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– ¿Tess? -preguntó Sara en voz alta, cogiéndole la mano-. ¿Estás aguantando bien?

Tess asintió débilmente, los labios apretados; las fosas nasales se le ensanchaban como si le costara respirar. Apretó tan fuerte la mano de Sara que ésta sintió que se le movían los huesos.

– No tienes problemas para respirar, ¿verdad? -le preguntó Sara.

Tessa no respondió, pero tenía los ojos muy abiertos, y pasaban rápidamente de Jeffrey a Sara y viceversa.

Sara intentó eliminar el miedo de su voz mientras repetía:

– ¿Estás respirando bien?

Si Tessa dejaba de poder respirar sola, Sara no podría hacer gran cosa para ayudarla.

La voz de Jeffrey era firme y controlada.

– ¿Sara? -Tenía la mano extendida sobre el vientre de Tessa-. Me ha parecido notar una contracción.

Sara negó rápidamente con la cabeza, y puso la mano junto a la de Jeffrey. Pudo sentir contracciones del útero.

Sara levantó la voz y preguntó:

– ¿Tessa? ¿Sientes más dolor que antes aquí abajo? ¿Un dolor pélvico?

Tessa no respondió, pero le castañetearon los dientes como si tuviera frío.

– Voy a comprobar la dilatación, ¿entendido? -le advirtió Sara a su hermana, levantándole el vestido.

Los muslos de Tessa estaban impregnados de sangre y fluido, formando una superficie mate, negra y pegajosa. Sara metió los dedos en el canal. La reacción del cuerpo ante cualquier trauma era tensarse, y eso era lo que estaba haciendo ahora Tessa. Sara sintió como si acabara de meter la mano en un torno.

– Intenta relajarte -le dijo Sara a Tessa, palpándole el cuello del útero.

Habían transcurrido muchos años desde que Sara hiciera las prácticas de obstetricia. Incluso lo que había leído últimamente respecto al parto era del todo insuficiente.

No obstante, Sara le dijo:

– Estás bien. Lo estás haciendo bien.

– Lo he notado otra vez -afirmó Jeffrey.

Sara le cortó con una mirada, instándole a que se callara. Ella también había sentido la contracción, pero no podían hacer nada. Aun cuando hubiera una oportunidad de que el bebé estuviera vivo, una cesárea en medio del bosque mataría a Tessa. Si el cuchillo le había seccionado el útero, se desangraría antes de llegar al hospital.

– Muy bien -afirmó Sara, apartando la mano de Tessa-. No has dilatado. Todo va bien. ¿Entendido, Tessa? Todo va bien. Los labios de Tessa seguían moviéndose, pero el único sonido que se oía era el intenso jadeo de su respiración. Estaba hiperventilando, iba directa a la hipocapnia.

– Cálmate, cariño -dijo Sara, acercando su cara a la de Tessa-. Intenta respirar más despacio, ¿entendido?

Sara le enseñó cómo, inhalando profundamente, espirando poco a poco, recordando cuanto había aprendido en las clases de preparación del parto según la técnica de la psicoprofilaxis.

– Muy bien -dijo Sara a medida que la respiración de Tessa comenzó a calmarse-. Lenta y tranquila.

Sara experimentó un alivio momentáneo, pero a continuación todos los músculos de la cara de Tessa se tensaron al mismo tiempo. Su cabeza comenzó a temblar, y la mano de Sara absorbió la vibración como si fuera un diapasón. De los labios de Tessa comenzó a emanar un gorgoteo, y a continuación fluyó un fino hilo de un líquido de color claro. Tenía los ojos vidriosos, la mirada fría y vacía.

Sara, en voz baja, le preguntó a Frank:

– ¿Cuánto va a tardar la ambulancia?

– Ya debería de estar aquí.

– Tessa -dijo Sara, haciendo que su voz sonara seria, amenazadora. No le había hablado así a su hermana desde que Tessa tenía doce años y quería hacer un salto mortal desde el tejado de la casa-. Tessa, aguanta. Aguanta un poco más. Escúchame. Aguanta. Te digo que…

Tessa sufrió un súbito y violento espasmo, la mandíbula se le apretó, los ojos se le pusieron en blanco y emitió unos sonidos guturales. El ataque irrumpió con aterradora intensidad, recorriendo el cuerpo de Tessa como una corriente eléctrica.

Sara intentó utilizar su cuerpo como barrera para que Tessa no se hiciera más daño. Tessa temblaba de manera incontrolable, gemía, los ojos le daban vueltas en las órbitas. Se le aflojó la vejiga, el olor de su orina era fuertemente ácida. Tenía la mandíbula tan apretada que los músculos del cuello le sobresalían como cables de acero.

Sara oyó el zumbido de un motor a lo lejos, a continuación los nítidos golpes intermitentes de las palas de un helicóptero. Cuando la ambulancia aérea sobrevoló sus cabezas antes de aterrizar en el lecho del río, Sara sintió las lágrimas escociéndole los ojos.

– Deprisa -susurró-. Por favor, deprisa.

