– Sé que tienen otras cosas de qué preocuparse. Sólo necesito que me contesten algunas preguntas de rutina, y ya no les molestaré más -aseguró Jeffrey.
– Tómese el tiempo que necesite -le dijo Keller.
– Sus hombres estuvieron en el apartamento de Andy hasta muy tarde -comentó Rosen.
– Sí -replicó Jeffrey.
Contrariamente a los policías que salían por televisión, a Jeffrey le gustaba permanecer lo más lejos posible de la escena del crimen hasta que la policía científica acabara de examinarla. El lecho del río donde Andy se había suicidado era un lugar público y demasiado amplio para ser de utilidad. Pero el apartamento del muchacho era otro cantar.
Keller esperó a que su esposa se sentara, y entonces se colocó a su lado en el sofá. Intentó cogerle la mano, pero ella la apartó. Estaba claro que la riña aún no había terminado.
– ¿Cree que alguien pudo empujarle? -inquirió Rosen.
Jeffrey se preguntó si alguien se lo habría insinuado a Rosen o si la idea se le había ocurrido a ella.
– ¿Alguien había amenazado con hacerle daño a su hijo? -preguntó.
Los padres se miraron el uno al otro como si ya lo hubieran hablado antes.
– No que nosotros sepamos.
– ¿Andy había intentado suicidarse antes?
Los dos asintieron al unísono.
– ¿Han visto la nota?
– Sí -susurró Rosen.
– No es probable que le empujaran -les dijo Jeffrey. Tanto daba lo que él sospechara, pues en ese momento era una simple suposición. No quería darles a los padres de Andy algo a lo que agarrarse y luego tener que decepcionarles-. Investigaremos todas las posibilidades, pero no quiero que se hagan ilusiones.
Calló, lamentando las palabras elegidas. ¿Qué ilusión podía hacerles a unos padres que su hijo hubiera sido asesinado?
– Encontrarán algo irregular en la autopsia. Averiguarán muchas cosas. Es asombroso de lo que es capaz la ciencia hoy en día -dijo Keller a su esposa.
Hablaba con la convicción de un hombre que trabajaba en ese terreno y confiaba en que la ciencia pudiera probar cualquier cosa.
Rosen se llevó el pañuelo de papel a la nariz, haciendo caso omiso de las palabras de su marido. Jeffrey se preguntó si la tensión entre ambos se debía a la reciente discusión mantenida o si sus problemas venían de lejos. Tendría que hacer algunas discretas averiguaciones en el campus.
Keller interrumpió los pensamientos de Jeffrey.
– Hemos intentado recordar algo que pudiera ayudarle -dijo-. Andy tenía algunos amigos de antes de…
– Nunca llegamos a conocerlos -le interrumpió Rosen-. Sus amigos de cuando tomaba drogas.
– No -dijo Keller-. Que nosotros sepamos, últimamente ya no se veía con ninguno.
– Al menos ninguno que Andy nos hubiera presentado -concedió Rosen.
– Yo debería haber estado más en casa -dijo Keller, con la voz enronquecida a causa del arrepentimiento.
Rosen no se lo discutió, y Keller enrojeció ante el esfuerzo que hizo para no llorar.
– ¿Estaba en Washington? -le preguntó Jeffrey, aunque fue Rosen quien respondió.
– Brian está trabajando en una investigación muy delicada -le explicó.
Keller negó con la cabeza, como si eso no fuera nada.
– ¿Acaso eso importa ahora? -preguntó sin dirigirse a nadie en concreto-. Todo ese tiempo perdido, ¿y para qué?
– Puede que algún día tu trabajo sirva de ayuda a los demás -dijo ella, y Jeffrey percibió animosidad en su tono.
No debía de ser la primera vez que le echaba en cara a su marido que trabajara demasiado.
– Ese coche que hay ahí fuera, ¿era de Andy? -preguntó Jeffrey a Rosen.
Observó que Keller apartaba la mirada.
– Acabábamos de comprárselo. Para… no sé. Brian quería recompensarle por haber salido adelante.
En la frase quedaba implícito que Rosen no había estado de acuerdo con la decisión de su marido. El coche era un despilfarro, y los profesores no eran millonarios. Jeffrey calculó que probablemente él cobraba más que Keller, y su sueldo tampoco era una maravilla.
