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Vieja Guardia.»

FERMÍN: «Cállate, meuca, más te vale. Sabemos lo que

eres.»

Y diciendo esto el tabernero suelta una patada al perro metido entre sus piernas, y el animal escapa aullando y se esconde debajo de una mesa.

– Es dudoso que el hombre sea el mejor amigo del perro -dijo el guionista con aire pensativo.

– ¿Quién habla así? -inquirió incrédulo el director-. ¿Purita?

– No, pobre chica.

– La frasecita se las trae. Scott Fitzgerald fue desterrado de Hollywood por mucho menos que eso.

– Debería decirla el propio perro, claro está, pero tú no te atreverías a hacer hablar a un perro. Además, no sabes dirigir a los perros.

– Tú nunca has creído en mi trabajo, ¿verdad que no?

– No se me paga para eso.

– Si no crees en mi trabajo, ¿por qué has aceptado escribir esta película?

– Lo hago por estar cerca de las estrellas.

El director lo miró severamente y dijo: -Entonces no hables de mí a la ligera. He leído tus declaraciones a la prensa y me han molestado bastante.

– ¿Hablar yo de ti a la ligera? ¿A qué te refieres?

– Me ha parecido que ponías en duda mi competencia como director de cine.

El escritor a sueldo sonrió ampliamente, saboreando por anticipado la respuesta que iba a dar. En este momento le habría gustado tener dientes como fichas de dominó/Fernandel.

– Te equivocas -dijo-. Jamás he tenido la menor duda sobre eso: tú eres el más incompetente de cuantos he conocido.

Corte a los tres jóvenes Flechas avanzando en línea por la calle oscura inflamados de espíritu nacionalsindicalista y con expresión de soplagaitas abanderados, uno de ellos recitando en alta voz engolada:

FLECHA 1.°: «¿Dónde estará aquella novia que en los

senos ocultaba mi pistola de

escuadrista…?»

Corte a papelería-librería donde Vargas, rodeado de chavales que le miran fascinados sin pestañear, empuja suavemente y ya relajado el tranvía de hojalata con el pie, devolviéndolo a la pequeña Neus.

La niña sonríe confiada al desconocido y después a su madre.

Vargas de pronto muy cansado busca con los ojos dónde sentarse y lo hace en la escalera de madera del altillo al fondo del local, en los primeros peldaños. ¿Permite que descanse aquí cinco minutos, señora?, pregunta con los ojos y sonríe: En realidad no puedo comprarle nada, señora, no tengo ni un céntimo.

SUSANA: «¿Se encuentra mal?»

VARGAS: «No, no. ¿Podría darme un vaso de agua…?»

SUSANA: «¿Quiere un vaso de leche?»

Vargas sonríe agradecido, mientras hace esfuerzos por quitarse las botas destrozadas y enfangadas. El enjambre de niños pandilleros se precipita para ayudarle, inútilmente: el cuero de las botas parece estar pegado a la piel. Susana se dispone a subir al altillo cuando suena violentamente la campanilla de la puerta. Los tres falangistas irrumpen en la papelería.

– Y bien, pluma consagrada -gruñó el director balanceándose sobre el abismo urbano con los dedos entrelazados sujetando su rodilla-. Me temo que no llegaremos a ninguna parte con todo eso.

– Como quieras.

– Una vulgar historia de perdedores en un arrabal enfangado. -En su balanceo insensato se fue hacia atrás un poco más de la cuenta, y su mano, como una centella, agarró el tallo del clavel-. La película parece un homenaje a los charnegos que aterrizan en Barcelona buscándose la vida… Estos claveles no huelen a nada.

– Te aconsejo que los sueltes.

– Son artificiales, de plástico, como el clima austero y estático, de western enfangado, de tu historia. Por cierto, todo lo que escribes para el cine es artificioso y convencional.

– Hubo hace mucho tiempo un tipo de cine artificioso con grandes estrellas convencionales, que me gustó con locura. Pero esos claveles a los que ahora tú te agarras para no precipitarte al abismo, no son artificiales, no son de brillante plástico con duros alambres por dentro. Son de verdad, maestro, es decir: frágiles, enfermos, y se partirán en tus manos porque la atmósfera de la ciudad los ha podrido.

– Sigamos con la secuencia 23.

– Pero no te agarres al clavel español.

RAIKER: «¿Quién eres, forastero?»

SHANE: «Un amigo de los Starret.»

Corte a la papelería-librería de Susana cuando se abre la puerta y entran los tres Flechas de la Centuria de Fermín Palacios. Las mismas camisas azules, los mismos correajes negros, los mismos cabellos planchados y los mismos himnos idiotas y canciones ratoneras que se traen habitualmente de sus mítines y asambleas -pero sonando sólo en sus propios oídos sordos, en sus huecas cabezas-sonajero y en sus mentes taradas, es decir: banda sonora subjetiva españoleando castiza y cutre, estúpidamente patriotera, autojaleándose.

Cierran la puerta tras ellos y, sin mediar palabra, empiezan a revolver los libros de saldo de la mesa, a manosearlos, a hojearlos desdeñosamente y a tirarlos al suelo.

