutaba de la situación más de lo que Lena había pensado-. ¿Cuáles son los cargos?
– Ninguno -le dijo Lena, diciéndose que eso podía cambiar en cualquier momento, dependiendo de qué día tuviera Jeffrey-. Es para otra persona.
– ¿Para quién?
– Ethan Green. -Enseguida se corrigió-. Quiero decir, White. Ethan White.
– ¿Dónde está?
– No estoy segura. -Lena cerró la guía, harta de mirar aquellos anuncios vulgares-. Le acusan de violación de la libertad condicional. Estuvo en la cárcel por pasar cheques falsos. -¿Cuánto tiempo estuvo encerrado?
– No estoy segura.
– A no ser que tengan algo sólido de qué acusarle, tendrán que ponerlo en libertad.
– Jeffrey no le pondrá en libertad -dijo Lena, pues de eso estaba segura.
Sólo conocía a Ethan White por sus antecedentes penales. Nunca había visto su lado bueno, al hombre que quería cambiar.
– Me estás ocultando algo -dijo Buddy-. ¿Cómo es que ese tipo acabó llamando la atención del jefe?
Lena pasó los dedos por las páginas de la guía. Se preguntó hasta qué punto podía confiar en Buddy Conford. Dudó de si debía contarle algo.
Buddy era demasiado buen abogado como para no saber que algo pasaba.
– Si me mientes, lo único que conseguirás es dificultar mi trabajo.
– Ethan White no mató a Chuck Gaines -dijo-. No estuvo implicado en eso. Es inocente.
Buddy soltó un fuerte suspiro.
– Cariño, deja que te diga algo. Todos mis clientes son inocentes. Incluso los que han acabado en el corredor de la muerte.-Emitió un sonido de disgusto-. Sobre todo los que acabaron en el corredor de la muerte.
– Éste es inocente de verdad, Buddy.
– Sí, bueno. Quizá deberíamos hablar de esto personalmente. ¿Quieres pasarte por mi oficina?
Lena cerró los ojos, intentando imaginarse fuera de la casa. No podía hacerlo.
– ¿He dicho algo malo? -preguntó Buddy.
– No. ¿Podrías venir aquí?
– ¿Dónde es aquí?
– Estoy en casa de Nan Thomas.
Le dio la dirección, y él le repitió los números para verificarlos.
– Llegaré dentro de un par de horas -dijo-. ¿Estarás ahí?
– Sí.
– Pues te veo dentro de un par de horas -dijo Buddy.
Lena colgó, y a continuación marcó el número de la comisaría. Sabía que Jeffrey haría cuanto estuviera en su mano para mantener encerrado a Ethan, pero también que Ethan conocía al dedillo cómo funcionaba la ley.
– Policía de Grant -dijo Frank.
Lena tuvo que hacer un esfuerzo para no colgar. Se aclaró la garganta, procurando que su voz sonara normal.
– Frank, soy Lena.
Él no dijo nada.
– Busco a Ethan.
– ¿Ah, sí? -gruñó Frank-. Pues no está aquí.
– ¿Sabes dónde…?
Frank colgó con un golpe tan fuerte que resonó en el oído de Lena.
– Mierda -dijo, y empezó a toser con tanta violencia que pensó que iba a sacar los pulmones por la boca.
Lena se dirigió al fregadero y bebió un vaso de agua. Pasaron varios minutos antes de que se le pasara el ataque de tos. Comenzó a abrir cajones, buscando pastillas para la tos que le aliviaran la garganta, pero no encontró nada. En el armarito que había sobre la cocina encontró un frasco de Advil y se metió tres cápsulas en la boca. Salieron varias más, e intentó cogerlas antes de que cayeran al suelo, golpeándose la muñeca lesionada contra la nevera. El dolor le hizo ver las estrellas, pero lo superó respirando profundamente.
De nuevo en la mesa, Lena intentó pensar adónde iría Ethan si lo soltaban. No conocía su número del colegio mayor, y sabía que no debía llamar a la oficina del campus para averiguarlo. Considerando que había pasado la noche anterior en la cárcel, dudaba que nadie quisiera ayudarla.
