Parado en el extremo del campo, el teniente Bravo avanzó el pie derecho inclinando el cuerpo hacia adelante, como los corredores de medio fondo, y escrutó la sumisa quietud del potro entornando los párpados. Tenso, con la cólera aplazada, se balanceó ligeramente, presto a dispararse. En cuanto logre el primer salto, pensó, los demás vendrán rodados. La cosa no tenía la menor pega, simplemente había que elevar los pies un poco más y evitar cualquier roce: saltaré con las botas y el correaje o no saltaré. En realidad, se decía el teniente, es una simple cuestión de centímetros…
En el pelotón se había hecho el silencio, Folch y los gallegos contenían la respiración mano sobre mano. El sargento ahuyentó a las gallinas con el pie y después se quedó inmóvil y como agarrotado mirando de soslayo al teniente -quería y no quería verle saltar-, que por fin arrancó a correr espoleándose con la fusta. Una mueca horrible y resolutiva torcía su boca y parecía ir más fuerte y más rápido, espoleándose con saña. Viéndole correr así, congestionado y con ojos de loco, el sargento y el pelotón presintieron esta vez no sólo el batacazo inmediato, sino también la magnitud del desastre que se avecinaba. Las botas del teniente parecían de plomo y pasarlas por encima del potro de gimnasia una tarea imposible. El salto fue, en efecto, peor que los anteriores, por cuanto toda la fuerza generada durante la carrera para obtener un mayor impulso sirvió precisamente para remachar aún más la escalofriante caída. El descalabro se produjo de forma tan rápida y contundente que dejó a todos estupefactos: visto y no visto, el teniente ya estaba en el suelo, peleándose consigo mismo en medio de una nube roja de polvo. ¿Cómo se podía encajar semejante morrazo sin decir ni pío?, se preguntaban los reclutas.
Con dolor intensísimo en el hombro, hematomas en la frente y en el pómulo, y un roto en el pantalón a la altura de la rodilla, que asomaba sangrando, el teniente permaneció unos segundos sentado en el suelo, jadeando, y luego rebrincó como un torero revolcado alejando a los subalternos.
– ¡Quietos, coño! ¡Me cago en la leche puta, quietos!
A decir verdad, nadie en la formación se había movido. Los gallegos especialmente, y el propio Folch, estaban paralizados por un vago sentimiento de frustración y de pena. Otros reclutas, más próximos al potro -Farías, Fisas, Faneca, Falcón- dieron por fin un paso al frente precipitándose en ayuda del teniente, y lo mismo hizo el sargento Lecha. Pero el teniente los frenó a todos aullando:
– ¡Que nadie se mueva o le meto un paquete! -El revolcón le había girado el pantalón de montar y lucía la bragueta casi en la cadera-. ¡Quieto ahí, sargento, no necesito nada!
El sargento se mantuvo apartado durante unos segundos, y luego, las manos a la espalda, mirando de reojo al potro, se acercó:
– Con su permiso, mi teniente, me parece a mí que este bicho tiene una pata torcida y que, al saltar, se mueve.
– ¡¿El qué, sargento?!
– La pata esa. ¿Se ha fijado?
– No, sargento, no me he fijado.
Los patos también se habían acercado, culeando, a picotear entre las pezuñas del potro.
– Y tiene una inscripción, ¿no la ha visto? -dijo el sargento-. Mire, mi teniente, aquí. Se lee muy mal.
Los reclutas miraban al sargento con una mezcla de curiosidad y de miedo. ¿Qué se proponía con tanta charla, hacer estallar al teniente? Éste terminó de sacudirse el polvo y de enderezar nuevamente su correaje, y no parecía hacerle caso. Entonces, con la voz compungida y susurrante, renunciando a hacerse oír, el sargento añadió:
– Y además hay un ratón.
El teniente se disponía a agacharse para recoger la fusta y suspendió el gesto.
– ¿Qué anda usted murmurando, sargento?
– Decía que hay un ratón escondido en el potro. Anoche lo vi, mi teniente. No es que el ratoncillo tenga nada que ver con saltar bien o mal, no digo eso; es para que usted lo sepa, con su permiso.
Se había acercado al teniente, que ahora lo miraba erguido y algo confuso, sin un parpadeo, reprimiendo la cólera.
– Está bien, sargento. Haga el favor de permanecer donde le he dicho. Y sin comentarios.
– A sus órdenes.
El sargento se apresuró a coger del suelo el gorro y la fusta, pero, intentando ganar tiempo, lo mismo que la vez anterior, antes de entregar ambas cosas al teniente esperó un poco, examinando su cara con respetuosa atención.
– Tiene usted sangre, mi teniente.
– ¿Dónde cojones ve usted sangre, sargento?
– Aquí, mi teniente, con su permiso -indicó la frente rasguñada y el pómulo, y añadió-: Con su permiso, es sangre.
– Narices. ¿Dónde está la sangre, eh? -tanteándose la frente el teniente-. ¡¿Dónde ve usted sangre, joder, dónde?!
