Interrumpí el informe para darle al cigarrillo un par de chupadas, y a mi espalda David soltó una tos pedregosa y espesa como una mermelada barata hecha de algarrobas o Dios sabe qué. Medité en la continuación de mi relato viendo rebotar la lluvia sobre el morro del automóvil, un Lincoln Continental 1941 de líneas aerodinámicas y radiador cromado venido de quién sabe dónde a morir aquí como chatarra. De su pasado esplendor quedaba algún destello en medio de la herrumbre, algún cristal, pero todo él parecía más bien una gran cucaracha calcinada y sin patas, sin ruedas ni motor, y nadie en el barrio recordaba cómo y cuándo había llegado hasta aquí arriba, quién lo abandonó sobre esta pequeña loma al noroeste de la ciudad, y por qué. El Lincoln estaba varado en el mar de fango negro y cercado por un montón de cosas muertas: pedazos de estufas de hierro, una butaca desventrada, pilas de neumáticos, somieres oxidados y colchonetas mugrientas y desgarradas.
– Un poco más abajo, delante de cine Roxy, el manco que vende tabaco y cerillas debajo de un paraguas me la empieza a piropear guarramente. Ella se pasa a la otra acera, calle Salmerón abajo. Y no volvió la vista atrás ni una sola vez. Entonces vi algo que me puso los pelos de punta: un tranvía casi la atropella.
Les estaba contando solamente lo que había pasado, pero lo bueno era lo que me habría gustado a mí que pasara, las cosas que llegué a imaginar mientras la seguía de cerca embebido en el olor a musgo de su pelo. Por ejemplo, el tranvía la atropella y su cabeza golpea contra el empedrado y pierde el sentido. Está allí en el suelo con una bata de raso blanco y chinelas con borlas rosadas, se interrumpe la circulación, se forma un corro de gente a su alrededor y alguien pide un médico y una voz dice que se le haga el boca a boca, rápido, quién sabe hacer el boca a boca. La misma accidentada, en medio de su inconsciencia, me señala con el dedo suplicando que le haga el boca a boca.
– Vaya. Te tocó la china -dijo David. Así que me decido y le hago el boca a boca a la señora con el beneplácito de todos los presentes. Tiene los labios fríos como gusanos de seda y éste es el beso más extraño e inolvidable de mi vida. Hacia el final, ella abre un instante sus ojos de china maligna y caliente, y me mira fijo. En sus pupilas luminosas la lluvia se refleja combada, fruncida por el viento, como una miniatura.
La luz fugitiva de la tarde, ahora, aquí, planea
como un pájaro de oro sobre el mar de fango.
3
– No pasó nada más hasta llegar casi a la Rambla del Prat -proseguí-. Delante del bar Estadio se encontró con alguien que no esperaba. Charles Lagartón, el panadero, que está parado al borde de la acera esperando para cruzar, se vuelve y sonríe a la señora Yordi descolgando morros y papada como un asqueroso sapo chafardero que es: Vaya, ¿usted por aquí?, un poco lejos de nuestro barrio, ¿verdad?, y con este tiempo tan malo. Y ella disimulando su contrariedad y su fastidio, algo nerviosa, pero amable: Pues mire, precisamente iba a comprar un paraguas… Mentira, como veremos en seguida.
Me paro detrás del buzón de correos, agachándome, pero el gordo Lagartón me ve, y también ella, otra vez. Inevitable, si quiero mantenerme cerca y enterarme de lo que hablan. A través de la llovizna ahora peinada por el viento, afilada y gris como pelajos de rata, mis ojos no se apartan de la boca de la señora Yordi, que dice:
– Mire este niño. Me viene siguiendo desde lo alto de la calle Verdi.
Charles Lagartón entornó los ojitos de cerdo y me guipó un rato, las manos enlazadas a la espalda y las piernas cortas separadas como si estuviera de pie en la cubierta de la «Bounty» poniendo cara bestial de capitán Bligh con su asquerosa verruga en la mejilla.
– Hum -gruñó-. Es el chico de Berta. Maldita sea, el domingo pasado él y su pandilla de trinchas desarrapados estuvieron siguiéndome cuando paseaba junto a la estación de Sants.
¿Os dais cuenta? Lo llama pasear, a estraperlear con sacos de harina, el cabrón. Pero ella, tan discreta y paciente, tan oriental y misteriosa bajo la llovizna, se desentiende de esas patrañas. Dice:
– ¿Ah, sí, también le seguían a usted? ¿Y por qué?
– Por nada. Juegan.
– ¿Y a qué juegan?
– A detectives, a espías -gruñe el panadero-. Escogen a una persona cualquiera que pasa por la calle, y la siguen durante horas, si es preciso…
– Vaya -recelando ella pero no de mí, sino del gordo malcarado que sonríe burlón con su boca de besugo y la mira fijo como intentando adivinar sus pensamientos-. Qué divertido, ¿no?
Como ya sabéis, añadí, a esta distancia yo entiendo lo que hablan dos personas porque de pequeño aprendí a leer el movimiento de los labios.
– Que sí, que ya lo sabemos -impaciente David.
