– ¿No era ése el argumento de Adam Smith en La riqueza de las naciones?
– ¿Te gusta Adam Smith? -preguntó.
– Sólo he leído la cubierta.
– Olvídate de Maquiavelo y de El éxito es una elección. La riqueza de las naciones de Smith es el hito de los manifiestos capitalistas.
Entonces, tomó un poco de aire y empezó a hablar con una voz que podría describirse como estentórea de Detroit:
– «De todos los sistemas, pues, ya sean elegidos o impuestos, el obvio y simple sistema de la libertad natural se asienta sólo y por su cuenta. Todos los hombres, siempre que no vulneren las leyes de la justicia, quedan a su libre albedrío para defender su propio interés a su manera, y para poner su trabajo y su capital en competición con los de cualquier hombre o grupos de hombres… Tal defensa, por cierto, es mucho más importante que la opulencia.»
Se calló, dio un sorbo del vaso de San Pellegrino, y dijo:
– Sé que no soy precisamente Ralph Fiennes, pero…
– Eh -dije-. Estoy impresionado. Sobre todo porque lo has dicho enterito sin teleapuntador.
– Ésa es la cosa, chico: vivimos en la era de mayor «libertad natural» jamás conocida por el hombre. Pero lo que decía Smith es condenadamente cierto: antes de empezar a gastar a espuertas, asegúrate de que tienes dinero para guardarte las espaldas. Y aquí es donde entro yo. Financieramente hablando, no sólo voy a guardarte las espaldas, sino que voy a conseguirte un patrimonio de dimensiones importantes. Lo que significa que, juegues con las cartas que juegues en el futuro, seguirás estando en una posición de fuerza. Porque, no nos engañemos, siempre que tengas una posición de fuerza, nadie te va a utilizar como felpudo.
– ¿Qué me propones exactamente?
– No voy a proponerte nada. Lo que voy a hacer es enseñarte cómo obtengo resultados. Mira, así es como me gusta hacerlo: si estás dispuesto a confiarme una suma de dinero simbólica para empezar, pongamos cincuenta mil, prometo doblártela en seis meses. Y no pienso decir cosas como «si te lo doblo» o «si el mercado sigue subiendo». Tú extiendes un cheque a mi empresa por cincuenta mil, yo te mando el papeleo necesario; seis meses después recibes un cheque de cien mil como mínimo…
– Y si no lo logras…
Me interrumpió.
– Yo no fallo.
Silencio.
– Permite que te pregunte algo: ¿por qué te has esforzado tanto en pillarme como cliente?
– Porque en esta ciudad eres el hombre de moda, por eso. A mí me gusta trabajar con personas inteligentes. Igual que me gusta relacionarme con los que están en la serie A. Voy a dar nombres otra vez: ¿has oído hablar de Philip Fleck?
– ¿El multimillonario eremita? El director de cine frustrado. ¿Quién no ha oído hablar de Phil Fleck? Es infame.
– La verdad es que un hombre corriente, como cualquiera. Un hombre con veinte mil millones de dólares…
– Eso sí es ser asquerosamente rico, ¿verdad, Bobby?
– Phil está en el Olimpo de los asquerosamente ricos, y es un buen amigo mío.
– Qué bonito.
– Es un gran admirador tuyo, por cierto.
– ¿Me tomas el pelo?
– «El mejor guionista de la tele», me dijo la semana pasada.
No sabía si tragármelo o no. De modo que dije:
– Dale las gracias de mi parte.
– Crees que me estoy tirando un farol otra vez, ¿verdad?
– Si dices que eres amigo de Phil Fleck, te creo.
– ¿Me crees hasta el punto de extenderme un cheque de cincuenta mil dólares?
– Por supuesto -dije, un poco inseguro.
– Pues hazlo.
– ¿Ahora?
– Sí. Saca la chequera del bolsillo de tu americana…
– ¿Cómo sabes que llevo la chequera encima?
– Según mi experiencia, en cuanto alguien empieza a ganar dinero en serio, sobre todo después de años de vacas flacas, empieza a llevar la chequera encima. Porque de repente podría comprarse un montón de cosas que antes no podía. Y extender un cheque tiene mucha más clase que sacar un pedazo de plástico de color platino…
Sin querer toqué el bolsillo interior de la americana.
