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El sargento y dos reclutas se precipitaron en su ayuda. «Se ha pegado un hostión del carajo», murmuró Pita, abandonando momentáneamente el acorazado hundido en el fondo del mar junto con sus frustradas ansias marineras.

– Por Cristo, mi teniente, ya está bien -dijo el sargento-. Se va a hacer daño.

Desde el suelo, el teniente lo contuvo con una maldición:

– ¡Cago en la puta madre, sargento, ¿no le he dicho que no se mueva?! ¡Cago el copón divino y la madre que parió a Abd-el-Krim en el desierto! -Hizo una pausa, y, pensativo, se miraba las rasguñadas palmas de las manos-. ¡Fuera todo el mundo! ¡No ha pasado nada!

– Pero mi teniente, hágame usted caso…

Se calló el sargento esperando una cascada de insultos, pero el teniente se limitó a jadear. Recostado en un codo, el rostro manchado de sangre y polvo mezclados, con el rabillo del ojo atisbaba la puñetera quietud del potro erguido a su lado, incólume y vetusto, ensimismado y maligno sobre sus escuálidas cuatro patas; lo miraba el teniente con los dientes apretados y el corazón en un puño, resoplando, mientras los patos se acercaban de nuevo meneando el trasero, husmeando en las suelas de sus botas la plasta de mierda que se había traído de las proximidades de la pocilga.

Tardó un poco en levantarse, pero lo hizo ágilmente, lamiéndose el labio y estirando los faldones de la maltrecha sahariana.

– Si le parece, mi teniente -carraspeó el sargento-, mando romper filas y lo dejamos para mañana…

– ¡¿De qué me está hablando, sargento?! ¡¿De qué cojones me está hablando?!

Se había quitado el pañuelo liado a la frente para limpiarse la sangre de la nariz. Después de un minuto de silencio, el sargento se plantó delante del potro e hizo el siguiente comentario:

– Pues no señor, que no veo yo bien a este potro de gimnasia. Juraría que se asienta mal, que está torcido, el cabrón.

– No diga tonterías, sargento.

– Tiene una pata postiza, mi teniente, ¿se ha fijado?

– ¡Sí, me he fijado!

– Me parece a mí que su altura no es la reglamentaria.

– ¡Ah, muy bien! -estalló el teniente-. ¡Y ahora el sargento nos va a decir cuál es la altura reglamentaria de un potro de saltos! ¡Naturalmente!

Su mirada hastiada tropezó a lo lejos con la silueta fantasmal del Peñón y automáticamente pensó: 425 metros de roca calcárea, la espina clavada en el corazón de todos los españoles, el sargento es un cretino pero buena persona… Con la fusta se golpeaba nerviosamente las botas y se paseaba otra vez alrededor del potro mirándole como si quisiera arrancarle su maldito secreto, parecía un hombre acosado y sus compulsivas maneras impresionaban a los reclutas, sobre todo su creciente deterioro físico: la sangre que ahora fluía de su ceja y le tapaba el ojo, el labio partido, las erosiones en la barbilla y en la frente, las manos atropelladas y el roto del pantalón. La cabra taciturna se acercó y miró al teniente con el rabillo del ojo de charol, grande y limpio, y luego se dirigió a la cabeza del pelotón a husmear las piernas peludas. «Carmencita, chúpamela», se escuchó ronca pero dulcemente, casi en tono de verdadero cariño, al recluta ventrílocuo amparado en el anonimato.

El viento firme del Estrecho traía rumor de olas estrellándose en la rompiente y chillidos de gaviotas, cuando el sargento Lecha ahuyentó a Carmencita de un puntapié y volvió hacia el teniente su roja faz muy compungida, procurando sonreír; lo único que podía hacer era ganar tiempo, intentar retrasar el próximo salto con cualquier pretexto:

– Con su permiso -empezó en tono risueño- yo diría que se ha ganado usted un coñá, mi teniente…

Antes de contestar, el teniente observó, muy interesado, una repentina efusión de polvo rojo alrededor del potro.

– ¿De qué demonios me está hablando ahora, sargento?

– Del coñá que todavía le debo a usted, mi teniente.

– Usted no me debe nada, sargento. -Volvió a ceñirse en la frente el ensangrentado pañuelo, mientras se lamía el labio partido.

– Un coñaquito, ande, uno sólo. Es bueno para los nervios -insistió el sargento, pero ya sin convicción, extraviado en su propio discurrir-, aunque sea de garrafa, eso dicen, que el brigada Mir rellena la botella cada noche… Y nos tomamos un descansito. Ande ya, mi teniente, que aquí los muchachos se están durmiendo de pie.

– ¿Qué se propone, sargento? -inquirió el teniente, receloso-. ¿Y quién le ha dicho a usted que esta bazofia que sirven en la cantina es buena para los nervios? ¡¿Por qué tenemos que tomarnos ningún descanso?! ¡¿Por qué me induce usted a discutir bobadas delante de la tropa, sargento?!

