– Casi aciertas -el humo del cigarrillo le hizo entornar los ojos, y también su natural malicia y puñetería. Ahora habló otra vez sin mover los labios y su voz parecía venir de lejos, como la voz de los ventrílocuos-. Sí, todo coincide para hacernos creer que el tío del pijama te seguía a ti, Roca. Sin embargo, a quien seguía es a ella. Tú lo que hiciste fue interponerte entre los dos, y en realidad él ni siquiera te vio. La seguía a ella igual que tú, pero de lejos, siempre por detrás de ti. -Miró a David por el retrovisor-. Cualquiera se habría dado cuenta menos un novato como tú, David. Piénsalo: ¿por qué razón este señor, que pasó por aquí como un sonámbulo, había de ponerse a seguir a Mingo Roca, un xava del barrio al que seguramente no había visto en su vida? ¿Eh?
David bajó los ojos y en tono de excusa murmuró:
– A mí una vez un desconocido me siguió desde las Atracciones Apolo hasta el Monte Carmelo.
– Sería un bujarrón.
– ¿Y cómo sabes que éste no lo es?
– Porque los conozco. -Guardó silencio unos segundos y añadió-: ¿Se os ocurre alguna otra explicación?
Se replegó sobre sí mismo ondulando como una oruga y puso los pies sobre el volante, se quitó un zapato y un calcetín y se rascó las junturas de los dedos. Después, alzando la maloliente pezuña hasta tocarse la nariz, pinzó entre el dedo gordo y el índice el cigarrillo colgado en las comisuras infectadas de la boca y siguió fumando tranquilamente con el pie, las manos cruzadas en la nuca. Era medio contorsionista, además de medio ventrílocuo, habilidades que le habían enseñado antiguos compañeros de trabajo de su madre, artistas de variedades derrotados y sin trabajo.
– Bien. Recapitulemos.
Siempre decía lo mismo y se comportaba del mismo modo, retrasando cuanto podía la solución del enigma. Oídos nuestros informes, Marés se convertía en la Araña Que Fuma y se quedaba reflexionando envuelto en el humo azul del pitillo que manejaba diestramente con la pata. Analizaba todos los datos, los confrontaba, requería ciertos detalles en apariencia banales, y, finalmente, después de rechazar nuestra sugerencia, imponía su criterio mediante deducciones generalmente convincentes sobre causa y efecto, otorgando al comportamiento de los sospechosos, por enigmático que fuese, una motivación que nosotros no habíamos previsto, casi siempre amarga y desoladora. Desde muy chico había dado muestras de esa extraña y terrible facultad: diríase que adivinaba el dolor del alma de las personas, que percibía su pena y su infortunio con sólo mirarlas a la cara o verlas pasar por la calle yendo al trabajo, por un detalle de nada. Un día que vimos al señor Elías llorando en la taberna, solo, sentado en un rincón y escuchando en la radio una marcha militar, Marés dijo que el hombre lloraba porque la radio le estaba recordando una hija suya que hacía de puta en Zaragoza, detrás de un cuartel de Infantería donde una brigada criaba mil cerdos con las sobras del rancho. ¡Y era verdad, lo supimos cuando el hermano mayor de David volvió de la mili y nos habló de la Puri! ¡Y los mil cochinos cebados con las sobras de la cocina del cuartel, también dijo que era verdad!
A fin de cuentas, Juanito Marés era algo mayor que nosotros, se había criado aquí y era catalán, además de un poco contorsionista y ventrílocuo: más serio, con más lenguas, más preparado. Por eso era el jefe.
6
Cuando Marés empezó a hablar, yo miraba a través de la ventanilla del Lincoln una gigantesca nube de plomo en forma de puño alzándose iracundo contra el cielo desde el horizonte borroso del mar, muy lejos del puerto, allá en los confines del Oriente. Pensé en el destino incierto de la señora de ojos de china bajo la lluvia, y pensé en el destino cumplido y atroz de la furcia cuya cabeza cercenada y calva yacía enterrada debajo de nosotros: vida y muerte extrañamente juntas, fundidas en la misma soledad y en la misma fiebre adolescente, en una sola carne de mujer soñada, sojuzgada y al fin destruida. Y pensando confusamente en todo eso sentí un vértigo y me quedé de pronto como sordo o como atontado de las bombas. Me asusté e interrumpí a Marés:
– ¿Y qué hacemos con la foto y el dinero, jefe?
– De momento que lo guarde David -Juanito Marés me observó unos segundos y luego prosiguió-: Decía que el hombre del paraguas roto y polvos de arroz en la cara, tiene que ser un actor de teatro. Y que, además, se trata del marido de ella, del propio señor Yordi, que dicen que abandonó a su mujer hace algún tiempo. Y no me preguntéis nada por el momento, es una corazonada… Ante todo aclaremos que Yordi no puede ser un apellido: Yordi es la manera que vosotros los charnegos pronunciáis Jordi, que es el verdadero nombre catalán del marido, no su apellido, que juraría que es Jardí. Jordi Jardí, actor secundario y fracasado. Los conozco y los huelo de lejos, por mi casa han pasado muchos. Así que ella sería la señora Jardí, no Yordi. ¿Está claro, analfabetos, kabileños sin escuela, jodidos murcianos?
