– ¿Has visto eso? -preguntó.
Frank se acercó, doblando las rodillas para verlo mejor.
– ¿Aceite? -preguntó, y a continuación señaló hacia el escritorio que estaba junto al sofá.
Una escobilla metálica para la recámara, tela para los tacos y un pequeño frasco de aceite para limpiar armas marca Elton se alineaban sobre la mesa. En el suelo, un trapo que sin duda se había utilizado para limpiar el cañón de la escopeta estaba arrugado, formando una bola.
– ¿Limpió la escopeta antes de pegarse un tiro? -preguntó Jeffrey, pensando que eso era lo último que haría él.
Frank se encogió de hombros.
– A lo mejor quería asegurarse de que funcionaba bien.
– ¿Tú crees? -preguntó Jeffrey, de pie delante del sofá. Schaffer vestía unos tejanos ajustados y una camiseta corta. Estaba descalza, y el dedo gordo del pie estaba atrapado en el gatillo. El sol que llevaba tatuado en torno al ombligo quedaba visible bajo un reguero de sangre. Las manos descansaban en la boca de la escopeta, probablemente para que apuntara a la cabeza.
Jeffrey se sacó un bolígrafo del bolsillo y apartó la mano derecha de la víctima. La palma, allí donde se había cerrado en torno a la escopeta, estaba limpia de sangre, lo que significaba que Schaffer tenía agarrada el arma cuando se disparó. O le dispararon. Al examinar la otra mano descubrió lo mismo. Incrustado entre los cojines del sofá estaba el cartucho que había salido disparado de la recámara al apretar el gatillo. Jeffrey lo empujó con el bolígrafo, preguntándose por qué todo aquello no le cuadraba. Comprobó la fina marca del cañón para asegurarse y, a continuación, le dijo a Frank:
– Tiene una escopeta del calibre doce y utiliza un cartucho del veinte.
Frank se lo quedó mirando.
– ¿Por qué utilizaría un cartucho del veinte?
Jeffrey se incorporó y negó con la cabeza. La circunferencia de la boca de la escopeta era más grande que la de la bala. Una de las cosas más peligrosas que se pueden hacer es, probablemente, cargar una escopeta con una munición que no le corresponde. Los fabricantes comercializan los cartuchos con revestimientos de colores distintos para evitar que eso suceda.
– ¿Cuánto hace que estaba en el equipo de tiro al plato? -preguntó Jeffrey.
Frank sacó su cuaderno y buscó entre las páginas.
– Empezó este año. Su compañera de habitación dijo que quería participar en el decatlón.
– ¿Era daltónica? -preguntó Jeffrey.
Era difícil confundir el cartucho amarillo brillante con el verde de calibre veinte.
– Lo comprobaré -dijo Frank, anotándolo.
Jeffrey examinó el extremo del cañón, conteniendo el aliento al mirarlo de cerca.
– Tenía un reductor de tiro al plato -observó.
La obstrucción constreñiría el cañón, por lo que era probable que utilizara un cartucho de menor tamaño.
Jeffrey se puso en pie.
– Esto no me cuadra.
– Mira la pared -dijo Frank.
Jeffrey rodeó un charco de sangre que había junto a la cabecera del sofá para examinar la pared que quedaba detrás del cadáver. La explosión del disparo había destrozado gran parte del cráneo, fragmentando trozos de la cabeza y lanzándolos contra, la pared a gran velocidad.
Jeffrey apretó los ojos. Intentaba distinguir algo entre la sangre y el tejido que se desperdigaba por la pared. Los perdigones de plomo habían dejado algunos agujeros grandes, y alguno había atravesado la pared.
– ¿Algo en la habitación de al lado? -preguntó Jeffrey, pronunciando una breve oración de gracias porque no hubiera nadie en el otro cuarto cuando apretaron el gatillo.
– No me refería a eso -dijo Frank-. ¿Ves lo que hay en la pared?
– Un momento -le contestó Jeffrey.
Se concentró cuanto pudo hasta que comprendió que algo lo estaba mirando a él.
El ojo de Ellen Schaffer estaba incrustado en la pared.
– Cristo -exclamó Jeffrey, apartando la mirada.
