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HEATHCLIFF: (Desesperado) «Cathy. Cathy.»

– Maldito novelasta -gruñó el director inventando quizás sin saberlo un insulto de doble filo: contra el novelista y contra el cineasta-. Maldito seas, tú y tus pajilleras sesiones de tarde de sábado.

– Sugiero que en esta escena emblemática del terrado con viento romántico en los cabellos y mirada soñadora y desafiante -dijo el escritor-, a Vargas lo filmes con una camisa negra, amplia de mangas y abierta en el cuello, donde debe llevar atado un pañuelo verde con un arpa dorada.

– Vete al cuerno.

Bastantes años después de la guerra, cuando fueron autorizados por el Gobierno Civil las primeras audiciones de sardanas los domingos por la mañana en el parque Güell y acudían jóvenes falangistas provocadores a burlarse y armar follón y reventar la fiesta, Vargas acompañaba a Susana y a su hija al aplec y se esforzaba cómicamente en aprender a bailar (nunca lo conseguiría) aunque, al cabo de un rato, después de matar de risa a Neus y a Susana y a la pandilla, se retiraba del corro.

Sentado en el banco ondulante de la plaza, los codos en las rodillas y entretenido en cortar una ramita de abeto con la navaja, Vargas permanece cerca de Susana y Neus y al mismo tiempo observa las evoluciones de los Flechas alrededor de los sardanistas. Tres de ellos llevan un bote de pintura negra y una brocha y repintan el borroso emblema, la araña negra, en las esferas de piedra del paseo con palmeras, sobre la plaza, y luego en el mismo banco ondulante de cerámica troceada, acercándose al sitio donde se sienta Vargas.

Vargas simplemente se incorpora, y los Flechas tal vez no se han fijado en él. Pero pasan de largo.

De vuelta a casa, en la colina cenicienta al final de la calle Verdi, la pequeña Neus corre alegremente hacia su madre con una brazada de ginesta que le tapa la cara. Susana y Vargas la esperan un poco más arriba. Cuando la niña está a punto de llegar a ellos -Susana rodilla en tierra abriendo los brazos- un golpe de viento le arrebata algunas flores arrojándolas al aire: tallos de ginesta cuelgan de los cables del tendido eléctrico como notas amarillas en un pentagrama.

El viento silbando allá arriba en los cables y una mota de polvo en el ojo de Susana, Vargas intenta quitársela soplando suavemente, los dos arrodillados frente a frente en la colina. Corriendo y palmeando alrededor la pandilla canta:

PANDILLA: «Tiene Susana / la cara / de manzana…»

Corte a Gary Cooper y George Raft camisas blancas y gorras de marino mercante fin de siglo cantando «tiene Susana cara de manzana» borrachos de ron y moviendo como marionetas sus dedos pulgares vendados. Raft lleva un aro de plata en la oreja, según observa la pequeña Neus sentada muy tiesa y maravillada entre su madre y Vargas en la séptima fila, los tres comiendo cacahuetes. La niña sostiene el cucurucho y de vez en cuando las manos sonámbulas ardorosas de Vargas y Susana -aparentemente absortos en la película- coinciden en el cucurucho y se rozan al coger cacahuetes.

Ya hemos hablado del peculiar encanto de Raft con su aro en la oreja, pero ¿cuál era el de Cooper en este film? Probablemente su alegría de trabajar con Frances Dee, la hermosa mujer de su amigo Joel McCrea, y el estar por vez primera a las órdenes de Henry Hathaway, un director que sería muy importante en su carrera. Cooper se salva en el único bote y el barco naufraga y Susana tantea en la sombra del cine la manita de su hija y piensa, no sabe por qué, de pronto, en su marido que tal vez se podía haber salvado.

George Raft yace para siempre junto a su amada francesita en el camarote sumergido bajo el océano en medio de algas cimbreantes y un banco de pececillos acerados que da bandazos compulsivos recorriendo las entrañas espectrales del barco de vela hundido en el fondo del mar, sobre una roca y ligeramente escorado a estribor. (Plano desechado del guión y al parecer no rodado por Hathaway ni por nadie, pero que un servidor, por si te interesa, regista de secano, guarda en su anegada filmoteca mental.)

El 8 de enero de 1950 Jan Estevet Mas sale de la cárcel en libertad vigilada y escapa al sur de Francia acompañado por dos camaradas. El activista volverá a Barcelona en diversas ocasiones, pero siempre clandestinamente y sin avisar a Susana.

Dos años después, Susana recibe una carta de una amiga exiliada en Toulouse, en la que le dice que su marido vive con otra mujer.

SECUENCIA 57. ALTILLO/PAPELERÍA.

Interior Noche.