Observé al jefe Marés. Me escuchaba con aire pensativo y severo, los brazos sobre el volante y la mirada al frente, más allá del ciego parabrisas. Había encendido otro de sus famosos cigarrillos de anís Players de Virginia que llevaba en una caja de metal azul pálido y David volvió a toser su mermelada pedregosa. Jaime palmeó su espalda doblada y protestó en su nombre:
– ¿Cómo puedes fumar esta porquería?
– Huele a anís.
– Huele a alpargatas quemadas. Apesta.
– El coche es lo que apesta -le dije.
– Es pura mierda -insistió Jaime-. ¿Por qué no compras aunque sea Ideales, de vez en cuando?
– Silencio -ordenó el jefe sin levantar la voz-. Termina con tu maldito informe, Roca. Y procura ir al grano.
– Sí, jefe.
Con su cara de enterado, el gordo panadero insiste en sus explicaciones reteniendo a la señora Yordi:
– Bueno, eso dicen estos sinvergüenzas. Que es un juego de espías y de agentes secretos. O de atracadores, vaya usted a saber.
– ¡No me diga!
– Fíjese en el sombrero que lleva éste. Era de su padre, que está en la cárcel por atracador y por rojo separatista.
Ella lo mira con verdadero odio durante una fracción de segundo. Es muy difícil percibir eso en unos ojos achinados que siempre miran todo con una dulzura perversa y como sifilítica, una especie de pus en la pupila, seguramente porque han visto muchas miserias en esta vida; pero me di cuenta. Y me llegó también la frialdad de su voz al responderle:
– Cómo puede decir eso, señor Oms.
– Es mala gente, todo el barrio lo sabe.
La señora Yordi iba a replicar, pero se contuvo. Finalmente, más relajada, dijo:
– En fin. Cosas de críos.
– De todos modos es una falta de educación, que la sigan, y más tratándose de una señora como usted. Si este niño la molesta, llame a un guardia…
– No, de ningún modo.
Enfurruñada, haciendo por irse. Qué gusto seguir el borroso movimiento rosado de sus labios mientras se despide una y otra vez del pesado Lagartón, sin conseguir librarse de él. Porque este fati con ojos de rana venenosa no para de hablar: que son unos golfos y no valen para nada, que se pasan el santo día en los billares y en la calle y en el cine, o acurrucados como polluelos en el interior de este automóvil podrido y lleno de piojos varado en medio del fango y las basuras, nido de pordioseros, fumando y planeando seguimientos y pesquisas por la ciudad misteriosa y corrompida, husmeando el delito entre la niebla y «marcando» de cerca a los sospechosos bajo la lluvia, mientras se oye a lo lejos la sirena de un buque pidiendo entrada en el puerto.
Las sirenas de los buques, en días borrascosos como éste, nos hacían pensar en putas francesas apoyadas en farolas, de noche, con faldas de satín negro abiertas en el costado.
– Déjelos, no son más que niños que juegan a películas -decía ella-. Y adiós, se me hace tarde.
– Que no, que ya son muy ganapias, señora -excitándose el panadero estraperlista y mamón-. ¡Que ni crecen ni reverdecen de la maldad que se los come!
– Bueno, no se ponga usted así.
– Se empieza con pistolas de juguete y atracos de película. Balas de saliva, muertos de mentira. Pero un día serán de verdad, señora, como el sombrero de éste. Habrá que verlos de mayores. Peor que la peste.
– Maldito capitán Bligh -masculló David-. Maldito seas.
– Sí, ¿por qué no se lo tragaría el mar?
– Es un bocazas -dijo Marés-. Un soplón y nada más, no hay que hacerle caso.
– Pero anda por ahí diciendo que el padre de éste está en la Modelo y además criticando su sombrero -dijo Jaime-, y eso es tener muy mala leche.
– Ni caso -insistió el jefe-. El Lagartón es un mal bicho, de acuerdo, y algún día nos ocuparemos de él. Ahora sigue, Roca.
Cuando dijo lo de mi padre en la cárcel, yo agaché la cabeza, me quité el sombrero y lo escondí entre el pecho y la camisa; no porque sintiera vergüenza, sino de la rabia que me dio. Es un sombrero muy flexible, de los buenos, un Stetson auténtico, especial para seguir de cerca a rubias peligrosas en días de lluvia. Lo hice por mi padre, por respeto a su memoria de pistolero republicano rojo separatista con sombrero de ala flexible sobre los ojos…
– Bien hecho -dijo David-. Padre no hay más que uno aunque esté en la trena.
– O en la tasca y mamado todo el puto día, como otro que yo me sé -se lamentó Jaime.
– ¿Habéis terminado, cotorras? -Marés impaciente, limpiando el cristal del parabrisas con el puño, furioso-. Entonces continúa, Roca. ¿Qué más has podido leer en sus labios? ¡Qué más, qué más!
Entonces ella por fin empieza a caminar de espaldas, empieza a irse dejando al chismoso panadero con la palabra en la boca. ¿Qué, no ha vuelto a saber nada de su marido?, susurra todavía el Lagartón mirándole las caderas: Ay, estos niños fisgones que nos siguen en nuestras escapaditas y espían nuestras intimidades por el ojo de la cerradura, qué malos son, ¿verdad, señora?, qué situación más comprometida a veces para una mujer casada, ¿no le parece…?