El viejo chusquero bajó la cabeza y se rascó el cogote. Vio a una de las gallinas picoteando en el polvo y consideró seriamente la posibilidad de arrearle una patada en el culo capaz de hacerla volar hasta la cima del Peñón, cuando, al levantar la vista, advirtió que el teniente Bravo, escurridizo, imparable, estaba ya una vez más asomado a su abismo particular, allá en su línea de salida. Por Cristo, se dijo el sargento, ¿no habrá nada capaz de frenar a este hombre?

En el momento en que echaba a correr, Carmencita levantó la cabeza y lo miró desde la orilla del campo, Folch cerró los ojos y el gallego Pita volvió la cara ensimismado y prefirió contemplar un viejo petrolero que navegaba lento y silencioso por el Estrecho, un trémulo espejismo de herrumbre y soledad deslizándose sobre el alegre cabrilleo del sol en el agua.

La carrera del teniente fue corta y compulsiva, y el salto un garabato ansioso que se fijó en el aire un brevísimo instante. Apenas se hubo elevado, el teniente quiso suplir con su buen estilo lo que las fuerzas le negaban, pero los brazos se le doblaron y cayó pesadamente del otro lado como un saco de patatas. La boca todavía abierta, golpeó con la barbilla contra el suelo y la formación entera oyó el estrépito de dientes entrechocando y hasta el crujido de los huesos de la mollera. Revolotearon asustadas las gallinas y quedó flotando en el aire un plumón irisado que se meció unos segundos sobre el potro.

«Una castaña de puta madre», susurró un recluta en la segunda fila del pelotón.

– ¡Quieto todo el mundo! -ordenó el teniente arrodillado, las manos apoyadas en tierra-. ¡Va también por usted, sargento! ¡Me cago en la leche que mamó el potro, que nadie se mueva!

El sargento Lecha, perplejo, miraba la faz contraída del teniente, la sangre espesa que manaba de su nariz, e intuyó súbitamente que su perplejidad ante esta sangre derramada no era tal vez lo que mejor se correspondía con un militar. Así que meneó la cabeza y pensó en otra cosa.

– Mi teniente, usted dirá lo que quiera, pero este aparato no está en condiciones. -Con las manos apaciblemente cruzadas en la espalda, el sargento se acercó a examinar el potro-. Hum.

Tranquila, remolona, las fláccidas odres pendulando entre las piernas, Carmencita merodeaba detrás del pelotón, y se paró a olisquear las pantorrillas blancas y muelles, casi femeninas, de los gallegos. El teniente se incorporó con una resabiada parsimonia, mirándose las manos despellejadas con extrañeza, como si fuesen las manos de otra persona. El sargento observó a dos hormigas rojas y grandes, articuladas como artefactos mecánicos, paseándose alrededor de la estrella bordada en el pecho del teniente. Con los oídos silbándole, magullado, terco, irreductible, el teniente se tragó la sangre de la nariz y miraba el potro con talante reflexivo.

– Hum -repitió el sargento, inclinándose sobre la pata postiza para examinarla más de cerca-. Algo tiene esa pata, mi teniente. No sabría decirle si es más larga o más corta que las otras -se emperró el sargento en la idea, cabeceando ceñudo- pero yo diría que no se asienta bien…

– Retírese, sargento.

– Si da usted su permiso, yo creo que los muchachos ya se han hecho cargo de cómo hay que saltar…

– ¿Cómo van a hacerse cargo si todavía no me han visto saltar? ¿Quiere usted explicarme eso, sargento?

– Ya, pero de todos modos es como si hubiera usted saltado, mi teniente.

– Pero aún no he saltado…

– Sí, pero ya tienen una idea…

– ¡Sin embargo, sargento, lo que resulta evidente incluso para esta cabra es que yo aún no he saltado el potro! Será porque no le tengo tomada la distancia, o porque no es mi día, o por las botas o por mil pollas en vinagre, ¡pero por la leche que me dieron que lo saltaré así tengamos que pasarnos aquí todo el santo día! ¡¿Me explico, sargento?!

– A sus órdenes.

El sargento se cuadró, dio media vuelta y consultó su reloj. Luego miró hacia la trasera del barracón verde, en la ladera de las basuras: nadie a la vista, aún faltaba más de una hora para ver allí algún soldado pelando patatas o abriendo pescados y sacándoles las tripas. Que llegue alguien, pensó, que alguien interrumpa este disparate. Decidido a ganar tiempo al precio que fuera, el sargento aventuró una nueva hipótesis:

– Mi teniente, ¿y si ponemos un apoyo aquí delante del potro, como un pedestal para facilitar el salto?

– ¡¿De qué pedestal de los cojones me está hablando, sargento?!

– Una piedra, unos ladrillos…

– ¡Ladrillos! ¿A qué demonios cree usted que estamos jugando?

Y le volvió la espalda y se fue cojeando un poco, limpiándose la sangre de la cara con desdeñosos fregoteos de la bocamanga. Al pasar frente a la cola del pelotón miró al recluta larguirucho y sombrío que iba para cabo de gastadores -Fermín Freiré Albariño, de Albarín, provincia de Lugo- y le guiñó el ojo amoratado, y el recluta sonrió confuso. De un fuerte tirón el teniente desprendió los guantes del cinto y se los enfundó nuevamente, quizás para ocultar las manos despellejadas; o era simplemente un ritual de gestos para aplacar los nervios, para darse ánimos.