Susana con su hija en brazos retrocede unos pasos. La pandilla de chavales se apiña en un rincón.

FLECHA 1.°: (A Susana) «¿ Cuándo te vas a enterar,

bruja? Los libros en lengua vernácula están

prohibidos en todo el Imperio.»

FLECHA 2.°: «Si no te denunciamos es porque a mi tío

Fermín le das lástima, que conste. Roja.

Masona. ¿Quieres ir a la cárcel?»

FLECHA 3.°: «¡Fuera toda esa mierda intelectual!»

Su mano enguantada y torva, como una negra manopla, barre el contenido de un estante, la mesa del centro y el pequeño mostrador. Un lápiz rueda hasta los pies de Vargas sentado en la sombra, y al que los escuadristas azules no han prestado atención o todavía no han visto. Es un grueso lápiz que escribe por ambos extremos, las puntas muy afiladas, la una roja y la otra azul.

Vargas, con extraña parsimonia, se inclina a recoger el lápiz y lo cuelga en su oreja. Se queda mirando al Flecha 1.° entornando los ojos.

La pequeña Neus asustada se agarra al cuello de su madre mientras los libros rebotan malamente en el suelo, descosidos, inermes.

SUSANA: «¡Basta! No tenéis derecho a hacer eso. Los

compro a peso, no me fijo en el título ni en el

autor…»

FLECHA 3.°: «¿Ah no? ¿De veras? Pues entérate de la

basura que tienes escondida aquí, escucha:

(Leyendo la cubierta de los libros que va

tirando) Carner, Sagarra, Riba, Salvat,

Papasseit, Foix, Maragall, López-Picó…»

FLECHA 2.°: «Bueno, éste por lo menos es mitad

españoclass="underline" López.»

FLECHA 3.°: «Tienes razón, camarada.» Y devuelve el

libro al estante.

FLECHA 1.°: «¡Vamos a hacer un buen fuego con todos

estos bolcheviques del Ampurdàn!»

Patea los libros tirados al suelo y uno de ellos rueda desencuadernándose como un pájaro herido llega a los pies del vagabundo.

Vargas mira el libro sin tocarlo y habla en tono seco:

VARGAS: «Este libro es mío. Acabo de comprarlo.»

Permanece sentado en la escalera del altillo, en la penumbra, y los escuadristas lo miran como si acabaran de advertir su presencia.

FLECHA 1.°: «¿Y tú quién eres, perdulario?»

VARGAS: «Un amigo de los Estévet.»

(Nota importante: el charnego Vargas pronuncia mal el apellido -que conoce por haberlo leído en el rótulo sobre la puerta de la calle- cargando el acento en la penúltima sílaba en vez de hacerlo en la última. Así, al decir Estévet, casi le oímos decir Starret.)

Vargas se incorpora despacio.

FLECHA 2.°: «No te metas en eso y sigue tu camino.»

FLECHA 3.°: «Sí, será mejor que te largues, vagabundo.

No te busques líos.»

No le prestan más atención, pero Vargas sigue mirando fijamente al falangista 1.° y sus ojos brillan en la sombra delgados y fríos como el filo de la navaja. Y cuando vuelve a hablar, en su voz calmosa anida una ronquera abyecta, súbitamente despiadada:

VARGAS: «Tú, muchacho. Recoge mi libro y ponlo sobre

la mesa.»

El aludido lo mira con asombro, sonriendo por un lado de la boca:

FLECHA 1.°: «¿Habéis oído?

FLECHA 2.°: «¿Qué ha dicho este piojoso? Pídele la

documentación, Gonzalo.»

FLECHA 1.°: (Burlón, a Vargas) «¿Y para qué quieres tú

un libro, charnego asqueroso? ¿Acaso sabes

leer?»

VARGAS: (Avanzando dos pasos) «Cógelo, mamón. Que

eres un mamón y un hijo de perra.»

Con ademanes fulgurantes y a la vez suaves, apenas entrevistos por los niños, Vargas se ha quitado el lápiz rojo/azul de la oreja al tiempo que en su otra mano aparece súbitamente una navaja de tamaño regular, más bien pequeña. Sacándole punta al lápiz, se acerca cabizbajo y pensativo al Flecha primero, se para a un palmo de su cara y lo mira a los ojos.

Susana y la pandilla contemplan la escena expectantes y asustados.

Todo ocurre muy rápido. Las volutas del lápiz que hace saltar el filo de la navaja salpican una tras otra el pálido y crispado rostro del escuadrista azul, que al fin ha comprendido. Todavía intenta una salida airosa, irguiéndose, cuando ya sus camaradas retroceden hacia la puerta:

FLECHA 1.°: «Está bien, luego veremos su

documentación…»

VARGAS: (Tirándole volutas a la cara) «Luego no verás

nada, capullo. Tú no eres quién para pedirme la

documentación. Recoge el libro.»

Finalmente el joven Flecha obedece, se agacha, coge el libro y lo pone sobre la mesa. Da media vuelta, el rostro encendido y el gallardo pecho sembrado de volutas rojas y azules, se junta con sus camaradas y los tres salen de la papelería cerrando la puerta violentamente.