Acurrucados al fondo del Lincoln, David y Jaime parpadearon desconcertados y Marés continuó: porque este infeliz que se pone a hacer pucheros en la calle, delante del bar donde ella se ha citado con un fulano, está bien claro que es su marido. Y como es actor, y los sábados y domingos tiene función en algún teatro de aficionados de los muchos que hay en el barrio, en L'Artesà o en Els Teixidors o en el Orfeó Gracienc, donde seguramente hace pequeños papeles de galán maduro y refinado a lo Charles Boyer, con las sienes plateadas y botines y guantes, pues a veces ya sale de casa maquillado y vestido para la función, muchos lo hacen; quizás él lo haga porque en la calle prefiere el anonimato, ir disfrazado de otro, ser otro, añadió Marés pensativo, muchos actores sin fortuna sueñan con ser otro… Todo concuerda: se dice en el vecindario que dejó plantada a su mujer, pero en realidad se fue para esconderse en otra casa porque hay una denuncia contra él y la bofia lo está buscando. Así, locamente enamorado de su mujer, y sospechando que ella va a verse con un hombre, esta tarde los celos lo han desviado de su trayecto habitual hacia el teatro encaminándolo a la pensión Ynes, ha esperado hasta verla salir y la ha seguido.
– Todo concuerda -repitió, rascándose la oreja con el dedo gordo del pie-. ¿De acuerdo?
Asentimos con la cabeza.
– Ahora bien, el infeliz se equivoca -prosiguió Marés-. Ella no le está engañando por gusto, porque sea un pobre diablo y un fracasado. El fulano que la espera en los billares del Monumental, no es propiamente ningún querido o macarra consentido de la señora. ¿Quién es entonces? ¿Por qué se ven a escondidas?
– Hombre, tú qué crees -sonreí burlón-. Al tío le gustaban sus piernas una cosa mala, se le iba la mano. En este momento se la está follando, jefe.
– Tal vez. Pero no es su querido ni su amante. ¿Desde cuándo una mujer enamorada acude tan triste, tan desganada de todo y llorando a una cita con su amante? Os digo que es otra cosa. ¿No habéis visto sus medias zurcidas, su gabardina tan corta y con el cinturón tan apretado bajo los pechos, y esos zapatos de mujer fatal que no le van a una señora tan fina, que la hacen tambalearse un poco? ¿No os parece que quiere gustar como sea a alguien, gustar mucho y de prisa y con vicio, y después vestirse de otra manera? Hay que verla como yo la estoy viendo, chicos, hacedme el puñetero favor de imaginarla de otra manera, si de verdad queréis destacar en este oficio de detectives. Espabilad, venga, esforzaros un poco más en atar cabos sueltos y en aventurar audaces conclusiones, aprended a ser más perspicaces y mal pensados, o nunca llegaréis a nada…
Veamos ahora, añadió bajando la voz, a este fulano del palillo entre los dientes y la nariz ganchuda sentado en lo más oscuro del bar, detrás de los billares, como un buitre esperando alguna carroña. Ahí está, echado sobre los hombros lleva un chaquetón de cuero negro con solapas de terciopelo y en su mano enguantada abultan las sortijas como sabañones cuando levanta la panzuda copa de Fundador. ¿Quién es, un estraperlista, un funcionario rumboso de la Comisaría de Abastos, un poli, un chulo putas? ¿Cómo lo has descrito, Roca, ya no te acuerdas? Yo sí: unos aires de tío pistonudo y pavero, camisa azul, bigotito negro, fijapelo y brillantina en la cabeza de zepelín y gafas negras. ¿Y no le viste la araña negra en la solapa? Porque es un falangio, claro está, un enchufado de los luceros, un Flecha de esos que tienen cogida la vaca por la mamella y no la sueltan. ¿Y ella qué busca en este camarada imperial, qué puede querer de un hombre así una mujer tan bonita casada con un actor fracasado?
Pues un gran favor, un aval, precisamente para su marido. Porque un falangista bien relacionado y dispuesto a hacer favores, sobre todo a una mujer sola y desesperada, ya se sabe, tiene influencias, puede conseguir un certificado de buena conducta, una recomendación, lo que ella le pida.
– Confíe en mi discreción, señora, haré lo que pueda, dices que le dijo con la zarpa en la rodilla. O sea, todo concuerda.
Pero nosotros no lo veíamos tan claro.
– ¿El qué? -dije sacudiéndome el lío de la cabeza. De pronto todo aquello me parecía un camelo, una tomadura de pelo-. Anda ya, jefe. Es demasiado.
Miré a través de la llovizna y me puse a pensar no sé por qué en la ciudad aterida y promiscua que se extendía a nuestros pies bajo un manto de neblina, en las largas colas del sábado frente a los cines con calefacción, en los tranvías repletos bajando por las Ramblas, en los vestíbulos de las casas de putas abarrotados de hombres, en las alegres muchachas con chubasqueros de colores entrando cogidas del brazo en las salas de baile. Y nosotros aquí arriba rumiando musarañas.
Permanecimos en silencio, mareados por la historia y el tufo a perdulario que anidaba en el auto, y, por segunda vez en poco tiempo, en total desacuerdo con el jefe. Aun sin haberlo comentado, los tres pensábamos lo mismo: sus famosas deducciones esta vez le habían llevado demasiado lejos.