Regresó a la ventana, e intentó abrirla del todo para que saliera el olor. Estar dentro de aquella habitación era como quedarse atrapado dentro de un retrete el último día de la feria estatal.
Jeffrey volvió a mirar a la muchacha, procurando analizar las cosas con frialdad. Debería haber hablado con ella antes. A lo mejor si hubiera ido a primera hora de la mañana, aún estaría viva. Se preguntó qué más se le había pasado por alto. La discrepancia en el calibre de la escopeta era sospechosa, pero cualquiera podía cometer un error, sobre todo si esa persona no iba a estar ahí para limpiar la porquería. Pero también, como en el caso de Andy, aquello podía ser un montaje. ¿Alguien más tenía una diana pintada en la frente?
– ¿Cuándo la encontraron? -preguntó Jeffrey.
– Hace una media hora -le dijo Frank, secándose la frente con un pañuelo-. No tocaron nada. Cerraron la puerta y nos llamaron.
– Cristo -repitió Jeffrey, sacando su pañuelo. Volvió a mirar en dirección al escritorio. -Ahí está Matt -dijo Frank.
Jeffrey vio a Matt entrar en el patio de atrás, las manos en los bolsillos, mirando al suelo, buscando algo que le llamara la atención. Se detuvo y se arrodilló para ver mejor.
– ¿Qué? -le gritó Jeffrey, en el momento en que el teléfono de Frank comenzaba a sonar.
Matt levantó la voz para hacerse oír.
– Parece una flecha.
– ¿Una qué? -gritó Jeffrey, que no estaba para tonterías.
– Una flecha -dijo Matt-. Como si alguien la hubiera dibujado en el suelo.
– Jefe -dijo Frank, acercándose el teléfono al pecho.
Jeffrey gritó a Matt:
– ¿Estás seguro?
– Venga a verlo usted mismo -respondió-. Desde luego parece una flecha.
Frank repitió:
– Jefe.
– ¿Qué, Frank? -contestó Jeffrey de mala manera.
– Una de las huellas que aparecieron en el apartamento de Rosen ha sido identificada por el ordenador.
– ¿Ah, sí? -dijo Jeffrey.
Frank negó con la cabeza. Miró al suelo, y pareció pensárselo mejor.
– No creo que quiera saber a quién pertenece.
6
Lena estaba tumbada de espaldas, mirando el techo, intentando respirar y relajarse tal como le había enseñado Eileen, la profesora de yoga. Nadie de su clase era capaz de mantener las posturas de yoga tanto tiempo como ella, pero cuando llegaba el momento de relajarse, era un completo desastre. El concepto de «dejarse ir» iba, en contra de las creencias personales de Lena, que dictaban que no se debía perder el control jamás, y mucho menos el control del cuerpo.
En su primera sesión de terapia, Jill Rosen le recomendó que practicara yoga para relajarse y dormir mejor. En las pocas horas que compartieron, Rosen le dio muchos consejos para afrontar sus problemas, pero ése fue el único que siguió. Uno de los problemas de Lena después de ser violada era la sensación de que su cuerpo ya no le pertenecía. Como había practicado deporte desde muy joven, su cuerpo no estaba acostumbrado a la holganza de la depresión y la autocompasión. Estirar y comprimir los músculos, ver cómo los bíceps y los muslos recuperaban su dureza habitual, le dio esperanza, y quizás hasta habría podido volver a ser la de antes. Pero luego venía la fase de relajación, y Lena se sentía igual que la primera vez que estudió álgebra en la escuela. Y la segunda vez fue para examinarse en septiembre.
Cerró los ojos y se concentró en la zona lumbar, intentando liberar la tensión, pero el esfuerzo le hizo levantar los hombros hasta las orejas. Tenía el cuerpo tenso como una goma elástica, y no entendía por qué Eileen siempre insistía en que ésa era la parte más importante de la clase. Todo lo que Lena disfrutaba con los estiramientos se evaporaba en cuanto Eileen bajaba el volumen de la música y decía a sus alumnos que se pusieran boca arriba y respiraran. En lugar de imaginarse un sinuoso arroyo o las olas de un océano, todo lo que Lena imaginaba era un reloj marcando el tiempo y los millones de cosas que tenía que hacer en cuanto saliera del gimnasio, a pesar de que era su día libre.