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– ¿Me permite? -sonríe el desconocido.

Buena suerte, señorita Carmela.

Encadena imagen última de Vargas: un anciano cojo y abstraído que está limpiando con un paño el cristal del escaparate de la PAPERERIA I LLIBRERIA «ROSA D'ABRIL», y que tiene un sobresalto cuando unos chicos pasan alborotando con cohetes y petardos y arrojan un trueno de mano entre sus pies.

Sobre la cabeza encanecida del viejo charnego, en el cielo rojo del atardecer, estallan cohetes de fiesta y una música vulgar y chillona se derrama por la colina. Verbena de San Juan, verano de 1985.

– Bueno, ¿y qué diablos hacemos con esta cursi que ve visiones? -insistió el director.

– En mi opinión, la pobre señorita Carmela merece una oportunidad. -El escritor reflexionó-. Bastaría un ligero retoque en la secuencia 82. El encendedor en la mano del hombre (no vemos su rostro) que le ofrece lumbre, lleva grabada la letra V. Es Vargas, ya en sus años de madurez.

El cineasta bramó:

– ¡¿Estás sugiriendo que Vargas tiene una aventura con esa loca solterona?!

– Querido directed by, deberías mostrarte más respetuoso y más comprensivo con tus personajes, sobre todo si son perdedores. La señorita Carmela es una mujer solitaria, sensible y cultivada. No ha tenido mucha suerte en la vida, pero ella suple esa carencia con imaginación y ternura. Y tiene una bonita figura.

El director asintió, resignado:

– Ciertamente, Vargas es un perdedor.

JOEY: «Shane, sabía que ganarías. Estaba

completamente seguro. ¿Ése era él? ¿Era Wilson el

pistolero?»

SHANE: «En efecto, era Wilson. Rápido, muy rápido en

disparar… (Sin; poder contenerse) ¡Pero yo soy

aún más rápido!»

– ¡Corten! -ordena George Stevens saltando de su silla de director y encaminándose hacia Alan Ladd, que interpreta la escena final montado a caballo-. Alan, creo que esta última frase no está en el guión.

– Pues debería estar, George.

– No es necesaria, y por eso no está.

– Cosecha propia -dice Ladd con su encantadora sonrisa rubia-. ¿No te gusta? Se me acaba de ocurrir.

– Pero ¿por qué, Alan?

– Porque es verdad, George. ¡Yo soy el más rápido de la película!

– Cierto, muchacho, lo acabamos de ver. Has liquidado a los hermanos Raiker y a Wilson. Por eso no es necesaria la frase.

Alan Ladd tenía una gran disciplina profesional, además de una puntería infalible. Con su mano enguantada aparta un rubio mechón caído sobre su frente y reflexiona unos segundos. Las muchachas del plató admiran su sonrisa triste de pistolero solitario, su recta espalda desdeñosa de la muerte y los flecos de su elegante cazadora de gamuza blanca bien ceñida por el ancho cinturón.

– De acuerdo, George. No diré la frase.

– Bien, Alan, así me gusta.

– Era muy pretenciosa. Estoy listo para rodar. Cuando quieras.

Stevens mira a su actor con afecto y le guiña el ojo:

– Vamos allá. La humildad es importante en este oficio, hijo.

Vuelve el director a su silla de lona al tiempo que la potente voz de su ayudante ordena:

– ¡Silencio! ¡Rodamos!

Y con voz todavía más autoritaria y poderosa resonando en el silencioso plato, Stevens dice:

– ¡Motor! ¡Acción!

Plano general de Barcelona y en sobreimpresión los protagonistas Susana, Vargas, Neus y los niños pandilleros todos en línea cogidos del brazo y sonrientes caminan hacia nosotros surgiendo de las ruinas del cine Roxy cubiertos de polvo y con las ropas desgarradas mientras sobre sus cabezas nimbadas de luz y desde el fondo de la pantalla se acerca agrandándose la palabra

TENIENTE BRAVO

Ni por ley ni por deber combato,

ni por los hombres públicos, ni por los vítores del gentío.

Un solitario impulso de placer

me atrajo a este tumulto en las nubes

W. B. YEATS,

Un aviador irlandés prevé su muerte

El ansiado potro de saltos que el teniente Bravo hizo traer una noche al campamento en una camioneta desvencijada, conducida por un musculoso ex legionario de andares felinos, albergaba un ratón en su barriga de paja. El potro era una antigualla, zanquilargo y pesado y con tantos costurones que bien podía haber vivido el desastre de Annual y hasta la guerra de Cuba. El mismo ratón que lo habitaba parecía de otra época, bigotudo y altanero y un poco rubiales, un poco decimonónico y colonial. Cuando el aparato de gimnasia era descargado de la camioneta, el sargento Lecha vio fugazmente el hocico impertinente del ratón asomado a una raja del cuero y frotándose las patitas delanteras, y golpeó repetidas veces el lomo del potro con la mano para obligarle a salir de su escondrijo. Como era noche cerrada, no vio si el ratón escapaba o no. La camioneta emprendió el regreso a Ceuta, el sargento se encaminó hacia los sombríos barracones del campamento y el potro quedó plantado en medio de un páramo de tierra bermeja, acogotado y sordo al fragor de la resaca que el viento subía desde la playa. Una de sus patas de madera había sido sustituida por una rama de cerezo delgada y torcida. Viejísimo y quebrantado, con la piel raída y mugrienta, bajo la furiosa noche sin estrellas parecía un animal manso y estúpido abrevando en el polvo.

Poco después del toque de diana, el ratón salió a pasear cautelosamente a lo largo de la pata postiza, recorriéndola un par de veces antes de esconderse de nuevo en la tripa perforada. La madera de cerezo de la pata tenía grabada a punta de navaja, de arriba abajo, una vieja inscripción casi ilegible e interminable: No somos los novios de la muerte y que le den pol culo a Abd-el-Krim. Luisito y Fermín. Las gaviotas empezaron a chillar y a volar bajo, y de pronto la niebla retrocedió sobre las oscuras aguas del Estrecho como si un viento la chupara rápidamente desde la bahía de Algeciras. Iba a romper el día, pero arriba en el cielo los nubarrones color vino, entre los que a ratos emergía el Peñón como una máscara de hierro suspendida en el aire, seguían acumulándose, formando negras covachas y ensombreciendo el amanecer. Si el viento era del Estrecho traía olor a pescado, si del Sahara, a rebaños escuálidos y mugrientos conducidos por niños marroquíes de ojos vivísimos.

Un pelotón de reclutas soñolientos y atolondrados corría a formar delante del potro, restallando en la oscuridad la voz carrasposa del sargento Lecha y los trallazos de su correa. Apenas se veía nada a una distancia de tres metros, salvo el tenue rubor del alba en las azulinas cabezas rapadas de los reclutas.

A primeros de marzo de 1955, el campamento de instrucción militar de la Agrupación de Transmisiones de la Comandancia General de Ceuta, zona occidental del Ejército de Marruecos, ocupaba un breve y escarpado territorio entre las yermas colinas al oeste del istmo. El desolado páramo donde los reclutas formaban en línea de a dos a trompicones era un balcón corrido sobre el Estrecho y a menudo, según los vientos, exhalaba una repentina efusión de polvo rubio y sanguíneo que podía distinguirse desde alta mar. Debido a la proximidad de las porquerizas, unas cercas de cañas y uralita donde el brigada Gómez criaba cerdos con las sobras del rancho, frecuentaban la explanada -además de algún solitario recluta gallego que, en horas de asueto, paseaba su morriña frente al mar- tres gallinas viejas, dos patos resabiados y una cabra negra y esbelta que los veteranos llamaban Carmencita.

– ¡A cubrirse! ¡Rápido, si no queréis que os meta un paso ligero de buena mañana! -La tez colorada, el pelo rizado y entrecano, grueso y paticorto pero sorprendentemente ágil, el sargento Lecha corría en pos de los remolones esgrimiendo el cinto-. ¡Estáis dormidos, coño! ¡Los cuatro últimos, imaginaria!

Extendían el brazo y se cogían la distancia a empellones sintiendo silbar la correa sobre sus cabezas pelonas, erizadas de frío. «¡Atentos! ¡Fiiiiirrr… mes! ¡Izquierda! ¡Ar!» El sargento pasó revista y consultó su reloj. Los reclutas vestían calzón de deporte de un sucio color marfileño, jersey caqui y botas viejas, algunos sin calcetines.

El sargento ordenó descanso.

– Hoy no haremos gimnasia sueca -dijo, provocando un murmullo de entusiasmo que atajó en el acto-: ¡Pero si creéis que en vez de gimnasia habrá partido de fútbol o alguna carrerita de esas para mariquitas esprintadores, estáis muy equivocados! ¡A más de uno se le van a caer los cojones por los suelos cuando sepa lo que le espera!

Ellos ya habían reparado en la borrosa silueta que se alzaba a unos treinta metros, en la punta de una franja de tierra esponjosa y gris que, en su extremo opuesto, alcanzaba a las porquerizas. Más de uno pensó que era Carmencita madrugadora que mordisqueaba alguna raíz con la cabeza escondida entre las patas, rumiando su triste destino de cabra cuartelera. Para muchos, era el primer potro de gimnasia que veían en su vida, y todos sabían que su presencia aquí se debía a una gestión personal del teniente Bravo, su animoso instructor. Después de cursar diversas solicitudes a la Comandancia reclamando un aparato de gimnasia, cansado de esperar, el teniente había decidido adquirir este potro de segunda o tercera mano en un modesto gimnasio de Ceuta, pagándolo con su dinero y con la complicidad del sargento Lecha -aunque el sargento, que intervino en la compra como mediador, declararía más adelante, una vez consumada la tragedia, que el potro le pareció peligroso y traicionero desde el primer momento y que él intentó disuadir al teniente de su compra. El viejo potro se había pasado diez años tirado en una leñera del Monte Hacho, cojo y cubierto de polvo y telarañas, hasta que en 1949, de forma casual, dos legionarios que cumplían condena en la fortaleza por haber sido pillados en una garita besándose en la boca durante un relevo de guardia, en Larache, lo rescataron y le cambiaron la pata rota y empezaron a ejercitarse con él, convirtiéndose en consumados gimnastas, de tal modo que tres años después, al obtener la libertad y la licencia y habiendo decidido instalar un gimnasio en Ceuta, se llevaron el potro con ellos.