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Se fue mucho más lejos, se paró y se dio la vuelta, y, mientras terminaba de ajustarse los guantes, lanzó al potro -clavado siempre en el mismo sitio, pero ahora con una apariencia trémula de araña dormida, emborronada por las vibraciones de la luz al ras de la tierra ya recalentada por el sol- una mirada torva y venenosa con su ojo circundado de sangre. El teniente sabía que era su última oportunidad. Sobreponiéndose al dolor y a la rabia, rebosante de amor propio, dirigió también una mirada a sus reclutas, pero desde muy lejos, desde una región íntima, despiadada y violenta a donde ellos no podían seguirle, más allá de su propia aceptación del error y la impotencia y la sangre, más allá del polvo y la derrota. Por su parte, los reclutas respondieron afirmándose en su medrosa pero solidaria posición de firmes, asombrados, mirando la nada con resolución. Y a su lado, ya sin capacidad de reacción, el sargento Lecha aguardaba el fin de la insensata aventura con las manos cruzadas en la espalda y la cabeza gacha, observando entre sus pies los furiosos picotazos que la gallina daba a una lombriz.

Agazapado en la línea de salida, el teniente se congeló en una estatua, en suspenso el primer paso, la rodilla casi en tierra y empuñando la fusta paralela a la pierna avanzada. Sentía un intenso dolor en la cadera. Su rostro parecía ya el de un loco, duro y desesperado, fijo siempre en su enemigo con una crispación maniática; como esperando captar en él un falso movimiento, como queriendo sorprenderle en un descuido, desenmascarar su impostura. Se apoyó en un pie, luego en otro, balanceando suavemente la elegante espalda. Tras él, los cochinos del brigada redoblaron su desdichada sinfonía de cuchillos afilándose, y entonces, al bajar los ojos al suelo para concentrarse mejor en la carrera, el teniente vio delante de su pie una estrella de mar reseca moviéndose, girando en sentido rotatorio, transportada por un ejército de hormigas. Quiso concentrarse en el salto, pero su mirada se sentía atraída por la estrella muerta y las asombrosas hormigas (¿cómo había llegado la estrella de mar a este páramo encendido de sol y de banderas sobre la escarpada falda de una colina?) hasta que, finalmente, el teniente cerró los ojos y apretó los puños y arrancó a correr espoleándose maniáticamente, cojeando y con una breve efusión de polvo rojo en los talones. Corría con el torso envarado y muy adelantado con relación a las piernas, como si la mitad inferior del cuerpo no pudiera ya seguir el mandato de su voluntad, y con la fusta hostigaba su cadera y sus botas sin parar, hablándose a sí mismo entre dientes, mascullando maldiciones. Bruscamente, como si quisiera sorprender al potro empleando una estrategia inesperada, se inclinó y corrió agazapado el resto de la carrera. Algunos reclutas cerraron los ojos para no verlo, y en medio del pelotón, de nuevo la voz de hojalata arrugada, intestinal e inmisericorde del recluta ventrílocuo anunció: «¡A mí la Legión, que me hostio!», pero esta vez nadie se rió. Pita apartó la vista, Amores parpadeó incrédulo y Folch giró lentamente la cabeza a un lado; el teniente Bravo estaba lanzado a una carrera furtiva, de animal acosado y carcovo.

Bastante antes de llegar a su objetivo, el teniente se irguió, arrojó la fusta al aire, clavó la barbilla en el pecho y pegó los brazos a los costados; corrió el último trecho como si cumpliera una penitencia. La funda con la pistola rebotaba en su ingle y él percibía los golpes como una forma más de hostigamiento. En el tramo final que precedía al salto, por su mente desfilaron vertiginosamente todos los saltos fallidos que había dado en su vida y entonces se acordó de la cosa más tonta e incongruente: «Anoche me olvidé de engrasar la pistola.» Al margen de una imprevista sensación de vacío -en el interior del potro, en su mala entraña, al apoyarse en el lomo, el teniente notó algo vivo que pataleaba y que transmitió un hormigueo a sus manos- el salto fue un prodigio de bravura y estilo, pero iba tan mermado de fuerzas y tan sobrecargado de gallardía y de pasión y de cojones que, antes de darle tiempo a retirar las manos, las muñecas se le doblaron como si fuesen de trapo, las rodillas golpearon el canto del potro y su cuerpo se volteó vertiginosamente cabeza abajo como esos muñecos del futbolín que giran ensartados en la barra. El teniente se fue contra el suelo de morros y sin protegerse con los brazos, renunciando a cualquier atenuante o acomodo, y quedó tendido bocabajo, inmóvil, sangrando profusamente por la nariz y la boca. El sargento Lecha corrió hacia él y se arrodilló advirtiendo en seguida la magnitud de la costalada. El teniente se quiso incorporar y volvió a caer de bruces, extenuado. La sangre manaba de su nariz como de un grifo. Con la ayuda de cuatro reclutas, el sargento intentó organizar el traslado del herido, que ofreció alguna resistencia. Recostado en un codo, rendida la cabeza, el teniente jadeaba apaciblemente, en una postura incómoda y sumido en una especie de autoconmiseración abyecta. Tenía los ojos en blanco y en su boca torcida florecía una espuma rosada. Lo último que hizo, antes de entregarse, fue arrancar el pañuelo de su frente y arrojarlo lejos. El sargento bramaba órdenes, se acercaron más reclutas a ayudar y se estorbaban entre sí, todos querían sostener al teniente por los brazos y las piernas y por fin lo alzaron y giraban con él en sentido rotatorio, sin enfilar la dirección correcta. Mareado, debatiéndose en la semiinconsciencia, el teniente levantó la mano enguantada en medio de una nube de polvo y dijo: «Quietos, cabrones», y sufrió un acceso de tos.