Después de cerrar la tienda y apagar las luces, Susana sube fatigada la maltrecha escalera del altillo y Vargas sube tras ella, al llegar arriba sus hombros se rozan en la penumbra, ella viste un pijama de hombre y ha llorado, tropieza y se tuerce el tobillo. Se dobla hacia un lado cayendo y Vargas la sujeta por la cintura, Susana rinde la cabeza, los rubios cabellos se derraman sobre su cara y la carta de Toulouse resbala de su mano y

Corte a labios de Susana entreabiertos húmedos sin color la cabeza recostada en el brazo de Vargas, el brazo de Vargas en el respaldo de la butaca del cine, sábado sesión de noche invierno del 52: Susana dormida en la butaca entre su hija y Vargas, muy abrigados los tres y cerca de la estufa lateral. Neus (14 años, espigada, rubia como su madre) fascinada con la película Cumbres borrascosas y Vargas inclinándose hacia Susana como si fuera a oler sus cabellos o a besarla. Suavemente con la mano aparta un mechón sobre sus ojos y

Corte a Vargas subiendo por la escalera del altillo llevando en brazos a Susana con su pijama de hombre y la carta en la mano y el tobillo dolorido. Él la deposita en la cama, le quita la zapatilla del pie, masajea con suavidad su tobillo y hasta lo sopla. Ella tiene cosquillas y se ríe entre las lágrimas.

Vargas se incorpora y busca los ojos dorados en la penumbra. Espera, de pie, inmóvil, respetuoso, fiel, encendido. Su magro rostro cubierto de cicatrices retrocede un poco más en la penumbra, y el telón de sombras cae sobre él.

Susana desde el lecho lo mira con tristeza y temor, esboza una débil sonrisa y bruscamente vuelve la cara sobre la almohada. Con su voz sin inflexiones Vargas le da las buenas noches, da media vuelta y sale del cuarto.

– Para una sola secuencia, dos escenarios -gruñó el director olisqueando su vaso de agua tónica, que se estaba volviendo misteriosamente de un color verdoso negruzco-. Caprichos de guionista derrochador y romántico. ¿Tú crees que nos concederán los millones suficientes para rodar tus depravadas virguerías escenográficas, literato, y no hablo de las submarinas…?

– Respecto a esta escena -prosiguió el eventual guionista sin hacerle caso-, me preocupa tu famosa incompetencia para iluminar los rostros y los cuerpos que se desean y tu notoria incapacidad para representar el amor auténtico y profundo, el amor más allá de los tópicos visuales de la pornografía blanda. Tiemblo al pensar la cantidad de posibilidades calenturientas que habrás visto en Susanita metida en ese holgado pijama de hombre, tal vez sin botones…

– Intelectual depravado -cortó el director-. Eso es lo que eres.

– Depravado, quizás. Lo de intelectual lo considero un insulto.

SECUENCIA 58. FACHADA PAPELERÍA-LIBRERÍA.

Exterior Día.

El escaparate luce un cristal nuevo que al atardecer refleja el paso ensimismado y perezoso de nubes blancas gordas algodonosas teñidas de rosa, pacíficas nubes viajando hacia el Sur.

Súbitamente la imagen se hace literalmente añicos: una pedrada rompe de nuevo el cristal.

Encadena a Vargas en la calle barriendo con una escoba los diminutos cristales astillados en medio de una gran polvareda obliga a apartarse a dos chiquillos descalzos. Es verano, los fangos del descampado se han convertido en polvo rojo y la misma calle parece un incendio. Uno de la pandilla ayuda a Vargas con una pala y una caja de cartón. En seguida ven acercarse a Fermín Palacios flanqueado por dos fieles escuadristas con cara de tango y ojeras.

FERMÍN: (A Vargas) «Quiero hablar con la viuda

Estevet.»

VARGAS: «Ella no quiere hablar con usted.»

FERMÍN: «Tú, chaval (Al de la pandilla), entra y dile que

estoy aquí. Rápido, tengo que ir al banco.»

(Con la mano tantea el billetero sobre el

corazón)

Vargas retiene al niño con la mirada. Deja de barrer, apoya indolentemente las manos y la barbilla en el palo de la escoba y, mientras a su alrededor se aquieta el polvo rojo, entorna los ojos escrutando al tabernero y a su escolta azul.

VARGAS: «No está, camarada imperial. ¿Quiere saber

adónde ha ido?»

FERMÍN: «No tengo nada contra ti, muchacho. No te

hagas mala sangre.»

VARGAS: «Pues ha ido a encargar otro cristal para el

escaparate. Doscientas pelas del ala, una

auténtica fortuna en estos tiempos, ¿no

cree?»

Fermín Palacios lo mira en silencio. Uno de sus jóvenes centuriones da un paso al frente y su jefe lo contiene con un gesto. Luego sonríe vagamente al charnego:

FERMÍN: «Me caes bien, Vargas, así que voy a

explicarte algo.»

El tabernero ha venido a parlamentar acicalado y endomingado (americana gris a rayas y cruzada, pantalón crema, zapatos de dos colores y muchos emblemas en las solapas) seguramente para impresionar a Susana. Amigablemente ahora le explica a Vargas que él nunca ha querido perjudicar a la viuda Estevet y que es mentira lo que dicen de él en el barrio, aunque, en efecto, le gustaría alquilar este local para instalar un Salón de juegos para la juventud, futbolines y billares y demás, nuestra juventud merece un esfuerzo. Está dispuesto a ofrecerle a la viuda una cantidad razonable por el traspaso, y a él, a Vargas, un buen empleo en el nuevo negocio. Y concluye con la voz ensalivada: