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FERMÍN: «Me gustan tus maneras, muchacho. Piénsalo,

y mira de convencer a tu ama. Con la

literatura nunca te harás rico, tanto si los

libros son en catalán como si son en

castellano. ¡Para morirse de hambre!»

VARGAS: «Estoy acostumbrado a morirme de hambre.

¿Ve esa ventana? Ahí, mire.»

Ahora la pandilla, expectante desde el inicio de la escena, va a ser testigo de algo asombroso. Cuando Fermín Palacios empezó a exponer sus planes acerca del Salón de juegos, ellos habían visto que Vargas, aparentemente interesado en la propuesta, había soltado la escoba acercándose al tabernero con toda confianza, mirándole como hipnotizado con la cara casi pegada a la suya. Y ahora, al indicarle la ventana ciega sobre la puerta de la papelería, y hacia la cual ya levantan los ojos Fermín y los dos Flechas, ven, o mejor sólo llegan a entrever el movimiento fulgurante de sus dedos al deslizarse entre las solapas de la americana del tabernero y extraer limpiamente, visto y no visto, un billetero plano de piel color salmón que oculta rápidamente a la espalda.

VARGAS: «Pues en una ventana igual pero no tapiada,

una que está detrás del altillo, un servidor se

pasa las horas muertas leyendo libros muerto

de hambre…»

Vargas retiene la atención de los tres falangios el tiempo justo para que sus veloces manos hagan un trabajito en la espalda: articulándose con endiablada precisión y rapidez, los dedos abren el billetero y extraen doscientas pesetas -que adivina por tamaño y textura-, el precio exacto del cristal nuevo. Y con la misma maravillosa limpieza y habilidad, visto y no visto, las manos de Vargas deslizan otra vez el billetero entre la americana y el arrogante pecho de Fermín Palacios, y luego, engatillando el índice, sacude unas motas de polvo en su solapa:

VARGAS: «Así que no perdamos el tiempo. Tengo

trabajo.»

Vargas le vuelve la espalda.

FERMÍN: «Eres un chulo y acabarás mal, muchacho. Te

conviene pensar en mi propuesta…»

VARGAS: «Lárguese. Y si el mamón de su sobrino o

alguno de sus valientes señoritos azules vuelve

por aquí a romper el cristal… (Sonríe) usted

volverá a pagarlo, jefe.»

Los niños pandilleros se sonríen por debajo de las narices mocosas.

SHANE: «He de marcharme.»

JOEY: «¿Por qué, Shane?»

SHANE: «No puede uno dejar de ser lo que es. Yo lo he

intentado inútilmente.»

– Pero no se irá.

– No.

Así pues, añadió el escritor, la línea argumental se tensa como un arco ensartando cinco fechas clave en la historia: 1941, la llegada al barrio del joven delincuente, su protección a la viuda (supuesta) y a su hija, su trabajo en la papelería, su alfabetización, su veneración por Susana. 1950-52, Vargas arraigado en Cataluña, fiel servidor y guardaespaldas de Susana, enamorado de ella y viviendo en secreto su mal de amores. El punto de flexión más tenso del arco está ahí: los planos del charnego aplicándose en la lectura de libros catalanes echado en su colchoneta y a la luz de una vela, la llegada de la carta de Toulouse que hace llorar a Susana, el cine de barrio en invierno, la noche de la torcedura del tobillo, etc. 1960, el inesperado regreso al hogar de Jan Estevet con su prestigio de héroe, aclarando malentendidos y suscitando el perdón, la alegría de Susana, la soledad de Vargas. Y la curva ya en descenso: 1975, Vargas es un viejo murciano afable y pintoresco, cojo y servicial, algo borrachín y pendenciero, del que hacen mofa los chiquillos y que aún trabaja en la Papereria i Llibreria «Rosa d'Abril», ampliada y con nueva fachada. Un buen hombre al que el barrio aprecia, pero que ha empezado a olvidar. Y fin.

SECUENCIA 80. FACHADA (remozada) PAPELERÍA-LIBRERÍA.

Exterior Día.

Vargas embutido en un mono azul está terminando de pintar la puerta de la papelería, cuya fachada luce ahora un flamante color marfil.

La joven Neus (22 años) hermosa y rubia como su madre (la misma actriz interpreta los dos papeles) avanza desde la puerta hacia nosotros sonriendo con las manos a la espalda y una rebeca naranja echada sobre los hombros, hasta ocupar totalmente con su cara la pantalla en primer plano.

NEUS: (A la cámara) «Nunca se fue del barrio, nunca se

casó, nunca aprendió (Sonríe como avergonzada)

a hablar correctamente el catalán, aunque tal vez

la culpa fue mía y de mi madre, que no supimos

enseñarle… Nunca dejó de trabajar en la papelería

ni de ayudarnos en la casa, y siguió haciéndolo

cuando papá volvió de Francia. Durante años ha

sido el criado de mamá y mío, nuestro amigo más

fiel, nuestro ángel custodio. Nunca he conocido a

un hombre como Vargas.»