Le arrebató de las manos el gorro y la fusta. Llegaba un débil cante moruno del otro lado de los barracones, el sonido de una armónica y luego voces de mando, y un repentino silencio; el viento intermitente traía el fragor y el olor a sal del oleaje, los cerdos afilaron sus gruñidos súbitamente y entonces los reclutas más analfabetos y torpes del pelotón, los más ineptos y asustadizos y negados para la milicia -los dulces gallegos, pero también Folch- tensaron los nervios y alzaron el mentón y adoptaron instintivamente la posición de firmes, sin que nadie hubiese dado la orden; algo en el ambiente lo aconsejaba, cierta distensión que la sangre había captado antes que la mente, una merma sutil en la autoridad del teniente. Y en esa espontánea posición de firmes, miraban en torno esperando alguna ayuda, que llegara una autoridad y mandara parar aquello, romper filas y todos a desayunar el cazo de agua sucia con sabor a café… Pero no era probable que se acercara ningún otro oficial del campamento. En lo alto del sendero, dos moros viejos que ocasionalmente hacían de pinches de cocina acarreaban una gran perola, y a un lado, asomado a la ventana del barracón-dormitorio, el gordo cabo furriel sacudía su manta seguramente plagada de chinches; ninguno de ellos prestó atención a lo que ocurría aquí en la explanada.
Esgrimiendo la fusta, con talante maniático y la respiración quebrantada, el teniente Bravo se paseaba alrededor de su enemigo. «Me cago en tus muertos», dijo serenamente, reflexivamente. El sargento lo miraba sin saber qué hacer, su preocupación iba en aumento.
– Suai-suai, mi teniente, créame -aconsejó-. Tómeselo con calma, por el amor de Dios…
– Eso es lo que hago, sargento.
Y escrutaba el potro con mirada taciturna, como si recelara de sus medidas reglamentarias o de la bondad de los materiales con que había sido fabricado, mientras enrollaba un pañuelo blanco y ceñía con él su maltrecha frente, anudándolo en la nuca: inmediatamente florecieron en la tela diminutas rositas de sangre. El pelotón se removía inquieto, fatigado por la misma postura. El teniente inclinó la cabeza vendada y cerró los ojos un instante, mordiéndose los labios. Bruscamente volvió la espalda y se encaminó hacia su línea de salida; iba cabizbajo, maldiciendo su suerte, abrumado por una adversidad cuya porfía y contundencia inesperadas le desconcertaban. Al llegar a la línea de salida la borró con el pie, trazándola cinco metros más lejos. El hedor de la pocilga le envolvía ahora por completo, deprimiéndole. No le pareció una distancia suficiente y se alejó aún más, pisando precavido un terreno blando y resbaladizo. Se paró y giró en redondo de espaldas al griterío de los cochinos, y mientras se quitaba los guantes a tirones, respiró en el aire caliente la bazofia encharcada y nauseabunda y también el tufillo zorruno de su propia impotencia, la enfurecida sangre que le taponaba la nariz y le golpeaba las sienes. Esta vez se tomó su tiempo: prendió los guantes del cinto, revisó los tacones de las botas golpeándolos con la fusta, se ajustó el correaje y flexionó las rodillas un par de veces. «Las botas, bueno, seguramente», pensó otra vez, «pero no me verán quitármelas».
En el pelotón, todas las caras estaban vueltas hacia él, como en un desfile, y no se oía una mosca. El sargento se había situado junto al potro, quizás en previsión de otra caída y esperando poder atenuarla de algún modo. El recluta Pita prefirió mirar hacia el lado contrario, a lo lejos, al Peñón que parecía elevarse espectralmente de la tierra con un anillo de neblina azul en su base, y su imaginación asustada voló sobre el Estrecho como una gaviota planeando libre y feliz, y de pronto, con los ojos lelos muy abiertos -los de la gaviota que él imaginaba ser ahora- vio desde el aire la sombra imponente de un acorazado hundido bajo las aguas con la quilla apuntando al sol…
– ¡Fuera de ahí, sargento, hágase a un lado! -El teniente Bravo hizo silbar la fusta en el aire. Los ojos clavados en su odiado enemigo, escupió en la tierra apestada y pisó suavemente la imaginaria línea de salida. Se balanceó dos veces sobre el pie y se lanzó impetuosamente a la carrera, espoleándose con una punta de histerismo en el codo y en los giros furiosos de la muñeca. Ahora braceaba menos y sacrificaba el estilo en beneficio de la fuerza, consiguiendo una zancada más larga y poderosa. Afrontó el salto con los pies impecablemente juntos, pero pesados y tardones, como si calzara botas de plomo soldadas entre sí. Por contra, la cabeza se le fue para atrás, pareció que se desnucaba en el aire. Tropezó, esta vez, no ya con los pies, sino con las piernas, casi con las rodillas; de hecho, antes de apoyar las manos en el potro tensando la espalda, el resto del cuerpo ya se había entregado a la derrota y abortaba el vuelo, aceptando la costalada. El teniente cayó malamente, rápido y de morros, sin tiempo de atenuar el choque interponiendo los brazos. Un hilo de sangre brotó de su nariz y súbitamente se le infló el labio.