Cuando por fin se lo llevaron, inerme, con la fusta y el gorro cruzados sobre el pecho, aún tuvo fuerzas para volver la cabeza y, parpadeando, cegado por el sol y la sangre, lanzar a su invicto enemigo, el potro desventrado y cojo, una última mirada que pretendía fulminar una vez más su apariencia inofensiva y bovina, su engañosa sumisión.

El pelotón permaneció clavado en su sitio, viendo cómo se llevaban en volandas al teniente Bravo; lo último que vieron de él ese día fueron sus formidables botas desapareciendo rápidamente detrás del barracón verde, camino de la enfermería. Gritando órdenes detrás de la comitiva, el sargento Lecha volvió la cabeza y sólo entonces advirtió que los reclutas seguían allí en el páramo en posición de firmes, bajo un sol ya rabioso, disciplinados y estupefactos. Llegaba apaciguado y remoto el eco de la resaca marina, que ahora babeaba una espuma negra a lo largo de la costa. El viento se había encalmado. El sargento bramó:

– ¡Rompan filas!

NOCHES DE BOCACCIO

Más de la mitad de la cultura moderna

depende de lo que no debía leerse.

ÓSCAR WILDE

Hace ya bastantes años, en la época en que la noche barcelonesa era un Titanic navegando alegre y confiado, lejos todavía del iceberg asesino (nadie pensaba en el hielo salvo al solicitar un whisky o el trago habitual), estaba yo tomando copas en la barra aterciopelada de Bocaccio, cuando, inesperadamente, un joven dibujante de cómics y prestigioso ilustrador, al que sólo conocía de vista, recaló a mi lado aferrándose con ambas manos a una copa esbelta, extenuado y empapado, como un náufrago escupido por el oleaje promiscuo de la noche. A nuestra espalda, en las concurridas mesas de la gauche divine, chapoteaban las salutaciones, las conversaciones cruzadas y las risas.

– Tú eres el escritor, ¿verdad? -Tenía el náufrago una sonrisa inocente y delgada y una voz trasnochada, felpuda, llena de candor y de ginebra-. Me llamo Kim y vengo huyendo del Ciclón Benilde, ya la conoces… Ahí está, no te engaño. -Volví la cabeza y, en efecto, allí estaba la temible aventurera nocturna hablando por los codos, de pie, el vaso de vodka apoyado en uno de sus pechos mortíferos y acorralando contra la barra a un conocido cantautor catalán podrido de vanidad al que apenas le quedaban diez minutos de vida-. Ahora vendrá a por ti, me lo ha dicho.

– ¡Maldición!

– Sólo tienes un modo de salvarte.

– ¿Qué debo hacer?

– Como si no la vieras, y mostrarte muy interesado en lo que yo te voy a contar -dijo el exhausto dibujante-. Escucha. Estoy preparando una nueva colección, un supercómic para adultos con un protagonista inspirado en un personaje de tus novelas, un tipo que me fascina… ¿Qué tal si tú te encargaras de escribir los guiones y los diálogos? Ganarías una fortuna.

– ¿Yo? -Sonreí-. Yo nunca he escrito tebeos. ¿Quieres una copa?

– Coca-Cola con whisky. Déjame contarte los detalles.

El Ciclón Benilde ya nos estaba mirando de soslayo como un pájaro de presa, de modo que simulé escuchar interesadísimo la propuesta del dibujante. Yo debía escribir un guión semanal que él ilustraría, y el tebeo iba a constituir, dijo, una renovación lúdica del género. Contaríamos las aventuras socio-económico-amorosas (fueron sus palabras) de un joven soñador, un hijo del barrio sin medios de fortuna, pero listo, simpático y guapo: sorprendentes hazañas románticas con gran despliegue de estrategia sentimental y progre, con profusión de niñas-pijo y de intelectuales de izquierda ricos, con apellidos de solera y en escenarios reales, en sus fincas de verano en l'Empordà y sus palcos del Liceu, desde las más rancias alcobas de San Gervasio y del Ensanche hasta las flamantes y soleadas terrazas con arboleda y piscina, pasando por los espesos pubs y tabernas de moda, las todavía clitóricas aulas de la Universidad, las míticas tascas del Barrio Chino, el Club de Polo y los apetitosos bailes de Debutantes.