– Hola, papá -dijo.
Él no se volvió, pero Sara percibió su dolor con la misma claridad con que sentía el frío entrando por la ventana. Eddie Linton era un hombre al que definía su familia. Su mujer y sus hijas eran su mundo, y Sara había estado tan metida en su propio sufrimiento que apenas se había dado cuenta de lo que había soportado su padre. Había trabajado muy duro para construir un hogar seguro y feliz para sus hijas. Si Eddie se había mostrado reservado con Sara durante toda la semana no había sido porque la culpara, sino porque se culpaba a sí mismo.
Eddie señaló la ventana.
– ¿Has visto cómo cambia la rueda ese tío?
Sara vio una furgoneta de un vivo color amarillo verdoso, una de las brigadas de emergencias que el ayuntamiento de Atlanta había contratado para impedir los atascos de tráfico. Iban equipados con ruedas de recambio, y si te quedabas parado a un lado de la carretera te daban un empujón o un galón de gasolina gratis. En una ciudad donde el trayecto medio entre el domicilio y el trabajo podía llegar a las dos horas y era legal llevar un arma en la guantera, era una buena manera de gastar el dinero de los contribuyentes.
– ¿El de la furgoneta? -preguntó Sara.
– No te cobran por eso. Ni un centavo.
– Pues vaya.
– Ajá. -Eddie exhaló largamente-. ¿Tessie aún duerme?
– Sí.
– ¿Jeffrey está de camino?
– Si no quieres que…
– No -la interrumpió Eddie, terminante-. Debe estar aquí.
Sara sintió que le quitaban un peso de encima.
– Mamá y yo estábamos recordando aquella vez que se fue en coche a Florida a buscar a Tess.
– Le dije que no se llevara ese maldito coche a Florida.
Sara contempló el tráfico y ocultó su sonrisa.
Eddie se aclaró la garganta más veces de las necesarias, como si aún no tuviera toda la atención de Sara.
– Un tipo entra en un bar con un gato enorme encima del hombro.
– Vaaaale… -dijo Sara alargando la palabra.
– Y el camarero le dice: «¿Cómo se llama su gato?». -Eddie hizo una pausa-. El tipo dice: «Nino». El camarero se rasca la cabeza. -Eddie se rascó la cabeza-. Y dice: «¿Por qué le llama Nino?». -Eddie hizo una pausa dramática-. Y el tipo dice: «Porque es mi nino».
Sara repitió el final varias veces en voz alta antes de pillarlo. Se echó a reír tan fuerte que le saltaron las lágrimas.
Eddie sonrió, y se le iluminó la cara, como si la risa de su hija le llenara de alegría.
– Dios mío, papá -dijo Sara, secándose las lágrimas y todavía riendo-. Es el peor chiste que he oído nunca.
– Sí -admitió Eddie, echándole un brazo por los hombros y atrayéndola hacia sí-. Ha sido bastante malo.
VIERNES
18
Lena estaba sentada en el suelo, en medio de su habitación; rodeada de cajas que contenían todo lo que poseía en el mundo. Casi todas sus pertenencias quedarían almacenadas en casa de Hank hasta que encontrara un trabajo. Llevaría la cama a casa de Nan, y dormiría en la habitación de invitados hasta que tuviera dinero suficiente para instalarse por su cuenta. La universidad le había ofrecido el puesto de Chuck, pero, dadas las circunstancias, no quería volver a ver aquella oficina de seguridad. Ese cabrón de Kevin Blake no le había indemnizado. A Lena la consolaba el hecho de que aquella mañana la junta de gobierno hubiera anunciado que iban a buscarle un sustituto al decano.
La puerta chirrió, empujada por Ethan. Nadie había reparado la cerradura desde que Jeffrey la rompiera días atrás. Ethan sonrió al verla.
– Te has recogido el pelo.
Lena resistió la tentación de volver a soltárselo.
– Creía que te ibas de la ciudad.
Ethan se encogió de hombros.
– Siempre me ha costado irme de donde no me quieren.
Ella se permitió sonreír.
