La rabadilla impactó sobre el cemento como un mazo, y el dolor le subió por la espina dorsal.
Jeffrey se tambaleó hacia ella. Lena pensó que se le derrumbaría encima, pero Jeffrey pudo esquivarla en el último momento, y dio dos pasos para rodearla.
– Pero ¿qué…?
Lena abrió la boca, sorprendida. Ethan había empujado a Jeffrey por detrás.
Jeffrey se recuperó enseguida, y se encaró con Ethan antes de que Lena supiera qué estaba pasando.
– ¿Qué coño crees que estás haciendo?
La voz de Ethan fue un murmullo ahogado. El bobalicón con el que Lena había hablado en el vestuario se había convertido en un desagradable pit bull.
– Lárgate.
Jeffrey levantó la placa a pocos centímetros de la nariz de Ethan.
– ¿Qué has dicho, chaval?
Ethan se quedó mirando a Jeffrey, no a la placa. Los músculos de su cuello se marcaban con claridad, y una vena próxima a su ojo palpitaba con fuerza suficiente para producirle un tic.
– He dicho que te largues, cerdo asqueroso.
Jeffrey sacó las esposas.
– ¿Cómo te llamas?
– Testigo -dijo Ethan, con un tono duro, sin alterar la voz. Era obvio que sabía lo bastante de leyes para saber que tenía la sartén por el mango-. Testigo ocular.
Jeffrey se rió.
– ¿De qué?
– De que ha tirado al suelo a esta mujer.
Ethan ayudó a Lena a levantarse, dándole la espalda a Jeffrey. Le sacudió los pantalones y, haciendo caso omiso de Jeffrey, dijo a Lena:
– Vámonos.
Ella estaba tan atónita ante la autoridad de su voz que lo siguió.
– Lena -dijo Jeffrey, como si él fuera la única persona razonable-. No me lo pongas más difícil.
Ethan se volvió con los puños apretados, dispuesto a pelear. Lena se dijo que no sólo era estúpido, sino una locura. Jeffrey pesaba al menos veinticinco kilos más que el muchacho, y sabía utilizarlos. Por no mencionar que tenía una pistola.
– Vámonos -dijo Lena, tirándole del brazo como si le llevara de una correa.
Cuando se atrevió a volver la vista atrás, Jeffrey estaba donde le habían dejado, y la expresión de su rostro reflejaba que aquello no había acabado, ni mucho menos.
Ethan puso dos tazas de cerámica sobre la mesa, café para Lena, té para él.
– ¿Azúcar? -le preguntó, sacándose un par de sobrecillos del bolsillo del pantalón.
Volvía a ser un muchacho amable y bobalicón. La transformación era tan completa que Lena no estaba segura de a quién había visto antes. Estaba tan jodida que no sabía si podía confiar en su memoria.
– No -dijo ella, diciéndose que ojalá le ofreciera whisky. Tanto daba lo que dijera Jill Rosen, Lena tenía sus reglas, y una de ellas era que nunca bebía antes de las ocho de la tarde. Ethan se sentó delante de Lena antes de que a ella se le pasara por la cabeza decirle que se fuera. Se iría a casa enseguida, en cuanto superara la sorpresa de lo que había ocurrido con Jeffrey. Aún tenía el corazón acelerado, y le temblaban las manos en torno a la taza. No conocía de nada a Andy Rosen. ¿Cómo iban a estar sus huellas en el apartamento? Y lo de menos eran las huellas. ¿Por qué creía Jeffrey que tenía ropa interior de Lena?
– Polis -dijo Ethan, en el mismo tono en que uno podía decir «pedófilos».
Dio un sorbo a su té y negó con la cabeza.
– No deberías haberte entrometido -repuso Lena-. Ni haber cabreado a Jeffrey. La próxima vez que te vea se acordará de ti.
Ethan se encogió de hombros.
– No me preocupa.
– Pues debería -contestó.
El muchacho hablaba igual que cualquier otro gamberro descontento de clase media cuyos padres no le enseñaban a respetar la autoridad porque estaban demasiado ocupados concertando citas para jugar al golf. De haber estado en una sala de interrogatorios de la comisaría, Lena le habría lanzado la taza a la cara.
– Deberías haberle hecho caso a Jeffrey -dijo.
En los ojos del muchacho asomó una chispa de cólera, pero la controló.
– ¿Igual que se lo hiciste tú?
– Ya sabes a qué me refiero -le dijo Lena, bebiendo otro sorbo de café.
Estaba tan caliente que le quemaba la lengua, pero se lo bebió de todos modos.