Dos noches antes había conectado su contestador por si Jill Rosen la llamaba. Cogió el teléfono y marcó el número de su casa con la esperanza de haber conectado bien el contestador. El teléfono sonó tres veces antes de que su propia voz la saludara, una voz que le sonó estridente y ajena. Tecleó el código para oír sus mensajes. El primero era de su tío Hank, y le decía que sólo llamaba para saber cómo estaba y que le alegraba que por fin se hubiera decidido a poner un contestador. El siguiente era de Nan, que parecía muy preocupada y le decía que la llamara en cuanto pudiera. El último era de Ethan.
– Lena -decía-. No vayas a ninguna parte. Te estoy buscando.
Apretó el botón del tres, que rebobinó el mensaje para volver a oírlo. Su contestador no tenía dispositivo para introducir el día y la hora, porque Lena había sido demasiado tacaña para gastarse diez dólares extras, y se rebobinaron los tres mensajes, y no sólo el último, por lo que tuvo que escuchar otra vez a Hank y a Nan.
– No vayas a ninguna parte. Te estoy buscando.
Lena volvió a apretar el tres, y tuvo que tragarse los primeros dos mensajes antes de volver a oír la voz de Ethan. Se acercó el teléfono al oído, intentando descifrar su tono. Parecía furioso, pero eso no era ninguna novedad.
Estaba escuchando el mensaje por cuarta vez cuando alguien llamó a la puerta.
– Richard -murmuró entre dientes. Bajó la mirada hacia sus ropas, y se dio cuenta de que aún iba en pijama-. Joder.
El inalámbrico emitió dos bips en rápida sucesión, y la pantalla emitió una parpadeante señal de que había poca batería. Lena apretó el cinco, esperando que eso conservara el mensaje de Ethan.
Entró en la sala de estar y puso el teléfono en el cargador de batería. En la puerta principal se veía una figura borrosa, cuyo perfil se recortaba tras las cortinas.
– Un momento -gritó Lena, y la garganta le dolió por el esfuerzo.
Buscó algo con qué cubrirse en el dormitorio de Nan. Lo único que encontró fue un albornoz color rosa, que era tan ridículo como el pijama azul. Se dirigió al armario del pasillo y sacó una chaqueta. Se la puso mientras se dirigía a la puerta.
– Un momento -dijo, apartando la silla.
Descorrió los cerrojos y abrió la puerta, pero no había nadie.
– ¿Hola? -preguntó Lena, saliendo al porche.
Tampoco había nadie. El camino de entrada estaba vacío. Oyó los bips de la alarma en el interior y se acordó de que Nan la había conectado antes de irse. La alarma tenía una demora de veinte segundos, y Lena entró corriendo en la casa y tecleó el código justo a tiempo.
Se dirigía a la cocina cuando la detuvo un ruido de cristales rotos. La cortina de la puerta de la cocina se movió, pero no por la brisa. Una mano apareció, buscando a tientas el pestillo. Lena se quedó paralizada unos segundos, hasta que el pánico se apoderó de ella y echó a correr por el pasillo.
En el suelo de la cocina se oyeron pasos pisando cristales. Lena entró en el cuarto de invitados y se ocultó entre la puerta abierta y la pared, vigilando el pasillo por la grieta. El intruso recorría la casa con pasos decididos, y sus pesados zapatos sonaban sordos contra el suelo de madera. Se detuvo en el pasillo, miró a la izquierda y a la derecha. Lena no le veía el rostro, pero sí que vestía camisa negra y tejanos.
Cerró los ojos con fuerza y contuvo el aliento mientras el intruso se aproximaba a la habitación de invitados. Apretó la espalda contra la pared cuanto pudo, procurando hacerse invisible detrás de la puerta.
Cuando se atrevió a abrir los ojos, el hombre le daba la espalda. Lo único que pudo hacer fue mirar. Antes estaba segura de que se trataba de Ethan, pero ahora le veía los hombros demasiado anchos, el pelo demasiado largo.
El armario estaba lleno de cajas que se apilaban del suelo al techo. El intruso comenzó a sacarlas una a una, leyendo las etiquetas antes de apilarlas ordenadamente en el suelo. Al cabo de lo que a Lena le parecieron horas, encontró lo que buscaba. Se puso de rodillas delante de la caja, y Lena le vio el perfil. Reconoció al instante a Richard Carter.