– Culpable confeso -dije.
– Pues extiende el cheque.
Saqué la chequera y la pluma. Puse ambas cosas en la mesa y las miré, lleno de dudas. Bobby golpeó la chequera con impaciencia con el dedo índice.
– Venga, Dave -dijo-. Es hora de actuar. Sí, lo sé: son cincuenta mil dólares. Todavía no estás acostumbrado a pensar con tantos ceros. Pero créeme: éste es uno de esos momentos críticos que contribuyen a definir el futuro. Y también sé lo que estás pensando: «¿Puedo confiar en él?». Bueno, no voy a venderme más. Pero te haré una pregunta sencilla: ¿tienes suficiente valor para ser rico?
Cogí la pluma, abrí la chequera y extendí el cheque.
– Así se hace -dijo Bobby.
Pocos días después, llegó la documentación oficial de mi inversión con Roberto Barra y asociados. Pasaron dos meses antes de que volviera a saber nada de éclass="underline" una llamada del tipo «¿cómo va todo?», en la que me dijo que el mercado no paraba de subir y «todo iba bien». Me prometió llamarme al cabo de dos meses. Y lo hizo, casi exactamente el mismo día que me había prometido. Otra conversación rápida y amable, en la que parecía un poco frenético, pero optimista. Dos meses después, llegó un sobre de Fedex al despacho. Dentro había un cheque del banco pagadero a mi nombre, por la suma de 122.344,82 dólares. Llevaba una nota adjunta:
«Nos fue un poco mejor del cien por cien. A celebrarlo.»
Debía admirar el estilo de Bobby. Después de engatusarme con éxito, había desaparecido completamente hasta que había obtenido resultados. Aturdido por aquellas ganancias asombrosas, reinvertí inmediatamente toda la suma con Bobby; más adelante le añadí doscientos cincuenta mil más fruto del contrato para la segunda temporada de la serie. También empezamos a vernos de vez en cuando. Bobby no estaba casado («soy un mal prisionero», me dijo), pero siempre llevaba del brazo alguna conquista: normalmente una modelo o una aspirante a actriz. Inevitablemente era rubia y dulce y del tipo princesa tonta. Yo solía tomarle el pelo diciéndole que se ajustaba al arquetipo del «nuevo rico».
– Oye, en su día yo no era más que un italiano bajito de la ciudad de los coches. Ahora soy un italiano bajito de la ciudad de los coches con dinero. Así que por supuesto que utilizaré ese hecho para impresionar a las animadoras que solían mirarme como si fuera un mono grasiento.
Después de un par de salidas con Bobby y su conquista del día (parecía gustarle el estilo de pueblerina estupenda del Medio Oeste, con nombre de pila de novela rosa tipo Madison o January), le hice saber amablemente que no me interesaba ligar. Desde entonces restringimos nuestras salidas mensuales de hombres a una cena a deux, durante las cuales yo me acomodaba y dejaba que Bobby me regalara con sus inagotables historias sobre cualquier cosa. Sally no lograba comprender por qué me gustaba. Aunque le parecía bien cómo invertía mi dinero, su único encuentro con Bobby fue poco menos que un desastre social. Como Bobby me había apoyado mucho durante mi ruptura con Lucy, una vez se pasó un poco el polvo de la batalla estaba deseoso de conocer a Sally… sobre todo porque estaba al corriente de la posición de ella en la Fox Television. Tres meses más o menos después de que fuéramos pareja oficial, me propuso cenar en La Petite Porte de West Hollywood. Desde el momento en que nos sentamos, me di cuenta de que Sally lo había clasificado como un arribista. Él intentó encandilarla con su labia habitual, adulándola con cosas como: «Todos los que son alguien saben quién es Sally Birmingham». Intentó hacer gala de sus conocimientos literarios, preguntándole cuál era su novela preferida de Don DeLillo («Ninguna», contestó ella. «La vida es demasiado corta para perder el tiempo con su prosopopeya literaria»). Incluso jugó la carta del «me relaciono con personas de serie A», mencionando que Johnny Depp le había llamado el día anterior desde su casa de París para hablarle de unas acciones. De nuevo, Sally lo puso en su lugar: