– Vamos allá -dijo Chuck, abriendo la puerta del centro de orientación.
Lena detuvo la puerta antes de que se le cerrara en la cara y siguió a Chuck por la abarrotada sala de espera.
Como casi todas las universidades, Grant Tech, en su departamento de salud mental, andaba escasísima de fondos. Sobre todo en Georgia, donde la Beca Hope, financiada gracias a la lotería, aseguraba prácticamente que todo aquel que supiera hacer la o con un canuto entraba en la universidad pública. Cada vez se matriculaban más chavales que no soportaban la tensión emocional de estar lejos de casa o de tener que esforzarse en los estudios. Al ser una universidad politécnica, Grant prestaba una mayor atención a los empollones de matemáticas o a los que rendían más de lo esperado. Esas personalidades tipo matrícula de honor no se tomaban bien los fracasos, y el centro de orientación estaba prácticamente hasta los topes debido a la afluencia de nuevos alumnos. Lena se dijo que si sus seguros médicos eran como el de ella, los alumnos no tendrían otra opción que volver a clase.
Chuck se subió los pantalones al acercarse a la recepción. Lena casi leía sus pensamientos mientras lo veía mirar a su alrededor y se daba cuenta de que casi todos los pacientes eran chicas vestidas con camisetas muy cortas y pantalones acampanados. Lena tenía su propia opinión acerca de esas jóvenes, cuyos problemas más serios eran sus relaciones con los chicos y que echaban de menos a Fido. Probablemente no tenían ni idea de lo que era tener problemas de verdad, problemas que te tenían en vela por la noche, que te hacían sudar hasta que llegaba la mañana y podías volver a respirar.
– ¿Hola? -dijo Chuck, aporreando con la palma la campanilla del mostrador.
Algunas chicas pegaron un bote al oír el ruido, y le lanzaron a Lena una mirada desagradable, como si esperaran que ella tuviera que controlarla.
– ¿Hola?
Se inclinó sobre el mostrador, intentando ver pasillo abajo. Su voz resonaba tanto que Lena sintió deseos de taparse los oídos. Pero lo único que hizo fue mirar al suelo, intentando disimular su bochorno.
Por fin apareció la recepcionista, una mujer alta de cabello rubio rojizo con una mueca de irritación en la cara. Miró a Lena sin que pareciera reconocerla.
– Ya estás aquí -dijo Chuck, sonriendo como si fueran viejos amigos.
– ¿Sí?
– ¿Carla? -preguntó Chuck, leyendo su etiqueta identificativa.
Sus ojos se demoraron en los pechos de la joven. Ella cruzó los brazos.
– ¿Qué hay?
Lena decidió intervenir, y habló en voz baja.
– Tenemos que ver a la doctora Rosen.
– Está con un paciente. No se la puede molestar.
Lena estaba a punto de hacer un aparte con la mujer y explicarle en privado la situación, cuando Chuck soltó:
– Su hijo se ha suicidado hará cosa de una hora.
Toda la sala soltó un grito ahogado. Cayeron algunas revistas, y dos chicas salieron por la puerta una a los pocos segundos de la otra.
Carla tardó un momento en recuperarse de la impresión.
– Iré a buscarla -dijo.
Lena la detuvo.
– Ya iré yo. Indíqueme cuál es su consulta.
La mujer exhaló un suspiro de alivio.
– Gracias.
Chuck iba detrás de Lena mientras seguían a la mujer por un pasillo largo y estrecho. La claustrofobia invadió a Lena como una repentina llamarada, y cuando llegaron a la consulta de Jill Rosen estaba sudando. Con su olfato habitual para saber cómo empeorar las cosas, Chuck se acercó tanto a Lena que casi se apoyaba en ella. Olió su loción para después del afeitado mezclada con el repugnante olor dulzón de su chicle, que masticaba sonoramente en su oído. Lena contuvo el aliento y apartó su cabeza de él para no tener arcadas.
La recepcionista dio unos golpecitos en la puerta.
– Jill?
Lena se ensanchó el cuello de la camisa en busca de aire. Rosen abrió la puerta con un «¿Sí?» de exasperación. Entonces vio a Lena, y al reconocerla sonrió con curiosidad. Abrió la boca para decir algo, pero Lena la interrumpió.
– ¿Es usted la doctora Rosen? -preguntó Lena, consciente de que su voz sonaba metálica.
Rosen miró a Lena y luego a Chuck, dudando un instante antes de dirigirse al paciente que estaba en la consulta para decirle:
– Lily, volveré enseguida. Por aquí -dijo al cerrar la puerta.
Lena le lanzó una mirada furibunda a Chuck antes de seguir a la doctora, pero él, sin darse por aludido, caminó pegado a sus talones.
En su breve época de paciente, Lena sólo había visto la sala de espera y la consulta de Rosen, de modo que le sorprendió verse en una sala de conferencias bastante grande. El espacio era acogedor y abierto, con muchas plantas, igual que la consulta de Jill Rosen. Las paredes estaban pintadas de un balsámico gris claro. Había sillas de tapicería malva bajo una gran mesa de caoba. Cuatro archivadores con cuatro cajones ocupaban un lado de la sala, y a Lena le alegró comprobar que allí nadie entraría a husmear.
La doctora dio media vuelta y se apartó el pelo de los ojos. Jill Rosen tenía la cara estrecha y el cabello, castaño oscuro, caía sobre sus hombros. Era atractiva para su edad, que debía rondar los cuarenta, y vestía con sencillez, con blusas largas y holgadas y faldas que le realzaban el tipo. Su comportamiento sereno molestaba a Lena, sobre todo cuando, al cabo de tres sesiones, le dijo que era alcohólica. A Lena le asombraba que, con aquella actitud, tuviera algún paciente. Y si uno se paraba a pensarlo, poco se podía decir a favor de una psiquiatra que era incapaz de impedir que su hijo saltara de un puente.
Como era de prever, Rosen fue al grano:
– ¿Cuál es el problema?
Lena inhaló profundamente y se preguntó si aquella situación iba a ser muy desagradable, teniendo en cuenta su pasado con Rosen. Decidió ser directa.
– Hemos venido por su hijo.
– ¿Andy? -preguntó Rosen, desplomándose en una de las sillas, como un globo que se desinfla lentamente.
Se quedó sentada, la espalda recta, las manos entrelazadas en él regazo, en perfecta compostura, a excepción de la expresión de pánico de sus ojos. Lena jamás había leído tan claramente una emoción. La mujer estaba aterrada.
– ¿Está…? -Rosen se aclaró la garganta, y le aparecieron lágrimas en los ojos-. ¿Se ha metido en algún lío?
Lena se acordó de que Chuck estaba allí, de pie, en la puerta, con las manos en los bolsillos, como si presenciara un programa de entrevistas. Antes de que pudiera protestar, Lena le cerró la puerta en las narices.
– Lo siento -dijo Lena, apretando las palmas contra la mesa al sentarse.
La disculpa era para Chuck, pero Rosen no lo entendió así.
– ¿Qué? -suplicó la doctora.
Su voz sonaba desesperada.
– Me refería a…
Bruscamente, Rosen extendió los brazos y agarró las manos de Lena, que se resistió, pero Rosen no pareció darse cuenta. Desde la violación, la idea de tocar a alguien -o peor aún, de que alguien la tocara- le provocaba sudores fríos. La intimidad del momento le hizo tragar bilis.
– ¿Dónde está? -preguntó Rosen.
A Lena comenzó a temblarle una pierna. El talón le subía y bajaba de manera incontrolable. Al hablar se le formó un nudo en la garganta, pero no debido a la pena.
– Quiero que vea una foto.
– No -se negó Rosen, apretando las manos de Lena como si estuvieran al borde de un acantilado y Lena fuera lo único que la impedía caer-. No.
Con dificultad, Lena liberó una mano y sacó la Polaroid del bolsillo. Sostuvo la foto ante los ojos de Rosen, pero ésta los apartó y los cerró, como haría una niña.
– Doctora Rosen -comenzó a decir Lena, pero enseguida moderó el tono-: Jill, ¿éste es su hijo?
Rosen miró a Lena, no a la foto, y el odio brilló en sus ojos, como carbones al rojo vivo.
– Dígame si es él -insistió Lena, deseando acabar con aquello cuanto antes.
Rosen miró la Polaroid. Se le dilataron las aletas de la nariz y sus labios formaron una línea delgada mientras reprimía las lágrimas. Lena dedujo de la expresión de la mujer que el muchacho era su hijo, pero Rosen se lo tomaba con calma, miraba la foto, dejaba que su mente aceptara lo que veían sus ojos. Probablemente sin pensar, Rosen acarició la cicatriz que había en el dorso de la mano de Lena con el pulgar, como si fuera un talismán. La sensación fue como rascar papel de lija sobre una pizarra, y Lena apretó los dientes para no gritar.
– ¿Dónde? -preguntó Rosen finalmente.
– Le encontramos en el lado oeste del campus -le dijo Lena.
Estaba tan obsesionada por la urgencia de retirar la mano que el brazo comenzó a temblarle.
Rosen, casi sin quererlo, preguntó:
– ¿Qué ha pasado?
Lena se pasó la lengua por los labios, aunque tenía la boca seca como un desierto.
– Saltó -dijo, intentando respirar-. De un puente. -Calló-. Creemos que…
– ¿Qué? -preguntó Rosen, aún agarrando la mano de Lena.
Lena no podía soportarlo más, y le suplicó:
– Por favor, lo siento… -Una expresión de perplejidad cruzó la cara de Rosen, lo que hizo que Lena se sintiera aún más atrapada. A cada palabra aumentaba el volumen de su voz, hasta que al final chilló-: ¡Suélteme la mano!
Rosen apartó la mano rápidamente, y Lena se puso en pie con tanta brusquedad que derribó la silla. Se apartó de la otra mujer hasta notar la puerta en la espalda.
En el rostro de Rosen se dibujó un gesto de horror.
– Lo siento.
– No -dijo Lena, apoyada contra la puerta, frotándose la mano en los muslos como si se limpiara la suciedad-. No pasa nada -dijo, aunque el corazón le sacudía el pecho-. No debería haberle gritado.
– Debería haberme dado cuenta…
– Por favor -dijo Lena, sintiendo calor en los muslos a causa de la fricción.
Dejó de hacerlo, juntó las manos y comenzó a frotarlas como si tuviera frío.
– Lena -empezó a decir Rosen, incorporándose en la silla pero sin levantarse-. No pasa nada. Aquí está a salvo.