Encadena mismo escenario quince años después, en 1975. Vemos a Vargas (60 años) subido a lo alto de una escalera de mano apoyada contra la fachada de la papelería, terminando de colgar sobre la puerta el viejo rótulo que, en su rincón-dormitorio del altillo, le sirvió de cabezal durante más de treinta y cinco años.

Luego baja de la escalera, retrocede de espaldas y observa el rótulo a distancia. De la tienda salen corriendo tres niños, golpean la escalera y casi la tiran. Restregando las encallecidas manos en los pantalones, refunfuñando, el martillo y los alicates colgando del cinto como revólveres, cansado, achacoso, hablando solo, el viejo Vargas carga la escalera en su hombro y se retira de escena.

– En este largo plano crepuscular -se le ocurrió al escritor- podríamos volver a escuchar parte de aquel diálogo entre la hermosa viuda y el charnego la primera noche que él durmió en el altillo, cuando descubre apoyado en la pared el rótulo represaliado porque está escrito en catalán y ella dice:

SUSANA: «Algún día, volveremos a colgarlo sobre la

puerta de la calle.»

VARGAS: «Algún día, sí.»

SUSANA: «¿Me ayudará usted cuando llegue ese día?»

VARGAS: (Sonriendo animoso) «La ayudaré, sí, señora.

Cuente conmigo.»

– No decían exactamente eso -masculló el director.

– Bueno, ¿pero te vale o no?

El escritor obtuvo una mueca desdeñosa por respuesta. Observó el confiado balanceo del cineasta sobre el abismo y súbitamente recordó una película mala de Joan Fontaine haciendo de mujer mala llamada Ivy (Abismos) en la que se mataba malamente cayendo por el hueco del ascensor.

Y entonces vio al director de cine caer hacia atrás muy despacio, su mano crispada aferrándose inútilmente al tallo del putrefacto y rojo clavel español; vio las suelas cremosas de sus flamantes puntiagudos zapatos italianos en el instante de voltearse y los ojos desorbitados de terror en su entrepierna, girando todo él en el vacío como quien improvisa una voltereta hacia atrás en el césped del jardín para hacer reír a su hijo pequeño… Finalmente vio los titulares de los periódicos del día siguiente:

HORRIBLE MUERTE

DE UN DIRECTOR DE CINE

Y en caracteres más pequeños: «En el momento de la tragedia estaba escribiendo una película en colaboración con un novelista que en diversas ocasiones, siempre que la prensa le pidió su opinión -y cuando no se la pidió, también-, declaró que el ahora difunto cineasta era tonto de solemnidad.»

– Ya veremos -contestó por fin el director-. Las mejores ideas se me ocurren durante el rodaje.

– Ya.

– De veras. Me gusta arriesgar, con los personajes sobre todo. Yo soy partidario de lo que Truffaut llamaba una situación caliente con personajes congelados.

– ¿Seguro que decía eso? -el escritor sonrió-: Me recuerda a la pobre señorita Carmela.

– ¡Maldición! ¿Qué hacemos con ella?

Hitchcock con su barriga de violoncelo sube al tren en Metcalft portando un violoncelo. Poco después, casi a la hora de cerrar el Banco, la señorita Carmela lo ve cruzar impertérrito el vestíbulo, siempre acarreando el voluminoso celo, y pararse a hablar con el vigilante armado de la entrada. Entonces, mientras ella recoge sus objetos personales y los mete en el bolso, ya para irse, Hitchcock y el guardia vuelven la cara al mismo tiempo y miran a la señorita Carmela de soslayo, como si sospecharan de ella.

El simpático asesino psicópata Bruno/Robert Walker con los hombros delicados encogidos como si tuviera escalofríos se dirige a la estación Pensilvania a coger un tren que le llevará a Metcalft en cuyo parque de Atracciones, junto al lago y sobre la hierba de Isla Mágica, debe dejar un encendedor que lleva las iniciales G. H. grabadas y un pequeño relieve como adorno representando dos raquetas de tenis con los mangos cruzados.

El reloj del Banco Central señala la 1.30 horas y la señorita Carmela recoge su bolso y sale a la plaza Lesseps. Aunque tal vez demasiado tarde, ha comprendido al fin: dos violoncelos, dos pies que se topan, dos raíles de tren, dos raquetas cruzadas, dos chicas que se parecen y las dos con idénticas gafas de miope (¡tres, contándose ella también!) y dos elegantes y guapos asesinos, aunque sólo uno de ellos cometa asesinato. Vuelve la cabeza atrás y comprueba que no la sigue nadie. Conforme se aleja de ese Banco que fue cine populoso, de esos ámbitos embrujados llenos de sombras y de voces muertas, la señorita Carmela se tranquiliza.

Bajo el alegre sol de mayo, esperando frente a un paso de peatones con el semáforo en rojo, saca un cigarrillo del bolso y a su lado un hombre atento y elegante y de hombros como frioleros le ofrece lumbre de su mechero.