– Si no ha de verse, no existe -gruñó el realizador-. En cine, yo sólo creo en lo que veo, como santo Tomás.
– Y así te luce el pelo, directed by.
– Pásame la secuencia 17, esa diarrea felliniana.
SECUENCIA 17-B. TÚNEL NEGRO.
Interior/Exterior Noche.
Sigue nevando en las entrañas subterráneas de la ciudad (en blanco y negro otra vez, si no le molesta, signore regista) cuando, apoyado por la música, inicia un lento travelling en retroceso desde la boca del túnel hasta descubrir que estamos en:
Un apeadero del metro de Barcelona. Estación Fontana. Noche de bombardeos, febrero de 1938. En el muro de losetas blancas, a lo largo del andén, el rótulo-rombo repetido de la estación Fontana y en el suelo la gente, familias enteras que han huido de sus casas y duermen envueltas en frazadas y abrigos.
Los ojos dorados asustados de Susana se asoman al borde de la frazada, su corta melena rizada y rubia, su niña muy pequeña dormida en brazos, en su hombro una mano masculina robusta manchada de tinta de impresor, la sombra protectora de su marido. Susana durmiéndose mira caer la nieve silenciosa en la boca del túnel. Rumor lejano del bombardeo, un eco siniestro que regurgita la boca del subterráneo, un eructo interminable repetido en las profundas encrucijadas de túneles, muy en lo hondo, donde misteriosamente sigue nevando -aunque nadie pueda verlo, señor director, aunque su cámara no la filme, debajo de la ciudad bombardeada sigue nevando en toda la red de túneles del Metro. Que sí.
Encadena nieve del túnel con platea nevada del Roxy en las últimas filas jadeantes pajilleras con las faldas arremangadas y ligas calientes pringadas de regaliz y caramelo por ansiosos dedos infantiles en medio de un tufo a coliflor y a miseria de ropas agrias y siempre el alegre tintineo de pulseritas baratas y los copos blancos de otra vida otro país otros amores y aventuras arremolinándose al pie de la pantalla donde Charles Boyer elegante gabán solapas de terciopelo se quita el sombrero Stetson en la esquina nevada de la Quinta Avenida neoyorquina y se inclina besando gentil mundano seductor de ojos negros y pestañas apasionadas la mano de ¿Irene Dunne? ¿Margaret Sullivan? ¿Olivia de Havilland? ¿Bette Davis?
– Y bien, intertextual guionista -dijo el director-. Eso del túnel nevado no se lo va a creer nadie.
– ¿Por qué no, Cecil B. De Cent?
– ¡Porque en febrero del treinta y ocho en Barcelona no nevó! ¡Todo el mundo lo sabe!
La acción del film transcurre en aquella época en que hacía mucho viento o la gente caminaba como si hiciera mucho viento y a veces se caía por las calles. Las trenzas de las niñas olían a castañas asadas, las manos de la taquillera del cine tenían rojos sabañones, a Toni/Annabella se la lleva un huracán de arena en el desierto de Suez después de salvar a Ty Power/Fernando de Lesseps (¡el tipo cuyo nombre lleva la plaza donde precisamente estaba el Roxy!) atándolo a un poste. En las aceras, en las escaleras del Metro, en las puertas de los cafés y de las iglesias, la gente se desplomaba de debilidad, de miedo, de tristeza. Al caído lo rodeaba en seguida un corro de mirones ociosos que indagaban indiferentes, con las manos en los bolsillos, la palidez de su rostro, la espuma verde que florecía en sus labios, las gastadas suelas de sus zapatos y el estado de su ropa interior.
– ¿Te refieres a si llevaba la camiseta limpia o sucia?
– Exactamente, director.
– ¿Y por qué tenía la gente esa curiosidad?
– Lo ignoro.
– ¿Y qué piensas hacer con semejante y portentosa imagen cinematográfica, literato?
– No lo sé. Todavía no lo sé.
– Vaya, vaya.
El realizador sonrió con expresión de perdonavidas. En tomo a su cabeza enhiesta y sensible como un cactus, en los desérticos alrededores de su persona, la chispa del ingenio podía producir catástrofes. El escritor intuyó esa atroz posibilidad al verle raspar una cerilla para encender el cigarrillo: algo se inflamó fugazmente en la terraza, con una crepitación siniestra, como si el aire de la tarde fuese de celuloide y hubiese empezado a arder.
SECUENCIA 23. PAPELERÍA-LIBRERÍA.
Interior Día.
Vargas empuja la puerta y entra, se quita el sombrero y cojeando levemente se dirige hacia la mesa del centro llena de libros de saldo. Sin mirar a nadie, coge un libro y empieza a hojearlo con aire distraído.
Susana subida al taburete, ordenando carpetas en el estante, se vuelve y lo mira con recelo.
Susana: «Ya iba a cerrar, es muy tarde…»
En el suelo, su hija Neus juega con una muñeca y un tranvía amarillo de hojalata.
Los chavales, que han entrado detrás del vagabundo, permanecen junto a la puerta y no le quitan ojo. ¿Qué va a hacer?, se preguntan. ¿Sacará la navaja y le quitará a Susana el poco dinero que tiene? ¿Robará comida, ropa de abrigo, los trajes del difunto señor Estevet…?
Vargas se tambalea imperceptiblemente, la novela resbala de sus manos, sus párpados parecen de plomo, se agacha para frotarse la rodilla dolorida, recoge la novela del suelo y la devuelve a la mesa. Entonces mira a Susana, duda, parpadea y le pregunta si tiene lápices de colores.
Anticipándose a Susana, los niños responden que sí y se apresuran a mostrarle al vagabundo algunas cajas de lápices. Vargas las examina como dormido y pregunta si tienen plumillas, y uno de los chicos dice de qué clase: ¿para letra normal o para redondilla?, añadiendo, como si quisiera aclararle las dudas al cliente: es más bonita la redondilla, señor, sobre todo para escribir artísticas Felicitaciones de Navidad y Año Nuevo.
Vargas no contesta, su mano tantea la mesa buscando apoyo. Susana ha bajado del taburete y se acuclilla junto a su hija, como si quisiera jugar con ella o protegerla.
Pero el vagabundo no hace nada. Parece no saber muy bien lo que quiere.
Ahora examina una regla negra lacada, se golpea con ella la palma de la mano, fuerte, hasta hacerse daño.
Jugando, la niña empuja el tranvía que rueda hasta chocar contra el tobillo de Vargas, el cual da un respingo y se revuelve como un felino, la mano en la cadera.
Al encaminarse hacia el despacho del jefe de negociado la señorita Carmela es consciente del vuelo airoso de su falda acampanada. Recorre animosa y diligente un pasillo interior del Banco, una franja de penumbra azul por donde hace muchos años corría precisamente la fila tercera de butacas, cuando, de pronto, su sensible naricilla percibe un hedor corrupto, una insoportable vaharada de huevos podridos.
Se para y oye risas de niños.
Aquí, en este punto del pasillo, donde ella se ha parado tapándose la nariz, Juanito Marés arrojó hace cuarenta años una bomba fétida en protesta porque, debido a un fallo en la cabina de proyección, la película se había parado congelando a Ginger Rogers y a Fred Astaire en elegantes estatuas: él con las negras alas del frac volando abiertas y un pie adelantado como si pisara una moneda para ocultársela a Ginger; ella con el vuelo de su falda y el de su corta melena rubia detenidos en el aire, los desnudos hombros encogidos, la cadera un poco arqueada. La imagen parpadeó un instante y se apagó.
La señorita Carmela huye del mal olor y en el pasillo quedan vibrando algunas notas del Continental y la luz de la linterna del furioso acomodador persiguiendo todavía por entre las butacas al malvado niño-fétido.
Corte a taberna del barrio atmósfera espesa olor a azufre y a vinazo sobre el manchado mostrador de zinc abollado parpadea el reflejo de turbios neones del otro lado de la calle encharcada mientras la radio emite un bolero pastoso entrechocar de bolas de billar y palabras herrumbrosas de borracho al fondo del local.
(La escena merece una iluminación brillante, de convencional sordidez y al mismo tiempo vivificante resplandor, con balanceos sensuales de la cámara y una ternura artificiosa y felina y descaradamente vulgar de barrio canalla apoyada en diálogos enfáticos y coloristas. Que sí, peliculero insulso. Hazme caso siquiera una vez.)
Junto al mostrador, un perro viejo perdiguero y tres muchachos de unos dieciocho-veinte años con camisa azul-falangista escuchan atentamente a un hombre grueso canoso pelo de cepillo, luego salen los tres Flechas a la calle (sin el perro) alzando las barbillas belicosas y el perfil altanero, una jeta dura y unos andares suaves, algo entre matones de barrio y atildados petimetres del Liceo Francés.
La intrépida y madura puta Purita (que no trabaja aquí en el por supuesto) está sentada recostada contra la pared leprosa de la taberna comiendo pan negro que moja en una lata de sardinas, y llama cariñosamente al perro, y le tira un trozo de pan y lo acaricia, y luego mira con desprecio retorcido en su boca aceitosa y brillante de carmín corrido al tabernero de pelo de cepillo y mandil azul.
PURITA: «Eres un miserable, Fermín. ¿Qué te ha hecho
esa pobre chica? ¿Por qué la has tomado con
ella?»
FERMÍN: «Come y calla, furcia.»
PURITA: «Flecha cabrón. ¿Qué es lo que te hizo su
marido, para que lo denunciaras?»
FERMÍN: «Yo no denuncié a nadie. Pero esta papelería
era un nido de rojos separatistas, y lo sigue
siendo.»
PURITA: «Sé lo que estás tramando, maricón de los
Luceros, facha.»
FERMÍN: «Esta papelería debe ser cerrada, y precintada,
la viuda vende libros catalanes.»
PURITA: «¡Tú andas tras ese local hace tiempo! ¡Quieres
reventarle el negocio a Susanita, asustarla con
tus niñatos escuadristas para que se vaya de
aquí! Eres una mala persona, Fermín. Cruzado
de mierda, chorizo del Imperio, mamón de la