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– Y si quieres vivir para contarlo, te aconsejo que sueltes el laurel y vengas a sentarte aquí a mi lado.

Vació el botellín de agua tónica en su vaso, encendió un cigarrillo rubio con grave riesgo para su salud (no hacía ni dos meses que había dejado de fumar) y se lo ofreció, pero el director seguía aferrado a su laurel. Su horrible fin espanzurrado en la calle era inminente.

– Anda, ven -dijo el escritor angustiado-. Mira, tengo una idea genial para la secuencia diecisiete que te va a enfurecer.

SECUENCIA 17. TÚNEL SUBTERRÁNEO.

Interior/Exterior Noche.

En la profunda y húmeda tiniebla del túnel crece el silencio y un sostenido rumor de brisa en el bosque. Los muros tiznados dejan oír filtraciones de agua ensimismada, espectrales goteras, estertores metálicos. Un doble destello alejándose paralelo y simétrico sobre los raíles, igual que dos alacranes de plata, se distingue al fondo del túnel cuando, inesperadamente, en medio del silencio, empieza a nevar.

Muy lentamente al principio, espaciados y leves copos blancos flotando en medio de la tiniebla subterránea, luego con más intensidad e imponiendo paradójicamente un silencio más hondo en el túnel, cayendo la nieve grávida y esponjosa, abundante y pertinaz.

Está nevando copiosamente dentro del túnel (en blanco y negro, a ser posible).

– ¡¿Qué diablos te propones con tanta nieve?!

– Debe ser -dijo el falaz escritor, tragando la basura atmosférica a través del pañuelo- que añoro la naturaleza, el aire puro de la ficción.

– A ver si te aclaras.

– Comprendo que pedirte que hagas verosímil al espectador una copiosa nevada dentro de un túnel, cuando habitualmente en tus películas ni siquiera has sido capaz de hacerme creer en personajes corrientes haciendo cosas tan simples y cotidianas como conducir un coche o encender un pitillo o abrir una puerta, comprendo que pedirte esa nieve, repito, son ganas de perder el tiempo. El don de crear vida se tiene o no se tiene. Los simples fotógrafos como tú deberíais empezar por el principio, por las «vistas animadas»: salida de los obreros de la fábrica de papá. Y ante todo, deberíais devolver a Hollywood vuestro risible Óscar, los inmerecidos aplausos y el smoking prestado.

– En el fondo, no eres más que un redactor.

– No lo considero un insulto. Recuerdo que de niño, en la escuela del pueblo, un día el maestro me mandó hacer una redacción sobre el almendro en flor. No podía haberme pedido nada que me resultara más grato y más fáciclass="underline" ese árbol nevado alumbraba mi infancia como una antorcha mágica. Lo que me salió en la redacción, sin embargo, fue una especie de cuento sobre las nieves perennes en la cumbre de no sé qué montaña azul… Nada que ver, aparentemente. -Reflexionó unos segundos y concluyó, bajando el tono-: Pero en el fondo yo estaba hablando del almendro.

– Naturalmente, el maestro te puso un cero.

El llamado redactor se encogió de hombros:

– Tú no lo entenderías. No eres más que un fotógrafo.

– Y a mucha honra. Me revienta el cine de ideas.

– Eso está bien. Sin embargo, no deberías rodar un solo plano que no contenga una idea.

El director sonrió burlón.

– ¿En qué quedamos, celebrado prosista?

– Una idea que haga avanzar la acción, quiero decir -aclaró con la voz meliflua el escritor.

– Pero ¿qué historia es la que debe avanzar? ¿Qué película queremos hacer?

De nuevo el moderno realizador, que no creía en la necesidad de hacer avanzar la historia -modernamente hablando, importa poco que la historia se mueva, y menos aún que vaya a ningún lado, solía decir en las entrevistas: «En mis películas, es el espectador el que debe moverse» (y en efecto, éste se movía, generalmente en dirección a la salida y antes de concluir el film)- se balanceaba entre las flores muertas colgado sobre el abismo.

El fatuo escritor en mala hora contratado como guionista cerró los ojos y dijo:

– Antes de esparcir tu masa encefálica sobre la acera y poner perdido mi viejo Lincoln Continental 1941, termina de leer la secuencia y luego discutimos los diálogos.

– Te he hecho una pregunta.

– Está bien -suspiró el escritor-. Veamos, ¿qué tenemos por ahora? Tenemos a un fugitivo de su propio destino que la marea migratoria de la posguerra arroja a Barcelona, y del que sólo sabemos que se hace llamar Vargas; que no entiende una palabra de catalán, lengua abolida por el Imperio; que se acoge a la hospitalidad de una joven viuda con una hija y que él las protege del miedo y la soledad y los turbios manejos de un vecino, un jefecillo de Falange que gallea en el barrio. Ésa es, digamos, la armazón argumental, pero…

– No me gusta, no me gusta.

– …pero lo que vamos a contar no es eso, no es eso, don Pepote.

– Llámame Josef von Sternberg y olvídame.

– Nunca olvido una cara, y menos si me he sentado en ella. Decía que lo que vamos a contar en realidad es una historia de amor-no-correspondido, muy frecuente en Cataluña: el amor callado del charnego desarraigado y analfabeto hacia una tierra-mujer-cultura oprimida, simbolizada en Susana y en su humilde librería-papelería con libros prohibidos.

– De ningún modo pienso contar una estúpida historia de contrariados amores transidos de sociología política… y de mitología del Oeste camuflada.

– Te hablo de un sueño -susurró el introvertido escritor-. En fin, termina de leer la escena y luego ya puedes desparramar tus aburridos sesos por la calle, pero sin salpicar mi coche, por favor.

Sentada en el otro extremo de la baranda, alzando la rodilla con las manos entrelazadas y mostrando el muslo inmarcesible, Marlene los mira cantando Falling in Love Again.

Banda sonora con imagen de Marlene Dietrich en cartón recortable tamaño natural su sombrero de copa ladeado y ella sentada, no sobre el famoso barril, sino al borde del escenario del Roxy y de cara a la platea. Travelling lento hacia Marlene-cartón mientras oímos un alegre tintineo de bisutería barata, in crescendo: brazaletes de vidrio y de latón, pulseritas de hueso y de carey y nomeolvides y cadenitas de baratija entrechocando musicalmente en las compulsivas muñecas de las pajilleras del cine en plena labor, sus manos calientes y suaves como la seda trabajando en la sombra bajo el abrigo o la gabardina púdicamente doblada sobre el regazo.

– ¿Sabes cuál es tu mayor defecto, literato consagrado? -dijo el director manoteando el aire, agarrándose in extremis al clavel-. Que no sabes resistirte a la tentación de crear personajes inolvidables.

Corte a escenas retrospectivas (días antes de la llegada de Vargas al barrio) de Susana en su modesta vivienda-altillo de madera, al fondo de la papelería. Susana en camisón cabellera suelta gato negro lustroso restregándose contra sus tobillos. Susana sentada a la mesa del pequeño comedor bajo la turbia luz del Petromax enseña a su hija Neus, acurrucada en su regazo, a leer en catalán un cuento infantil.

Susana (el dedo en el libro abierto): «La llu-na la pru-na ves-ti-da de dol.»

Corte al día siguiente en la papelería los niños pandilleros ayudan a Susana despachando lápices tinteros gomas de borrar mientras ella en el altillo prepara la comida o hace la limpieza o acuesta a la niña. Pelo recogido, falda negra y jersey negro.

Corte a Susana con gabardina clara ceñido cinturón y boina gris saliendo de la papelería con un capacho de palma va a la compra dejando el negocio y la niña al cuidado de los chicos. En el centro de la papelería hay una mesa abarrotada de sobadas novelas baratas y maltrechos tebeos y encima un letrero escrito a mano que ofrece 8 novelas por 5 Cts.

Los niños-guardianes se pasan el día leyendo sentados en el suelo y vigilando a la pequeña Neus, o en la escalera del altillo, o en el portal de la calle si hace sol.

Tres de estos chavales, ahora sentados en el portal, son los que ven venir al vagabundo cojeando levemente.

– Oye, ¿Neus no es Nieves en catalán?

– Me lo temía.

El director alzó los ojos del papel que estaba leyendo y añadió con ensalivada parsimonia:

– Bien. Antes de que él entre en esa papelería, y si no hay inconveniente, los sufridos espectadores de la película y un servidor quisiéramos saber algo más sobre el difunto marido de Susana. Si no hay inconveniente.

El guionista le contó lo que sabía: Jan Estevet había sido un hombre justo, amante de la libertad, luchador catalán cabal y formal, bastante mayor que Susana y muy atractivo, como hemos tenido ocasión de ver en la foto del matrimonio con la niña. A mediados de 1939, hace dos años, una noche lluviosa la policía lo fue a buscar a la papelería-librería y se lo llevó en un coche. Lo acusaron de falsificar salvoconductos y pasaportes y de imprimir octavillas clandestinas en catalán. Pasó un año en la Modelo, después fue trasladado al penal de Burgos y Susana no volvió a saber de él hasta que alguien que lo trató durante su cautiverio, y por mediación de un compañero de lucha clandestina que volvía de Francia -una historia confusa- le hizo saber que Jan había muerto en Toulouse a finales de 1940 a causa de una pulmonía.

– La noche que van a buscarle a su casa, llueve -insiste el escritor-. Se lo llevan preso en un Balilla marrón con cortinitas negras en las ventanillas. El coche se lanza cuesta abajo desde lo alto de la calle Verdi, estrecha y vertiginosa en su parte alta, como un tobogán colgado sobre la ciudad…

– Para, para. ¿Es que vamos a rodar eso? ¿La escena está en el guión?

– No.

– Entonces, ¿para qué quieres cortinitas en el coche? ¿Por qué pierdes el tiempo describiendo lo que no veremos?

– Bueno, tú querías saber qué le pasaba a este hombre. Y te conviene saberlo, aunque no lo ruedes.