– No iba a quedarme mirando cómo te avasallaba.
– ¿Quién eres, mi hermano mayor?
– No son más que polis -contestó Ethan, jugando con la cuerdecita de la bolsa de té-. Creen que pueden avasallarte sólo por que tienen una placa.
Lena se sintió ofendida por el comentario y habló antes de pensar en lo que acababa de ocurrir.
– No es fácil ser policía, sobre todo porque la gente como tú tiene esa misma actitud de mierda.
– Eh, tranquila. -Levantó las manos y le dirigió una mirada de asombro-. Ya sé que antes eras poli, pero debes admitir que ese tipo te estaba avasallando.
– No, no es cierto -dijo Lena, con la esperanza de que él dedujera de su tono que nadie la avasallaba-. No hasta que tú apareciste. -Dejó que asimilara esas palabras-. Y por cierto, ¿cómo tienes la desfachatez de ponerle la mano encima a un poli?
– Igual que la tiene él -le replicó Ethan, de nuevo con una chispa de cólera en los ojos.
Bajó la vista hacia su taza, recobrando la calma. Cuando alzó la vista de nuevo, sonrió, como si eso lo solucionara todo.
– Siempre quieres tener un testigo cuando un poli se mete contigo de esa manera -afirmó.
– ¿Tienes mucha experiencia con polis? -preguntó Lena-. ¿Cuántos años tienes, doce?
– Veintitrés -contestó, pero no se tomó la pregunta a mal-. Y sé lo que son los polis porque lo sé.
– Pues muy bien. -Como él se encogiera de hombros, Lena dijo-: Déjame adivinar, fuiste al correccional por derribar buzones. No, espera, tu profesor de lengua te encontró marihuana en la mochila.
Él volvió a sonreír. Lena se dio cuenta de que uno de sus incisivos estaba desportillado.
– Estuve metido en líos, pero he cambiado. ¿Entendido?
– Menudo genio tienes -dijo Lena, a modo de observación, y no como crítica.
La gente le decía que tenía mal genio, pero ella era la madre Teresa comparada con Ethan Green.
– Pero ya no soy así -repuso él.
Lena se encogió de hombros, porque le importaba un bledo la clase de persona que era antes. Lo que le preocupaba era por qué demonios Jeffrey creía que estaba relacionada con Andy Rosen. ¿Le había contado algo Jill? ¿Cómo podía averiguarlo?
– Así -dijo Ethan, como si le alegrara haber abandonado el tema-, ¿conocías bien a Andy?
Lena volvió a ponerse en guardia.
– ¿Por qué?
– Oí lo que el poli dijo de tus bragas.
– En primer lugar, no dijo «bragas».
– ¿Y en segundo?
– En segundo lugar, no es asunto tuyo.
Ethan sonrió. O bien creía que eso le hacía más atractivo o padecía alguna especie de síndrome de Tourette.
Lena lo miró sin decir nada. Era un tipo pequeño, pero lo había compensado desarrollando los músculos de su cuerpo. No tenía unos brazos tan gruesos como los de Chuck, pero cuando jugueteaba con la bolsita del té se le marcaban los deltoides. El cuello era fuerte, pero no grueso. Incluso su cara tenía tono muscular: la barbilla era sólida y los pómulos asomaban como trozos de granito. Había algo en su manera de perder y recobrar el control que resultaba fascinante, y cualquier otro día Lena se habría sentido tentada de comprobar si podía sacarle de quicio.
– Eres como un puerco espín. ¿Nadie te lo ha dicho antes? -le preguntó Ethan.
Lena no contestó. De hecho, Sibyl siempre le decía lo mismo. Y como siempre, pensar en su hermana le hizo sentir ganas de llorar. Bajó la vista y empezó a girar el café en la taza para ver cómo se agarraba a los lados.
Levantó la mirada cuando consideró que ya había disimulado bastante sus sentimientos. Ethan la había llevado a uno de los nuevos cafés de moda de las afueras del campus. El local era pequeño, pero incluso a esa hora del día estaba abarrotado. Lena se giró, pensando que Jeffrey estaría allí, observándola. Aún sentía su cólera, pero lo que más le dolía era la manera en que él la había mirado, como si hubiera cometido un delito. Dejar de ser poli era una cosa, pero obstruir una investigación -quizás incluso estar implicada y mentir acerca de ello- la incluía en la lista negra de Jeffrey. A lo largo de los años Lena había agotado su cupo de cabrear a Jeffrey, pero ese día sabía, sin duda alguna, que acababa de perder lo único por lo que había luchado: su respeto.