Lena se acordó de la pistola que había en la habitación de Nan. Ahora Richard le daba la espalda, y si caminaba sin hacer ruido podría sortear la puerta y encerrarse en el cuarto de Nan.
Contuvo el aliento y salió de detrás de la puerta. Retrocedía lentamente desde el cuarto de invitados cuando Richard percibió su presencia. Giró la cabeza bruscamente y se puso en pie de un salto. En sus ojos aparecieron chispas de cólera, rápidamente sustituidas por una expresión de alivio.
– Lena -dijo.
– ¿Qué estás haciendo aquí? -preguntó Lena, intentando parecer enérgica.
La garganta le raspaba con cada palabra pronunciada, y estaba segura de que Richard percibía el miedo de su voz. Richard frunció el ceño, claramente perplejo por la cólera de Lena.
– ¿Qué te ha pasado?
Lena se llevó la mano a la cara y recordó.
– Me caí.
– ¿Otra vez? -Richard sonrió con tristeza-. También antes me caía así. Te dije que sabía lo que era. Yo pasé por lo mismo.
– No sé de qué me hablas.
– ¿Sibyl nunca te lo contó? -preguntó Richard, y sonrió-. No, claro, ella nunca revelaba secretos de los demás. No era de ésas.
– ¿Qué secretos? -quiso saber Lena, palpando a su espalda, intentando encontrar el vano de la puerta.
– Secretos de familia.
Dio un paso hacia Lena y ésta retrocedió.
– Es curioso lo que les pasa a algunas mujeres -dijo Richard-. Se libran de un maltratador y reciben a otro con los brazos abiertos. Es como si no quisieran otra cosa. No hay amor hasta que no las apalean.
– ¿De qué estás hablando?
– No de ti, por supuesto. -Calló unos momentos para que Lena se diera cuenta de que sí se refería a ella-. De mi madre -añadió-. O, más concretamente, de mis padrastros. He tenido varios.
Lena se alejó de él un poco más, y su hombro rozó la jamba de la puerta. Dobló el brazo izquierdo, manteniendo la fibra de vidrio lejos del pomo de cristal emplomado.
– ¿Te pegaban?
– Todos ellos -dijo Richard-. Empezaban con ella, pero siempre acababan conmigo. Sabían que había algo malo en mí.
– No hay nada malo en ti.
– Sí que lo hay -le dijo Richard-. La gente lo intuye. Se dan cuenta de cuándo los necesitas, y lo que hacen es castigarte por ello.
– Richard…
– ¿Sabes lo más gracioso? Mi madre siempre los defendía. Siempre les dejaba bien claro que eran más importantes para ella que yo. -Soltó una carcajada sin alegría-. Y luego me decía a mí lo contrario. Ninguno de ellos fue tan bueno como el que nos abandonó.
– ¿Quién? -preguntó Lena-. ¿Quién os abandonó?
Richard se le acercó un poco más.
– Brian Keller. -Se echó a reír al ver la cara de sorpresa de Lena-. Se supone que no hemos de contárselo a nadie.
– ¿Por qué?
– ¿Que tiene un hijo maricón de su primer matrimonio? -dijo Richard-. Me dijo que si se lo contaba a alguien, no me hablaría nunca más. Que me apartaría de su vida.
– Lo siento -se lamentó Lena, dando otro paso hacia atrás.
Estaba en el pasillo, y tuvo que reprimir el instinto de echar a correr. La mirada de Richard dejaba bien claro que la perseguiría.
– Estoy esperando a un abogado. He de vestirme.
– No te muevas, Lena.
– Richard…
– Hablo en serio -dijo Richard.
Estaba a menos de un paso de ella. Tenía los hombros erguidos, y Lena intuyó que podía hacerle daño si se lo proponía.
– No te muevas un milímetro.
Lena se quedó quieta, apretando el brazo izquierdo contra el pecho, pensando qué podía hacer. Él la doblaba en tamaño. Nunca se había fijado en que fuera tan grande, quizá porque nunca le había visto como una amenaza.
– El abogado llegará de un momento a otro -repitió Lena.
Richard levantó un brazo por encima del hombro de ella y encendió la luz del pasillo. La miró de arriba abajo, fijándose en sus cortes y contusiones.
– Mírate -dijo-. Ya sabes lo que es tener a alguien que se aprovecha de ti. -Le sonrió con malicia-. Como Chuck.
– ¿Qué sabes de Chuck?
– Sólo que está muerto -dijo Richard-. Y que el mundo está mucho mejor sin él.
Lena intentó tragar saliva, pero tenía la garganta seca.
– No sé qué quieres de mí.
– Cooperación -contestó él-. Podemos ayudarnos mutuamente. Podemos ayudarnos mucho.
– No veo cómo.
– Ya sabes lo que es ser un segundón -le dijo-. Sibyl nunca hablaba de ello, pero sé que era la favorita de vuestro tío.
Lena no respondió, pero en su corazón supo que decía la verdad.
– Andy fue siempre el favorito de Brian. Él fue la razón por la que se fueron de la ciudad donde vivían. Él fue la razón de que me abandonara, me dejara con mi madre y con Kyle, Buddy, Jack, Troy y cualquier otro capullo al que le parecía divertido emborracharse y darle de hostias al hijo maricón de Esther Carter.
– ¿Le mataste? -preguntó Lena-. ¿Mataste a Andy?
– Andy le estaba chantajeando. Sabia que era imposible que a Brian se le hubiera ocurrido esa idea, por no hablar de llevar a cabo la investigación.
– ¿Qué idea?
– La idea de Sibyl. Estaba a punto de someterla al comité cuando la mataron.
Lena miró las cajas.
– ¿Ésas son sus notas?
– Su investigación -le aclaró-. La única prueba que queda de que fue suya.
– Una expresión de tristeza pasó por su rostro-. Era tan inteligente, Lena. Ojalá te pudieras hacer una idea del talento que tenía.
Lena no podía ocultar su cólera.
– Tú le robaste la idea.
– Trabajé con ella en cada fase del proyecto -se defendió-.Y cuando desapareció, yo era el único que estaba al corriente. Era el único que podía asegurarse de que alguien continuaba su trabajo.
– ¿Cómo pudiste hacerle eso? -preguntó Lena, porque sabía que Richard apreciaba a Sibyl-. ¿Cómo pudiste adueñarte del mérito de su trabajo?
– Estaba harto, Lena. Tú, sobre todo tú, deberías comprender qué estaba harto de ser un segundón. Estaba harto de ver cómo Brian lo derrochaba todo con Andy mientras yo estaba a su lado, dispuesto a hacer lo que fuera por él. -Se dio un golpe en la palma con el puño-. Yo era el hijo bueno. Yo fui el que le tradujo las notas de Sibyl. Yo fui el que le proporcionó la idea para que pudiéramos trabajar juntos y crear algo que… -Calló, y sus labios formaron una línea fina mientras intentaba reprimir sus emociones-. A Andy Rosen no le importaba una mierda. Todo lo que le interesaba era el coche que le iban a comprar, qué reproductor de CD o qué videojuego. Eso es todo lo que Brian era para él, un cajero automático. -Intentó razonar con ella-. Nos estaba chantajeando. A los dos. Sí, le maté. Le maté por mi padre.
Lena sólo pudo preguntar:
– ¿Cómo?
– Andy sabía que Brian era incapaz de hacer eso -dijo Richard, y señaló las cajas-. Brian no era exactamente un visionario.
– Cualquiera se daría cuenta de eso -dijo Lena, llegando al meollo del asunto-. ¿Qué prueba tenía?
Richard pareció impresionado de que ella lo hubiera entendido.
– La primera regla de la investigación científica -dijo-. Anotarlo todo.
– ¿Guardaba notas?
– Llevaba un diario -dijo Richard-. Anotaba cada reunión, cada llamada telefónica, cada estúpida idea que nunca resultaba.
– ¿Andy encontró los diarios?
– No sólo los diarios: todas las notas, todos los datos preliminares. Transcripciones de la investigación previa de Sibyl. -Richard hizo una pausa, visiblemente enfadado-. Brian anotaba todas las chorradas en esos diarios, y va y los deja por ahí para que Andy los encuentre y, naturalmente, la primera reacción de Andy no es: «Oh, papá, deja que te devuelva esto», sino: «Mmm, ¿cómo puedo sacar dinero de esto?».