Brock parecía arrepentido, pero disimuló. Se bebió el café y se quedó callado el resto del camino hasta el depósito.
Cuando Jeffrey se detuvo delante de la casa de los Rosen, lo primero que observó fue un rojo y reluciente Ford Mustang aparcado junto a la puerta. En lugar de dirigirse a la puerta principal, Jeffrey rodeó el coche, admirando sus elegantes líneas. Cuando tenía la edad de Andy Rosen, Jeffrey soñaba con conducir un Ford Mustang, y ver uno siempre le provocaba celos irracionales. Pasó los dedos por la capota, recorriendo las franjas negras, pensando que Andy había tenido muchos más motivos para vivir que él cuando tenía su edad.
Alguien más amaba ese coche. A pesar de que era muy temprano, no había rocío sobre la chapa. Cerca del guardabarros de atrás había un balde vuelto del revés con una esponja encima. La manguera del jardín estaba enrollada cerca del coche. Jeffrey miró su reloj, y se dijo que era una hora extraña para lavar el coche, sobre todo considerando que el propietario había muerto el día antes.
Mientras se acercaba al porche, Jeffrey oyó a los Rosen discutir, al parecer con virulencia. Llevaba lo bastante siendo policía para saber que la gente suele decir las verdades cuando está enfadada. Esperó junto a la puerta, escuchando, aunque procuró no hacerlo de manera muy descarada por si algún corredor tempranero se preguntaba qué estaba haciendo.
– ¿Por qué demonios te preocupas por él ahora, Brian? -preguntaba Jill Rosen-. Jamás te importó un bledo.
– Eso es una puta mentira, y lo sabes.
– A mí no me hables así.
– ¡Que te jodan! Te hablaré así cuando me salga de los cojones.
La voz de Jill Rosen bajó de tono, y Jeffrey no escuchaba bien lo que decía. Cuando el hombre le contestó, tampoco levantó la voz.
Jeffrey les concedió un minuto por si volvían a encolerizarse antes de llamar a la puerta. Los oyó moverse por la casa y supuso que uno o los dos estaban llorando.
Jill Rosen abrió la puerta. Jeffrey vio que llevaba un kleenex muy usado en la mano y comprendió que se había pasado la mañana llorando. Por un instante se acordó de Cathy Linton en la terraza de su casa, el día anterior, y sintió una compasión que jamás habría creído poder experimentar.
– Jefe Tolliver -dijo Rosen-. Éste es el doctor Brian Keller, mi marido.
– Hablamos por teléfono -le recordó Jeffrey.
Keller parecía destrozado. A juzgar por el pelo gris, que le raleaba, y la mandíbula caída, debía de rondar ya los sesenta, pero la aflicción le hacía parecer veinte años mayor. Llevaba unos pantalones de raya diplomática y, aunque era obvio que formaban parte de un traje completo, sólo le cubría el torso una camiseta amarilla con el cuello en uve, que revelaba una mata de pelo gris en el pecho. Como su hijo, le colgaba del cuello una cadena con la estrella de David, o a lo mejor era la que habían encontrado en el bosque. Curiosamente, iba descalzo, y Jeffrey se dijo que había sido Keller quien había lavado el coche.
– Lo siento -dijo Keller-. Me refiero a lo de ayer, cuando hablamos por teléfono. Estaba muy afectado.
– Siento lo de su hijo, doctor Keller -respondió Jeffrey.
Le estrechó la mano, y pensó en cómo preguntarle con delicadeza si Andy era su hijo natural o adoptado. Muchas mujeres mantenían el apellido de soltera cuando se casaban, pero generalmente los hijos adoptaban el del padre.
– ¿Es usted el padre biológico de Andy? -preguntó Jeffrey a Keller.
– Dejamos que Andy eligiera el apellido que quería cuando tuvo edad suficiente para tomar una decisión fundada -dijo Rosen.
Jeffrey asintió, aunque opinaba que dejar elegir demasiadas cosas a los chavales era uno de los motivos por los que había tantos en comisaría, sorprendidos de que sus malas decisiones les pudieran meter en líos.
– Pase -le invitó Rosen, indicándole a Jeffrey que siguiera el breve pasillo que conducía a la sala.