2

Jeffrey pudo ver a Sara a través de la ventanilla del helicóptero mientras éste se elevaba. Tenía la mano de Tessa apretada contra su pecho, la cabeza inclinada como si rezara. Ni él ni Sara eran creyentes, pero Jeffrey pronunció mentalmente una oración destinada a quien quisiera escucharla, implorando que Tessa se pusiera bien. Siguió mirando a Sara y rezando en silencio, hasta que el helicóptero describió un amplio giro a la derecha y sobrevoló inclinado la hilera de árboles. Cuanto más se alejaba, más le costaba encontrar palabras, por lo que cuando el aparato giró hacia el oeste en dirección a Atlanta, lo único que experimentó fue cólera e impotencia.

Jeffrey bajó la mirada hacia la fina tira blanca de plástico que había encontrado en la mano de Tessa. Se la había arrancado de la palma antes de que la subieran al helicóptero, con la esperanza de que quizá les condujera a la persona que la había atacado. Ahora, al contemplarla, sintió que lo invadía una aplastante sensación de desaliento. Tanto él como Sara habían tocado el plástico. No había huellas claras en la sangre. No había manera de saber si tenía algo que ver con la agresión.

– ¿Jefe?

Frank le entregó a Jeffrey la americana y la camisa, las dos empapadas de sangre.

– Cristo -dijo, sacando la placa y la cartera. Estaban tan impregnadas como sus ropas. Encontró una bolsa para pruebas y metió la tira de plástico dentro mientras preguntaba-: ¿Qué demonios ha pasado?

Frank extendió las manos sin decir nada.

El gesto irritó a Jeffrey, que se tragó el hiriente comentario que le había venido a la mente, sabiendo que lo que le había ocurrido a Tessa Linton no era culpa de Frank. En cualquier caso, la culpa era de Jeffrey. Había estado tocándose los huevos a menos de cien metros de donde Tessa había sido atacada; había sabido que algo pasaba al no ver a Tessa en el coche, y debería haber insistido en acompañar a Sara a buscarla.

Se guardó la bolsa en el bolsillo de los pantalones y preguntó:

– ¿Dónde están Lena y Matt?

Frank abrió el móvil.

– No -le dijo Jeffrey. Lo peor que le podía pasar a Matt estando en mitad del bosque era que le sonara el teléfono-. Dales diez minutos. -Miró su reloj, sin saber muy bien cuánto tiempo había transcurrido-. Si por entonces no han llegado, iremos a buscarlos.

– Entendido.

Jeffrey dejó caer sus ropas al suelo y colocó la placa y la cartera encima.

– Llama a comisaría. Que manden seis unidades. Frank comenzó a marcar el número y preguntó:

– ¿Quieres que soltemos al testigo?

– No -dijo Jeffrey.

Sin decir nada más, comenzó a bajar la colina hacia los coches aparcados.

Intentó ordenar sus pensamientos mientras caminaba. Sara había creído intuir algo sospechoso en el suicidio. El apuñalamiento de Tessa en las inmediaciones aumentaba esa posibilidad. Si el chaval que había en el río había sido asesinado, era posible que Tessa Linton hubiera sorprendido al agresor en el bosque.

– Jefe -dijo Brad en voz baja para no ser grosero. Detrás de él, Ellen Schaffer hablaba por su móvil.

Jeffrey fulminó a Brad con la mirada. Dentro de diez minutos todo el campus sabría exactamente lo que había pasado. Brad hizo una mueca, comprendiendo el error que había cometido.

– Lo siento.

Ellen Schaffer prosiguió la conversación.

– Tengo que irme -dijo bruscamente a su interlocutor al teléfono e interrumpió la llamada.

Era una joven rubia y atractiva, de ojos almendrados y con uno de los acentos yanquis más desagradables que Jeffrey había oído en mucho tiempo. Vestía unos pantalones cortos de deporte ajustados y una camiseta de lycra corta y aún más ajustada. Caído sobre las caderas llevaba un cinturón del que colgaba un reproductor de CD, y en torno al ombligo llevaba tatuado un sol con unos rayos de complicado dibujo.

– Señorita Schaffer… -dijo Jeffrey.

La voz de Schaffer fue más aguda de lo que Jeffrey recordaba cuando le preguntó:

– ¿Va a ponerse bien?

– Eso creo -dijo Jeffrey, aunque se le formó un nudo en las tripas al oír la pregunta.

Cuando habían depositado a Tessa en la camilla, estaba inconsciente. No había manera de saber si volvería a despertarse. Jeffrey quería estar con Sara, pero en el hospital lo único que podía hacer era esperar. Al menos así podría encontrar algunas respuestas para la familia de Sara.

– ¿Puede contarme otra vez qué pasó? -preguntó Jeffrey. El labio inferior de Schaffer tembló ante la pregunta.

Jeffrey le echó un cable:

– ¿Vio el cadáver desde el puente?

– Estaba corriendo. Siempre salgo a correr por la mañana.

Él volvió a mirar su reloj.

– ¿A esta hora exacta?

– Sí.

– ¿Siempre va sola?

– Normalmente. A veces.

Jeffrey hizo un esfuerzo deliberado por ser cortés, cuando lo que le hubiera gustado de verdad habría sido zarandear a la mujer y hacerle decir lo que quería saber.

– ¿Normalmente va a correr sola?

– Sí -contestó Schaffer-. Lo siento.

– ¿Normalmente coge este camino?

– Normalmente -repitió ella-. Bajo por el puente y luego me interno en el bosque. Hay senderos…

No acabó la frase al comprender que él ya debía de saberlo.

– Así pues -dijo él, haciéndole retomar el hilo-, ¿usted corre por este camino todos los días?

Ellen asintió, con un movimiento rápido.