– Además -dijo Ethan-, ahora es muy difícil que te acepten en otra universidad, teniendo en cuenta que ésta está siendo investigada por violación de la ética profesional.
– Estoy segura de que todo se arreglará -dijo Lena.
Sólo llevaba unos meses trabajando en la universidad, pero sabía cómo funcionaba todo aquello. Habría sanciones y noticias en los periódicos durante algunos meses, pero dentro de un año nadie se acordaría de nada, las sanciones seguirían sin pagarse, y otro profesor apuñalaría a alguien por la espalda -en sentido literal o figurado- para asegurarse fama y fortuna.
– Bueno -dijo Ethan-, supongo que arreglaste las cosas con ese poli.
Lena se encogió de hombros, porque no tenía ni idea de cómo estaban las cosas con Jeffrey. Tras interrogarla por lo de Richard Carter, le dijo que se pasara por la comisaría a primera hora del lunes. No había manera de saber lo que quería decirle.
– ¿Siempre que encuentran unas bragas imaginan cosas raras? -preguntó Ethan.
– Se precipitaron sacando conclusiones. A veces pasa. -Volvió a encogerse de hombros-. Rosen era rarito. Probablemente se las robó a alguna chica.
Imaginó que Andy esnifaba algo más que pegamento en sus solitarias noches de viernes. En cuanto al libro, probablemente Lena lo había leído alguna noche, aprovechando la paz de la biblioteca antes de que llegara la hora de irse a su covacha a dormir.
Ethan se inclinó sobre la puerta abierta.
– Quería que supieras que no me voy -dijo-. Por si me ves por aquí.
– ¿Te veré por aquí?
Él se encogió de hombros.
– No sé, Lena. Hago todo lo que puedo por cambiar.
Ella se miró las manos, sintiéndose como un monstruo.
– Sí.
– Quiero tener una relación contigo -dijo Ethan-. Pero no así.
– Claro.
– Podrías mudarte y empezar otra vez. -Esperó un momento antes de decir-. A lo mejor, cuando consiga trasladarme de universidad, podríamos irnos juntos.
– No puedo irme -le dijo ella, sabiendo que él nunca lo entendería.
Ethan había dejado a su familia y su modo de vida sin mirar atrás. Lena nunca podría hacerle eso a Sibyl.
– Si cambias de opinión…
– Nan volverá pronto -le dijo Lena-. Más vale que te vayas.
– De acuerdo -asintió Ethan, comprendiendo-. Ya nos veremos, ¿de acuerdo?
Lena no contestó.
Él le hizo la misma pregunta que había hecho ella.
– ¿Te veré por aquí?
Sus palabras quedaron suspendidas en el aire como la niebla. Ella le miró, se fijó en sus tejanos holgados y su camiseta negra, su diente desportillado y sus ojos azules, muy azules.
– Sí -dijo Lena-. Nos veremos.
Ethan empujó la puerta para cerrarla, pero el pomo no giró. Lena se levantó y arrastró una silla hacia la puerta, apoyándola bajo el pomo para que no se abriera. Nunca podría volver a hacer eso sin pensar en Richard Carter.
Fue hacia el cuarto de baño. Al verse reflejada en el espejo del lavabo se dijo que tenía mejor aspecto. Las magulladuras del cuello habían adquirido un color amarillo verdoso, y el corte de debajo del ojo ya tenía costra.
– ¿Lena? -preguntó Nan.
Oyó que la puerta golpeaba la silla cuando Nan intentó abrirla.
– Un momento -dijo Lena, abriendo el botiquín.
Sacudió la tabla del fondo, que estaba suelta, y sacó su navaja. Aún había rastros de sangre en el mango, pero la lluvia la había borrado casi por completo. Al sacar la hoja, vio que la punta se había partido. Con cierto pesar, Lena comprendió que no podría quedársela.
La silla volvió a golpear el pomo. La voz de Nan era de preocupación.
– ¿Lena?
– ¡Voy! -gritó Lena.
Cerró la navaja con un chasquido, guardándosela en el bolsillo trasero antes de abrirle la puerta a Nan.