Al igual que casi todos los profesores, vivían en Willow Drive, que daba a la calle Mayor, a poca distancia de la universidad. Ésta había llegado a un acuerdo con el banco para garantizar préstamos hipotecarios a bajo interés para los nuevos profesores, quienes se quedaban con las casas más bonitas de la ciudad. Jeffrey se preguntó si todos los profesores permitían que sus hogares se deterioraran tanto como la de Keller. En el techo, había manchas de humedad provocadas por un reciente chaparrón, y las paredes necesitaban desesperadamente una nueva capa de pintura.
– Siento el desorden -dijo Jill Rosen con voz neutra.
– No pasa nada -contestó Jeffrey, aunque se preguntó cómo se podía vivir en medio de semejante desbarajuste-. Doctora Rosen…
– Jill.
– Jill -repitió-. ¿Puede decirme si conoce a Lena Adams?
– ¿La mujer que vino a verme ayer? -preguntó, subiendo el volumen en la última palabra.
– Me preguntaba si la conocía de antes.
– Vino a mi consulta. Me contó lo de Andy.
Jeffrey la miró un momento; no la conocía lo bastante para saber si sus palabras querían dar a entender algo más, pues podían interpretarse de muchas maneras. Algo en las tripas le decía que había algo entre Lena y Jill Rosen, pero no estaba seguro de que guardara relación con el caso.
– Podemos sentarnos aquí -dijo Rosen, y señaló una abarrotada salita.
– Gracias -dijo Jeffrey, recorriendo el cuarto con la mirada. Era evidente que Rosen había decorado la casa con mucho esmero cuando se mudó, pero de eso hacía ya muchos años. Los muebles eran bonitos, pero estaban ajados. El papel pintado había pasado de moda, y en la alfombra se distinguían las zonas más transitadas con la misma claridad que un sendero en el bosque. Aparte de esos problemas estéticos, la casa se estaba convirtiendo en un almacén. Había montones de libros y revistas por todas partes. Jeffrey vio periódicos de la semana pasada desperdigados sobre una de las butacas que había junto a la ventana. Contrariamente a la casa de los Linton, que contenía la misma cantidad de objetos y desde luego más libros, el lugar parecía asfixiante, como si nadie fuera feliz desde hacía mucho tiempo.
– Hemos hablado con la funeraria acerca de qué haremos con los restos -le dijo Keller-. Jill y yo aún no nos hemos decidido. Mi hijo era ferviente partidario de la incineración. -Le tembló el labio superior-. ¿Se podrá hacer después de la autopsia?
– Sí -dijo Jeffrey-. Por supuesto.
– Queremos cumplir su deseo, pero… -repuso Rosen.
– Es lo que él quería, Jill -afirmó Keller.
Jeffrey percibió la tensión entre ellos y decidió no opinar. Rosen le indicó una butaca grande.
– Por favor, siéntese.
– Gracias -dijo Jeffrey, sujetándose el extremo de la corbata y sentándose al borde del cojín para no hundirse en el fofo sillón.
– ¿Quiere beber algo? -le preguntó Rosen.
Antes de que Jeffrey tuviera tiempo de negarse, Keller dijo:
– No estaría mal un poco de agua.
Keller se quedó mirando al suelo hasta que su mujer salió de la habitación. Parecía esperar algo, pero Jeffrey no sabía qué. Cuando se oyó el grifo de la cocina, abrió la boca, pero no dijo nada.
– Bonito coche el de ahí fuera -comentó Jeffrey.
– Sí -contestó Keller, entrelazando las manos en el regazo. Tenía los hombros encorvados, y Jeffrey se dio cuenta de que era más corpulento de lo que pensó en un principio.
– ¿Lo ha lavado esta mañana?
– Andy cuidaba mucho ese coche.
Jeffrey se dio cuenta de que no había contestado a la pregunta.
– ¿Trabaja en el departamento de biología?
– De investigación -le aclaró Keller.
– Si hay algo que quiera contarme… -comenzó Jeffrey.
Keller volvió a abrir la boca, pero en ese momento volvió Rosen, quien les traía un vaso de agua a cada uno.
– Gracias -dijo Jeffrey, dando un sorbito.
El vaso olía de manera extraña. Lo dejó en la mesita baja, y miró a Keller para ver si el hombre tenía algo que decir antes de ir al grano.