– ¿Solía ir en coche a la facultad? -preguntó Jeffrey.
– Era más cómodo ir andando -dijo Rosen-. A veces íbamos juntos.
– ¿Le contó adónde pensaba ir ayer por la mañana?
– Yo estaba en la clínica -respondió Rosen-. Supuse que se quedaría todo el día en casa. Cuando Lena llegó…
Pronunció el nombre de Lena con una familiaridad que a Jeffrey le hubiera gustado averiguar el porqué, pero no se le ocurrió la manera de introducir el tema en la conversación.
Jeffrey sacó su libreta y preguntó:
– ¿Andy trabajaba para usted, doctor Keller?
– Sí. No es que hiciera gran cosa, pero no quería que pasara mucho tiempo en casa solo.
– También ayudaba en la clínica -añadió Rosen-. Nuestra recepcionista no es muy de fiar. A veces Andy se encargaba de la recepción o trabajaba en los ficheros.
– ¿Alguna vez tuvo acceso a información de los pacientes? -preguntó Jeffrey.
– Oh, nunca -dijo Rosen, como si la sola idea la alarmara-. Eso está bajo llave. Andy se encargaba de las facturas, de concertar citas, de las llamadas telefónicas. Ese tipo de cosas. -Le tembló la voz-. Sólo era para mantenerlo ocupado durante el día.
– Y lo mismo en el laboratorio -dijo Keller-. No estaba realmente cualificado para ayudar en la investigación. Ese trabajo lo hacen los estudiantes de postgrado. -Keller se irguió con las manos en las rodillas-. Sólo quería tenerle cerca para no perderlo de vista.
– ¿Les preocupaba que hiciera algo así? -preguntó Jeffrey.
– No -dijo Rosen-. Bueno, no sé. Quizá, de manera subconsciente, pensé que a lo mejor se lo estaba planteando. Últimamente se comportaba de manera muy extraña, como si ocultara algo.
– ¿Tiene idea de qué era?
– Imposible saberlo -dijo con auténtico pesar-. A esa edad los chicos son difíciles. Y las chicas también, por supuesto. Intentan hacer la transición entre la adolescencia y la edad adulta. Y los padres a veces son un lastre y otras una muleta donde apoyarse, según el día de la semana.
– O según si necesitan dinero o no -añadió Keller.
Los dos sonrieron ante el comentario, como si fuera un chiste compartido por ambos.
– ¿Tiene hijos, jefe Tolliver? -preguntó Keller.
– No.
Jeffrey se reclinó en la butaca. No le había gustado la pregunta. De joven, jamás pensó en tener hijos. Al enterarse de lo de Sara, no volvió a pensar en ello. Pero en el último caso en el que trabajó con Lena hubo algo que le hizo preguntarse qué se sentiría ejerciendo de padre.
– Te parten el corazón -dijo Keller en un ronco susurro, hundiendo la cabeza entre las manos.
Jill Rosen pareció entablar un mudo debate consigo misma antes de extender un brazo y acariciarle la espalda. Keller levantó los ojos, sorprendido, como si ella acabara de concederle un premio.
Jeffrey esperó un instante antes de preguntar:
– ¿Les dijo Andy si dejar las drogas le causaba algún problema? -Los dos negaron con la cabeza-. ¿Había algo o alguien que pudiera haberlo disgustado?
Keller se encogió de hombros.
– Se esforzaba muchísimo por forjar su propia identidad. -Movió la mano en dirección a la parte de atrás de la casa-. Por eso le dejábamos vivir encima del garaje.
– Últimamente le interesaba el arte -dijo Rosen. Señaló la pared que había detrás de Jeffrey.
– No está mal.
Jeffrey le echó un vistazo al lienzo, esforzándose para que su reacción sonara sincera. El cuadro mostraba, de manera bastante unidimensional, a una mujer desnuda tendida sobre una roca. Tenía las piernas abiertas, y sus genitales eran la única parte de la pintura en color, por lo que parecía tener un plato de lasaña entre los muslos.
– Tenía talento -afirmó Rosen.